Bayreuth: amarás a Wagner con los ojos cerrados
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Por lo que uno alcanza a comprender, ya no se acude al Festival de Bayreuth para experimentar una catarsis estética ni para entregarse, como hacían los antiguos, a la embriaguez de Wagner. Se acude para aprender. Para ser reeducado. Para recibir, con toda la solemnidad que exige el caso, una lección de compostaje emocional y colapso ecológico. Unas nociones de feminismo. Una conciencia solidaria con los pecados del mundo. La música permanece, sí, pero como si flotara —culpable, desorientada— en un vertedero conceptual. Y como si la escena conspirara contra ella.
No termina de conseguirlo porque la presente edición del Festival de Bayreuth ha entregado las llaves del foso a hechiceros de enjundia y categoría. Daniele Gatti redimió Los maestros cantores, Semyon Bychkov preservó el misterio sonoro de Tristán y Christian Thielemann ha puesto en juego su idiosincrasia wagneriana para rescatar Lohengrin del panfleto antimachista.
Wagner sigue sonando en el abismo místico, pero lo hace como si no le correspondiera el tiempo que habita. Su música resiste, no porque sea invulnerable, sino porque ya ha sobrevivido a todo. Revoluciones, dictaduras, producciones conceptuales. La de este año es solo una más, aunque resulta especialmente insípida. No por lo que omite, sino por lo que impone.
Y ahí conviene detenerse. No es la modernización lo que empobrece a Wagner. Tampoco el atrevimiento. Es el presentismo. La necesidad obsesiva de interpretar cada obra como si hubiera sido escrita esta mañana, con vocación de editorial urgente y pedagogía correctora. El arte ya no puede sugerir. Debe enseñar. No emocionar, sino informar. Se ha renunciado al enigma, al símbolo, al exceso, en favor de una claridad moral que termina por vaciarlo todo. Como si el espectador ya no fuera capaz de sentir sin ser guiado por la mano.
La música de Wagner resiste, no porque sea invulnerable, sino porque ha sobrevivido a todo
Hubiera sido mejor venir a la Colina Verde con los ojos cerrados. Y encomendarse a la emanación del foso, al sonido telúrico y a la competencia de los cantantes. Incluido Piotr Becazala, feliz artífice de Lohengrin por encima del desconcierto dramatúrgico de Yuval Sharon.
El regisseur estadounidense se presentó en Bayreuth como quien llega tarde a una fiesta de disfraces y descubre que el tema de la velada ha cambiado. Aceptó sustituir al director de escena lituano Alvis Hermanis cuando ya había decorados pintados, trajes cortados y hasta un Lohengrin vestido de electricista. En teoría, Sharon iba a insuflar una lectura política, moderna, incluso feminista. En la práctica, tuvo que adaptarse al cromatismo azulado de Neo Rauch y Rosa Loy, una pareja de artistas alemanes que parecen haber sido contratados por Pantone y que tiranizan la dramaturgia.
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El resultado fue una de esas producciones en las que todo parece tener sentido… para no se sabe cuál. El escenario recordaba a un álbum ilustrado por William Blake en un mal día. Los personajes vestían de azul. Las pelucas eran azules. Las alas de insecto eran azules. Lohengrin apareció uniformado de técnico de mantenimiento con vocación evangélica. Y en vez de cisne, trajo una chispa. El mensaje es este, o eso parece: la electricidad es la metáfora del progreso frente al oscurantismo feudal de las antorchas. O sea.
En lo musical, sin embargo, hubo algo verdadero. Algo incluso conmovedor. Christian Thielemann dirigía en casa. No en el sentido literal —aunque también— sino en el más íntimo: Bayreuth es su patria sentimental, su tierra prometida, el lugar donde ha construido una forma de entender a Wagner que es profundamente suya. Aquí no necesita justificar nada. Aquí no interpreta: recuerda.
Y esa memoria se traduce en una batuta fluida, flexible, pero minuciosa. El preludio fue un milagro de transparencia: apenas un suspiro orquestal que, en vez de aludir a la epopeya remota del Grial, parecía describir una nostalgia cercana. En el dúo de amor del tercer acto, el sonido se volvió “tristanesco” casi sensual, como si Lohengrin y Elsa no estuvieran a punto de separarse, sino de reconocerse en una última tregua.
El escenario recordaba a un álbum ilustrado por William Blake en un mal día
Thielemann no necesita dramatizar lo que ya es drama. Prefiere las texturas, los colores ocultos, los silencios largos. Sabe cuándo dejar respirar a los cantantes y cuándo envolverlos con la orquesta. No manda. Sostiene. No exhibe. Protege. No se impone. Está.
Y en ese estar —tan poco americano, por cierto— reside gran parte de la emoción de esta velada. La dirección de Thielemann fue el verdadero contrapeso a una producción escénica que, por momentos, parecía escrita por un comité de decoradores lisérgicos.
El tenor polaco Piotr Beczala, ya decimos, cantó con elegancia y dulzura. Más que un Lohengrin épico, ofreció un Lohengrin arrepentido. Su In fernem Land fue menos una revelación que una excusa. Elza van den Heever, etérea y bien afinada, encarnó a una Elsa más bien al margen del conflicto. Y Mina-Elsa Varela, en cambio, quiso hacerse notar en Bayreuth. Su Ortrud, con alas de insecto y mirada criminal, era una mezcla de Maléfica y ministra de Interior.
El mensaje político que Sharon pretendía sembrar —la rebelión de Elsa, el patriarcado como estructura opresiva, la mochila naranja como símbolo de liberación— no terminó de germinar. Quizá porque no podía. Wagner no facilita la disidencia. Lo femenino en su obra nunca escapa del hechizo. Y el intento de convertir a Ortrud en una heroína ilustrada resultó tan forzado como vestir a Lohengrin de electricista sindicalista.
El Confidencial