Así usa Donald Trump la arquitectura para transmitir su visión de Estados Unidos
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Si pudiéramos sentar alrededor de una mesa a Silvio Berlusconi, Le Corbusier, Cosimo de Mediciy Oscar Niemeyer, ¿de qué hablarían? Pues seguramente de lo que, de forma consciente o inconsciente, los une a pesar de los siglos y las ideologías: la creencia de que la arquitectura no es solo construir casas, catedrales o ciudades, sino también sociedades, naciones e identidades. También podrían hablar de su determinación a la hora de explotar ese potencial constructor. Cada uno, desde su punto de vista, pondría acentos particulares en distintas cuestiones. Es probable que Niemeyer intentará situar el foco en una arquitectura social, mientras el Cavaliere destacaría su impulso empresarial. Me imagino a Cosimo, sorprendido, reprochándole a su compatriota que la arquitectura es una forma de arte y que, como tal, ha de ser creada con la misma atención y el mismo cuidado que cualquier otra disciplina artística, impactando además en lo público. Le Corbusier, fumando su pipa, sorprendería al florentino afirmando que sus palacios llenos de ornamentos solo sirven para distraer a las máquinas de habitar de su función principal. La arquitectura es mejor si es eficiente, podría sentenciar.
La conversación se alargaría durante horas y quizá surgirían puntos de acuerdo. A pesar de obras y trayectorias diferentes —incluso opuestas— podrían confluir en la idea de que la arquitectura, si eres listo, da poder. En los últimos siglos, los políticos han jugado a ser arquitectos y los arquitectos se han lanzado a los brazos del poder para ejecutar sus ideas. Dos mundos aparentemente alejados han trabajado juntos para planificar nuestras ciudades, construir los edificios en los que trabajamos o diseñar las plazas en las que pasamos las tardes. En muchos casos, ni la arquitectura ni el poder podrían haber llegado donde han llegado el uno sin el otro. El propósito de este libro es recorrer la historia de esta relación y reflexionar sobre su evolución hasta nuestros días, cuando el poder sigue bailando con la arquitectura, y preguntarnos qué le pedimos a ese tándem tan bien avenido.
La arquitectura no es solo construir casas, catedrales o ciudades, sino también sociedades, naciones e identidades
De la misma manera que, especialmente a partir de las revoluciones liberales, hemos exigido derechos, instaurando democracias y limitando los poderes del Estado, debemos preguntarnos si no va siendo hora también de reclamar una relación diferente con la arquitectura. Sabemos que se han diseñado estilos para atemorizar, que se han construido catedrales para intimidar y que se ha utilizado el urbanismo para guiar nuestras vidas. Tenemos claros los límites que queremos para el poder político, el económico y el religioso, pero dedicamos poco tiempo a reflexionar sobre el poder que queremos concederle a la arquitectura que configura nuestro entorno físico más inmediato. Si hemos exigido a la política herramientas para ser mejores ciudadanos, debemos mirar a la arquitectura y al diseño y hacer lo mismo.
El 20 de enero de 2025, el mismo día en que Donald Trump era investido presidente de los Estados Unidos de América, se aprobaron un conjunto de órdenes presidenciales con las cuestiones prioritarias para la nueva administración. Entre ellas se encontraba la Promoting Beautiful Federal Civic Architecture, que manifestaba que "los edificios públicos federales deben ser visualmente identificables como edificios cívicos y respetar la herencia arquitectónica regional, tradicional y clásica, con el fin de embellecer los espacios públicos y enaltecer tanto a Estados Unidos como a nuestro sistema de autogobierno". Lo que Trump pretende es, en definitiva, apartar la arquitectura moderna y recuperar la clásica. Quiere fijar, a través de la arquitectura, una visión muy concreta de la historia del país. Pretende "respetar la herencia arquitectónica regional, tradicional y clásica" o, en otras palabras, impulsar la arquitectura neoclásica, como si el Imperio romano o la Grecia antigua hubieran renacido dentro de sus fronteras. Cuando el país consiguió su independencia, el 4 de julio de 1776, Europa estaba recuperando los ideales clásicos en el arte y en la arquitectura. Esa influencia llegó a Estados Unidos cuando se tuvieron que construir, literalmente, las instituciones del país: el Capitolio o la Casa Blanca, obras de arquitectos de origen francés, irlandés o estadounidense, ejemplos todos neoclásicos. Así, la independencia institucional estuvo acompañada de un fuerte vínculo cultural con el continente. Nada sorprendente puesto que Estados Unidos es un país construido y levantado también por hijos de irlandeses, italianos, ingleses, etc. Trump habla tres siglos después de respetar la "herencia arquitectónica" para crear y consolidar un vínculo cultural concreto, válido como cualquier otro, pero vinculando ideas de forma extraña. Si el presidente sintiera de verdad la necesidad de impulsar una arquitectura regional, podría revisar la historia del territorio que ocupa su nación. Aunque, seguramente, lo que encontraría no le serviría. Muchos grandes líderes se han presentado como grandes patriotas manipulando la idea de arquitectura "históricamente vinculada a su territorio". Lo que no es tan habitual es ver esta actitud tan descarada en un contexto democrático. Veremos más adelante cómo resolvieron Stalin o Hitler ese dilema.
Sobre el autor y el libro
Sergi Miquel Valentí es diseñador industrial y vicepresidente de ADI-FAD. Desde 2015 hasta 2019 fue miembro del Congreso de los Diputados. Actualmente trabaja en proyectos de desarrollo urbanístico y nuevas ciudades en Oriente Medio.
En su libro Arquitectura y poder (Arpa) analiza cómo desde las pirámides egipcias hasta los rascacielos de Manhattan, desde la Roma imperial hasta Trump, la arquitectura ha sido siempre mucho más que una cuestión estética: ha sido una herramienta de poder. Hoy, ese poder ya no se exhibe como antes. Se camufla en oficinas anodinas, barrios gentrificados y templos casi invisibles. Pero sigue modelando nuestra vida cotidiana, nuestra memoria colectiva y nuestra forma de habitar el mundo. Sergi Miquel Valentí recorre en Arquitectura y poder las grandes gestas arquitectónicas de la historia para mostrar cómo el espacio urbano y el poder político, económico y religioso han ido siempre de la mano.
La relación entre arquitectura, poder e identidad tiene miles de años, pues los humanos buscamos instintivamente refugiarnos en un nosotros que puede adquirir muchas formas. Un nosotros genera siempre un ellos; la necesidad de formar parte de algo más grande es incluso anterior a todas las civilizaciones que conocemos. A veces ha sido una tribu, otras una religión. Hoy podemos encontrar sentimientos de pertenencia a escala continental. Entre construir una identidad en un club privado con mil socios y sentirse parte de la sociedad occidental existen un sinfín de escalones de diferentes dimensiones que permiten a cada uno encontrar su lugar. Según Aristóteles: la razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza, como decimos, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. […] La palabra es para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio del hombre frente a los demás animales: poseer, él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, y de los demás valores, y la participación comunitaria de estas cosas constituye la casa y la ciudad.
La razón por la cual el hombre es un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier animal gregario, es evidente: la naturaleza
Gracias a la ciencia sabemos algo que no sabía Aristóteles: no somos los únicos animales que nos comunicamos. Pero si en algo tenía razón el filósofo es que la palabra nos ha permitido llegar a lo que somos hoy. Sin embargo, ¿qué tiene que ver la palabra con lo que pretende abordar este libro? Mucho más de lo que parece a simple vista.
La comunicación entre miembros de la especie y la revolución cognitiva cambiaron el rumbo de los Homo sapiens hace setenta mil años; aparece con los mitos o las creencias. Con un imaginario colectivo que permitió construir grupos más grandes unidos bajo una idea. Nuestros antepasados solo conocían lo que veían: animales, colegas, árboles, ríos… y esto limitaba su capacidad de conocer y relacionarse con los demás. Pero, de repente, alguien introduce en una tribu un mito, una creencia, una construcción artificial que supera lo material. Surge la idea de creer en algo que no se puede ni tocar ni ver. Los mitos fueron primero de orden religioso o espiritual, luego, locales, nacionales. El sentimiento de pertenencia de un espartano o el "Make America Great Again".
Crear un vínculo entre aquellos que creen o sienten lo mismo favoreció el crecimiento de los grupos, al reconocer se como miembros de la misma unidad sin necesitar conocerse. Hoy no importa que diez miembros al azar de la Iglesia católica estén separados por miles de kilómetros e ignoren sus nombres. Forman parte de una comunidad, puesto que están unidos por una fe que los vincula. De igual manera, dos ciudadanos de la misma nación no necesitan conocer se para defender conjuntamente lo que consideran su territorio, su cultura o sus intereses.
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La expansión de esta revolución permitió la creación de comunidades que se han mantenido, en algunos casos, durante siglos. Con el paso de los siglos se ampliaron las ideas, el apoyo material para las identidades, y la construcción de símbolos que las representaban: cruces, estrellas, escudos, etc. Símbolos de Estados, regiones, colectivos o equipos de fútbol. Las primeras banderas servían para identificar a cada uno de los bandos de los ejércitos en las batallas o para acompañar los desfiles de personajes importantes. Con la aparición de los Estados-nación en Europa, aparece la necesidad de buscar una representación superior a los escu dos de las familias que habían ostentado el poder. La búsqueda de esta identidad visual colectiva se convierte en un ejercicio de branding a gran escala para conseguir que los ciudadanos se vinculen a una paleta de colores y unas formas geométricas concretas.
Una identidad visual colectiva ayuda a la reafirmación del grupo, sea este de la categoría que sea. Es difícil explicar si en el campo de las identidades lo material blinda la importancia de las identidades en el contexto de nuestras sociedades o si los símbolos son importantes en la medida que lo son también nuestras identidades. Sin embargo, incluso en las sociedades contemporáneas, sigue vigente la necesidad de reivindicar identidades colectivas a distintas escalas. La Unión Europea es un claro ejemplo: estamos dispuestos a trabajar para difuminar las fronteras económicas o de tránsito, pero no cedemos ni un milímetro cuando se trata de disolver los elementos que nos definen como Estado o como grupo.
Amin Maalouf escribió al respecto, en su ensayo Identidades asesinas, que "si afirmamos con tanta pasión nuestras diferencias es precisamente porque somos cada vez menos diferentes. Porque, a pesar de nuestros conflictos, de nuestros seculares enfrentamientos, cada día que pasa reduce un poco más nuestras diferencias y aumenta un poco más nuestras similitudes". Francesc Muñoz, introduciendo el libro De lo extravagante a lo esencial de Llàtzer Moix, señala que "una de las definiciones sin duda más sugerentes de la arquitectura es aquella que se refiere a su capacidad para comunicar sentido colectivo. Es decir, sus propiedades como máquina efectiva de producción y comunicación de identidad, referida a la comunidad que habita un territorio". Comparto una anécdota para completar la reflexión: la sorpresa que sentí cuando, en un viaje a Azerbaiyán, me fijé en el sello con el que marcan tu pasaporte al cruzar la frontera. Debajo de la fecha de entrada en el país, estampa el dibujo del Centro Cultural Heydar Aliyev, que se encuentra en su capital, Bakú, y que es obra de la arquitecta Zaha Hadid. El edificio estaba en mi ruta de viaje, puesto que se ha convertido en un icono de la arquitectura contemporánea por las formas orgánicas características de Hadid. La arquitecta, que murió en 2016, era de origen iraquí, y pasó parte de su vida en Reino Unido. El estilo del edificio no es propio de Azerbaiyán, ni los materiales utilizados tampoco son locales. Entonces, ¿cómo una exre pública soviética singulariza un edificio completamente desvinculado de su identidad? ¿Acaso no tienen elementos que los representen mejor que un edificio inaugurado en 2012, diseñado por una arquitecta extranjera y con una morfología ajena a su cultura?
La conclusión a la que llegué es que, después de su independencia, hace poco más de treinta años, Azerbaiyán necesitaba construir una identidad nueva. El gas y el petróleo habían disparado la economía, y el país, liberado del socialismo, quería jugar un papel internacional relevante. Encontró en la arquitectura una forma de expresarlo. El skyline de Bakú había cambiado radicalmente con la incorporación de grandes torres y edificios, dando una inevitable sensación de transición entre dos mundos. En ese proceso de transformación, Zaha Hadid se había convertido en un elemento sobre el que proyectar los valores de una sociedad moderna, de comunicar una aspiración colectiva.
Por esa senda va a transitar este libro: de qué manera se ha utilizado la arquitectura para representar en el campo de lo material determinadas ideas, transmitir valores, trasladar mensajes o condicionar a los ciudadanos, y cómo nos va a condicionar en el futuro. Los casos seleccionados responden bien a su interés y su peso en la historia, o bien a su singularidad, que nos permite entender algo nuevo. Es posible que el lector identifique una sobrerrepresentación de la península itálica en el texto. Le chiedo scusa. He sentido durante años, y sigo sintiendo hoy, una fascinación por ese país, que me ha llevado a estudiarlo y conocerlo.
El Confidencial