'O no ser': la cuestión del suicidio en la filosofía
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Lo contó él mismo. Una vez, después de una conferencia, un joven se acercó a Jean Améry y le preguntó: “¿Por qué ha escrito usted ese libro sobre la muerte voluntaria y cuál es el verdadero motivo por el que no se ha quitado usted la vida?”. El autor de Levantar la mano sobre uno mismo respondió: “Un poco de paciencia”. No dijo ninguna mentira el escritor austriaco que había sobrevivido a la tortura y a los campos de concentración nazis. El 17 de octubre de 1978 lo dispuso todo minuciosamente en la habitación de un hotel de Salzburgo, redactó cartas de despedida, pagó las cuentas e ingirió una cantidad suficiente de pastillas. A su mujer, Maria, le escribió: “Queridísima ante la que me arrodillo mientras muero. Estoy de camino hacia la libertad. No es fácil, pese a todo, la liberación”.
Lo tiene todo esa declaración: muerte, vida y sentido de la misma, libertad y amor o relación con los demás. Todos los grandes temas de la filosofía caben en ese arco. Con razón escribió Albert Camus que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”. Ante la muerte voluntaria se arraciman los principales asuntos que los pensadores de todas las épocas han tratado en sus sistemas hasta el punto de que las posturas diversas ante ella son capaces de componer una particular historia de la filosofía. Particular, sí, pero muy significativa porque esta cuestión no es una cuestión cualquiera, es donde las teorías de cada corriente filosófica se la juegan. Por eso,
Al cuidado del escritor, editor y filósofo Oriol Ponsatí-Murlà, este volumen reúne los trabajos de 30 pensadores —29 y Madame de Staël— desde Aristóteles, Cicerón y San Agustín hasta Cioran, Camus y Foucault, pasando por Montaigne, Spinoza, Marx o Durkheim, entre otros. El itinerario intelectual propuesto, deliberadamente amplio, trata de proporcionar una instantánea tan plural como rigurosa de un problema que ha perseguido a la humanidad desde sus orígenes. Eso queda claramente probado por esta antología en crudo que va… ¡a los propios textos!, se podría decir versionando a los fenomenólogos. No hay lugar aquí para juicios morales: ni apología ni condena caben en un libro que tiene la virtud de traer los textos sin explicación, sin mensaje: la mera yuxtaposición es el mensaje. Eso tampoco es óbice para que el compilador introduzca una aportación interesante en la introducción que convierte a esta, más que en un texto de presentación al uso, en la contribución número 31 del libro.
Salir del armario, acabar en la cómodaDice, denuncia Ponsatí-Murlà en las primeras páginas del libro que el suicidio, oculto u ocultado “durante décadas como algo entre vergonzoso, pecaminoso y ominoso” ha salido finalmente del gran armario. En la actualidad se ha consumado un cambio de signo que hace que se pueda, y se deba, hablar de cifras, casos… Se hace y se hace con profusión. Ha pasado a ser, en cierto modo, el elefante en la cacharrería que allí está en el centro del discurso para que nadie le haga caso. ¿Por qué? Ha encontrado acomodo en la esfera de la psicología, la psiquiatría y de “otros sanadores del individuo enfermo que una maternal (o paternal) sociedad pretende proteger y reconducir hacia la saludable normalidad”. Es como si el suicidio hubiera salido del armario, sí, para ir a parar a los cajones de la cómoda de la salud mental. Y ahí reposa plácidamente.
Pone un ejemplo extraído de la Ley 3/2021 que regula la eutanasia. Se fija en la supresión de la palabra en cuestión en expresiones como suicidio asistido o ayuda al suicidio. Todo “es convertido en una modalidad de la eutanasia, perfectamente prevista, descrita y regulada, pero que en ningún momento es llamada suicidio”. Lo chocante de la operación es que las atronadoras cuestiones que han ocupado y atormentado a pensadores de todos los siglos —¿hasta cuándo, hasta dónde, soy dueño mi vida?, ¿es la muerte infligida el límite de mi libertad?, ¿atañe solo a uno mismo o tienen los demás, la sociedad, algo que decir?— quedan arrumbadas en el cerco del bienestar emocional o la salud mental: perfecto para que solo se ocupen de estos asuntos los de un gremio (o dos) cuando el contenido de las preguntas seriamente planteadas y consideradas interpelan y sacuden a todas, a cada persona.
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Que el suicidio no se piensa, porque incómodo, sino que se evalúa, porque calma, es la denuncia que resuena en las palabras iniciales de las obra y en las últimas, en las del psiquiatra de origen húngaro Thomas Szasz que escribió: “La visión de que el suicidio es una manifestación de enfermedad mental es presentada como si fuera no solamente verdadera sino beneficiosa tanto para los pacientes como para la población general”. 24 siglos de reflexión filosófica radical median entre la introducción de
Dice la RAE que un estoico es alguien “fuerte, ecuánime ante la desgracia”. Ofrece sinónimos: “firme, sereno, impasible, imperturbable, entero”. Es una definición pegada a los tiempos, a la filosofía de oídas, porque, ¿qué hace un estoico? En Cartas a Lucilio, uno de los jefes de esa doctrina, Séneca, describe la vida como una travesía y afirma de la muerte que es un puerto al que hay que dirigirse, no evitarlo. “Como sabes —le interpela—, no siempre hay que aferrarse a la vida, pues lo bueno no es vivir, sino vivir bien”. Para quienes crean firmemente que estoicismo significa aguantarlo todo… estoicamente, error: los estoicos están enamorados de la razón para guiarles en el caos, apuestan todo a esa carta para comprender el mundo, controlar las emociones y actuar de acuerdo a lo anterior. “La ley eterna no ha hecho cosa mejor que darnos una sola entrada hacia la vida y muchas salidas […]. Una sola cosa nos impide quejarnos de la vida: no retiene a nadie”, recuerda Séneca.
Por eso, quizá, cuando Nerón decretó su muerte, el cordobés decidió anticiparse y protagonizó un rocambolesco suicidio. Se cortó brazos y piernas y no funcionó. Bebió la cicuta y tardaba en actuar. Al final murió asfixiado, asmático como era, por los vapores de un baño caliente. En el referido texto que encontramos en
No hay sorpresas, sin embargo, en lo que concierne a Agustín de Hipona y Tomás de Aquino. Comparecen aquí como filósofos, con sus nombres no acompañados de la marca de santidad, pero la lleven o no está, sus teorías y argumentaciones fueron capitales para erigir sobre ellas la doctrina católica, que no ha variado mucho. Quien se mata a sí mismo no elige el descanso ni ningún bien, solo la nada; es un homicida y no atiende el mandamiento de “no matarás”; añade otro crimen a lo que haya podido hacer de malo (es decir, no redime de nada) ni exculpa del daño sufrido… Esto se dirigía muy particularmente a las mujeres violadas, porque la castidad “es un bien del espíritu, no se pierde ni aun con la violencia del cuerpo”, escribe Agustín de Hipona en
Aquino y su propuesta didáctica en la Suma teológica fue directo al grano: el suicidio va contra la inclinación natural, hace injuria a la comunidad y, además, la vida es un don divino. Añadió que impide su propia expiación por penitencia y ante casos como el de Razías, del que da cuenta el Antiguo Testamento, “no es verdadera fortaleza, sino más bien, cierta flojera del alma”.
El capítulo más vinculado a la religión se cierra con la propuesta de John Donne, el clérigo que nacido en una familia católica se reconvirtió al anglicanismo y fue ordenado en 1615. Hace aportes interesantes en su
“Es evidente que nuestro instinto de conservación, natural en todos los hombres así como en todas las criaturas, proviene del Creador”. De lo que se sigue que “todo aquel que actúe en contra de este instinto natural está actuando en contra de la voluntad del Creador”. Lo podrían firmar tranquilamente los filósofos santos del epígrafe anterior, pero es la Enciclopedia en su voz, “suicidio” atribuida a Diderot. El artículo comienza su exposición dando cuatro razones por las que el suicidio va en contra de la naturaleza, examina casos y ejemplos en una especie de historia acelerada del suicidio y le presta gran atención a las tesis de Donne. Finaliza con un “estado de la cuestión” gracias al cual nos enteramos de que en la época se condenaban fieramente todos los casos de suicidio “salvo aquellos cometidos bajo una alienación mental clara”. Al culpable se le negaba el entierro y si hubiera estado ya enterrado, se ordenaba su exhumación: “la justicia prescribe que el cadáver sea arrastrado por un carro, colgado de los pies y expuesto en la vía pública”. Anteriormente los bienes del suicida quedaban confiscados también, pero “de acuerdo con la nueva jurisprudencia, esta pena ya no tiene lugar”.
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Voltaire, en la línea del artículo enciclopédico, muestra interés científico y antropológico y llama la atención sobre un punto novedoso: el papel de la “moda”. Lo compara con la costumbre del duelo o con la muerte por decapitación. No es que los franceses —cita algunos nombres— fueran menos valerosos que los romanos. “La verdadera razón era que entonces en París no estaba de moda suicidarse en esos casos. Esta moda se estableció en Roma”.
Lo que Rousseau pensaba del suicidio lo integró en las cartas que componen su obra
La ilustrada Madame de Staël se posiciona muy firmemente contra el suicidio. “Lo que caracteriza la verdadera dignidad moral del hombre es la abnegación”, escribió. Habla de conciencia como de conocimiento del deber, por contraposición al instinto, y del deber como “sacrificio de sí mismo a los demás”. Su ejemplo es el de Tomás Moro que sacrificó todas las satisfacciones al sentido del deber y la conciencia.
El suicidio al servicio de la teoría Los pensadores que engendraron sistemas filosóficos totales no solo no dejaron de tratar el suicidio sino que le hicieron hueco en ellos. Si el edificio teórico de Schopenhauer se asienta sobre en esa fuerza irracional, ciega e inconsciente que subyace a toda la realidad y que es la voluntad —protagonista de su obra
Marx se acerca al hecho social con alma de científico materialista. Comienza metiéndose con Madame de Staël por tratarlo de antinatural y constata que dado el número de suicidios “está en la naturaleza de nuestra sociedad generarlos”. A la hora de justificar las causas invierte los términos clásicos: la responsabilidad frente a la sociedad no sería un elemento disuasorio sino al contrario, si hay que buscar culpable, lo son las personas que se quedan, ya que “no existe siquiera un individuo merecedor de que se permaneciera vivo por él”. Responsable es por tanto una sociedad, cuyas relaciones son creadas “de arriba hacia abajo; y el suicidio no es más que uno de los mil y un síntomas de esta lucha social, hoy evidente, donde tantos combatientes se retiran porque están cansados de encontrase entre sus víctimas”.
Siguiendo el camino abierto por Marx, Émile Durkheim escribió uno de los libros canónicos sobre el tema, abundando en la intencionalidad del acto: no es lo mismo “la muerte de un enajenado que se precipita desde una ventana alta porque cree que está a ras del suelo y la del hombre sano de espíritu que se mata sabiendo lo que hace”. Tampoco faltan los conocidos Cioran, que dedicó buena parte de su obra a reflexionar y escribir sobre la muerte voluntaria, y Albert Camus, con la frase ya comentada incluida en
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Entre la nómina de autores contemporáneos merece la pena fijarse en el no tan conocido Paul-Ludwig Landsberg. Fue un filósofo nacido en una familia judía, bautizado como protestante y que finalmente se convirtió al catolicismo. Su punto de vista renueva las tesis de este. Se fija —me impresiona, dice él— que de todas las morales existentes, solo la cristiana sea “estrictamente hablando, la única que se pone al suicidio de manera absoluta”. E intenta comprenderlo echando mano del “escándalo y la paradoja de la cruz”, del misterio del sufrimiento. Dios es padre, no es amo, recuerda Landsberg y “si nos hace sufrir, es por nuestra salvación”. Así elabora una especie de podio y arriba de todo sitúa a los mártires cristianos: “La inmensa mayoría de la humanidad está moralmente por debajo de los estoicos. El cristiano mártir está por encima […]. El héroe, dueño de su muerte, está por encima de la masa cobarde y esclavos. El santo es una especie de suprahéroe específicamente cristiano”.
Spinoza, Hume, Hegel o Nietzsche… Faltan en esta alineación nombres poderosos en la reflexión sobre el suicidio cuyas tesis se recogen también en
El Confidencial