Mientras haya armas y dinero, el crimen en México no tiene freno

Se encontraron en la calle dos vedettes que hacía algún tiempo no se veían. Una de ellas había echado carnes, sobre todo en la parte posterior. La miró muy bien la otra y le dijo con intención aviesa: “Estoy viendo, Nalgarina, que has ampliado tu negocio”... El gerente del banco salió de su despacho a la calle, y un pordiosero le pidió unas monedas de limosna. El banquero, que iba de prisa, le dijo: “Le daré algo a mi regreso”. “Perdone –replicó el pedigüeño–. No fío”... El señor, inquieto porque era ya la medianoche y el novio de su hija no se despedía, se asomó por el barandal del segundo piso y preguntó: “Rosilí: ¿está ahí Leovigildo?”. “Todavía no, papi –respondió la muchacha con agitada voz–. Pero ya está cerca”... Ovonio era un holgazán. Lo digo sin faltar a la caridad cristiana ni a la buena educación. En toda su vida no juntaba un turno de ocho horas de trabajo. Sin embargo, cada semana compraba un billete de lotería, pensando hacerse rico. No conocía los aleccionadores versos que venían en “Poco a poco”, mi libro de lectura de segundo año de primaria: “De la suerte nunca esperes, ni dinero ni ventura. Trabaja, niño, si quieres ser dueño de una fortuna”. Una noche Ovonio soñó que tenía grabado en cada pompa un 7. Compró el billete número 77. Salió premiado el 707... Don Cucoldo entró en su casa y sorprendió a su mujer haciendo cosas de voluptuosidad con un individuo de muy baja estatura. “¡Ah, mujer! –le reclamó con dramático acento–. ¡Y hace apenas una semana te encontré con un sujeto que medía dos metros”. Respondió la mujer: “Eso te probará que le estoy bajando”... Don Martiriano, el abnegado esposo de doña Jodoncia, se rindió por fin ante las repetidas instancias de su mujer, que le exigía ir a ver al dentista. “Pero la odontóloga ha de ser mujer” –se atrevió a condicionar don Martiriano–. “¿Por qué?” –preguntó con acritud doña Jodoncia–. Explicó don Martiriano: “Porque quiero que aunque sea por una sola vez una mujer me diga: ‘Abra la boca, por favor’, en vez de: ‘Cierra el hocico’”... Se necesitaría una tragedia de grandes proporciones para hacer que en Estados Unidos se prohibiera la venta de armas. Su uso es cosa común para los norteamericanos, y muchos consideran que comprar armas, y tenerlas, es parte de su libertad, de sus derechos básicos. No esperemos, pues, un milagro a ese respecto. Tampoco esperemos que desaparezca la corrupción en las aduanas mexicanas. Ese sería un milagro aún mayor. El poder de los grupos criminales de nuestro país deriva en buena parte de su dinero y de sus armas. Si se les estorbara conseguir y usar esos dos importantes elementos se haría más difícil su ilícita actividad... Dos amigos veían en la tele una película de ambiente judicial. Comentó uno: “Yo no creo en la eficacia de esas máquinas detectoras de mentiras”. “Yo sí –afirmó el otro–. Estoy casado con una”... Rosilí, muchacha soltera, comunicó en su casa que se hallaba en estado de buena esperanza, o sea embarazada. “¡Cómo!” –exclamó su mamá, consternada–. Intervino el papá de Rosilí. “No hagamos preguntas tontas –dijo–. Ya sabemos cómo. Lo que nos interesa saber es de quién”... Un anciano y su joven nieto fueron de viaje, y en un motel de la carretera hubieron de compartir la misma cama. A horas de la madrugada el viejito empieza a gritar: “¡Milagro! ¡Milagro! ¡Tráiganme una mujer! ¡Pronto! ¡Quiero hacer el amor!”. “Abuelo –le dijo el muchacho–. No puedes hacer el amor por tres razones. La primera, porque ya pasas de los 90 años de edad. La segunda, porque padeces debilidad de corazón, y tu médico dice que no debes hacer ningún esfuerzo. Y la tercera porque lo que tienes en la mano es mío, no tuyo”... (No le entendí)... FIN.
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