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¿De verdad somos cínicos?

¿De verdad somos cínicos?

La frase ha pasado casi desapercibida, como pasan en estos tiempos tantas palabras y hechos escandalosos en nuestro país, pero merece ser analizada con detenimiento. La pronunció Pedro Sánchez durante su evasiva comparecencia en el Congreso de Diputados el 7 de mayo, 9 días después del histórico lunes en el que España se quedó sin luz: "Y qué gran acto de cinismo es lamentar las cinco vidas que tristemente se perdieron por el apagón e ignorar las más ocho mil que se pierden cada año en España como consecuencia del cambio climático".

Estamos ante una fría valoración que reduce la muerte de ciudadanos a una cuestión numérica y derriba de un plumazo una de las grandes conquistas de la civilización occidental que inspiró la Carta Universal de Derechos Humanos, como es la de la atención insoslayable que merece el individuo, ese 'hombre concreto' del que hablaba en sus lúcidos ensayos Ernesto Sabato para sentar un principio básico: cualquier vida es sagrada y debe ser respetada, pues un hombre es todos los hombres y negar su valor es negar a toda la Humanidad en su conjunto. Las cinco víctimas del apagón del 28 de abril no merecen menor consideración que las de una catástrofe o un conflicto bélico. Someterlas a un cálculo que minimice su sacrificio es dar la razón al Agustín García Calvo que, desde un pesimismo libertario, equiparaba las democracias a las dictaduras y entendía el acto de gobernar como una siniestra modalidad de la administración de la muerte. Si no compartimos ese pesimismo y concedemos una ética a la responsabilidad de gobernar en un régimen de libertades, no podemos asumir, como si fuera un asunto de números, la muerte de unos ciudadanos como el daño colateral e irrelevante de una negligencia en la gestión del abastecimiento eléctrico. Y, si dicha negligencia es atribuible a la ejecución irresponsable de un programa energético marcado por una ideología que, para colmo, prima el culto a la Naturaleza sobre el bienestar actual y la propia seguridad del ser humano, nos encontraríamos ante un hecho particularmente grave, que reclama una amplia serie de responsabilidades de diverso grado tanto teórico como fáctico.

Estaríamos, en fin, ante un ultraecologismo populista y deshumanizador que antepone su utopía medioambiental a la propia vida de las personas. El fenómeno no sería nuevo en el marco y la cronología de Occidente. Ya hubo un Hegel que arropó filosóficamente la tesis de que el individuo es un peón sacrificable en el ajedrez de la Historia para que esta se realice en plenitud y cumpla su grandioso destino, que beneficiará a la Humanidad en un plazo futuro. Detrás de esa sacralización laica de la dialéctica de la Historia se hallan los capítulos más negros y sangrientos del siglo XX: el nazismo y el comunismo. Si "el sueño de la razón produce monstruos", como rezaba el conocido aguafuerte de Goya, el de la ideología que prescinde de la razón los multiplica. El fenómeno al que asistimos no es nuevo, como digo. La Historia que entronizaba Hegel ha sido sustituida por el tótem de planeta. Hay que salvarlo al precio que sea de un Apocalipsis hipotético. Y el libre curso de los ríos, como las energías limpias, son más importantes que las 227 víctimas mortales de la gota fría valenciana o que los fallecidos por el apagón del 28-A, cuya rememoración es —según Sánchez— un acto de cinismo.

20minutos

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