Los nudos de los deseos

La selva, las charcas, afloran por la ciudad como si el urbanismo de urgencia no pudiese contener los sustratos más antiguos y se le escaparan por las fisuras. En la costa, dunas de arena, palmeras, antiguos fuertes carcomidos. El nombre de Salvador se queda corto ante la sabia que rezuma por cada rincón. Quizá San Salvador da Bahía de Todos los Santos, como la bautizaron los portugueses, sustentaría mejor tantas facetas superpuestas. Y, claro, uno piensa con envidia lo fácil que lo tuvo Jorge Amado, que le bastaría con sentarse y observar, y esperar que personajes y escenarios se metieran solos en sus novelas.
Y es que ya el primer contacto entre indígenas y europeos dio personajes de excepción. Ahí está Caramuru (que era Diogo Álvares, un hidalgo portugués), que alcanzó estas costas como náufrago. Los indígenas tupinambás lo acogieron con tal cariño que dejaría tras de sí al menos diez hijas y cinco hijos. Y a la vez encontramos a su antagonista, el cruel capitán Francisco Pereira Coutinho, quien, después de ser expulsado, encallaría con su nave en la isla de Itaparica y acabaría desmembrado y servido bien sazonado en un banquete.
El nombre de Salvador se queda corto ante la sabia que rezuma por cada rincónSumemos a estos componentes la densa aportación africana, que desembarcó sin que el tráfico brutal consiguiera borrar sus creencias, ritmos y cocciones. Sirva de introducción a las costumbres y deidades que implantaron en el nuevo mundo la exposición del Museo Afro Brasileiro, al lado de la catedral de Salvador. Y todavía llegarán inmigrantes del Próximo Oriente, y del sur de Europa, y de quién sabe qué otras tierras, hasta obtener la densa mezcla que empapa cada renglón, y hasta supura de cada párrafo, cuento o novela de Jorge Amado.
Entro a Salvador por la Cidade Baixa. En el puerto y el mercado Modelo, la densidad del aire podría atribuirse al salnitre y el yodo, a los tragos de cachaza y al sudor de los mozos de cuerda. Pero el aire sigue saturado cuando me encaramo a la Cidade Alta en ascensor. Allí, en el convento de Sao Francisco, en los azulejos de su claustro, algunas sentencias intentan desengrasar el caldo: “Con la muerte no te podrás llevar nada”, “Fíate de la sabiduría y no de las habladurías”, apuntan. Pero te quedas con lo de “El dinero todo lo puede” cuando entras en la iglesia y te enfrentas a su locura de molduras cubiertas de pan de oro, a sus ángeles, gallos, teas que son brazos, uvas oscuras e imágenes con pieles distintas.
Un grupo de 'baianas' en el casco antiguo de Salvador
Getty Images/iStockphotoUn muchacho me ata una cinta en la muñeca con la inscripción de “Lembraça do Senhor do Bonfim”. Tres nudos, cada nudo un deseo. El color de la cinta remite a los distintos orixás o deidades de la religión yoruba: el verde del cazador Oxossí, el azul del mar de Iemanjá, el rojo del fuego de Xangô…
Y por fin alcanzo la plaza, o largo, del Pelourinho (que era la picota donde se castigaba a los esclavos rebeldes). La hermandad negra levantó allí la iglesia del Rosario dos Pretos, de interior austero y oscuro, con santos africanos y oferta para asistir a una ceremonia de candomblé, el culto a los orixás.
Lee tambiénEs en este largo donde tiene su sede la Casa de Jorge Amado. Exhibe las medallas del escritor y cuenta con un café y, sobre todo, con sus libros. Entre sus páginas, tantos personajes, y milagros, y recetas... Yo caté unas cuantas, siempre con el mar como música de fondo: bobo de camarão, acarajé, moqueca de peixe. En cada bocado, se degusta Baía, “donde esta y otras cosas mágicas suceden sin que nadie se asombre”.
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