Conquistar el cielo o morir en el intento: breve historia de los vuelos supersónicos
%3Aformat(jpg)%3Aquality(99)%3Awatermark(f.elconfidencial.com%2Ffile%2Fbae%2Feea%2Ffde%2Fbaeeeafde1b3229287b0c008f7602058.png%2C0%2C275%2C1)%2Ff.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fcde%2Fae0%2Fa31%2Fcdeae0a31186ff20cdcdc07b440383fe.jpg&w=1920&q=100)
El 17 de diciembre de 1903, sobre la playa arenosa de Kitty Hawk, en Carolina del Norte, Wilbur Wright fue testigo de cómo su hermano Orville llevaba a cabo el primer vuelo propulsado —casi más un salto que un vuelo—: treinta y seis metros que duraron doce segundos. Más tarde consiguieron completar otros tres vuelos cortos en distintas ubicaciones. El último, y también el más largo, duró cincuenta y nueve segundos. Pero, sorprendentemente, tendrían que pasar casi cuatro años antes de que nadie más consiguiera hacer volar una máquina más pesada que el aire durante más de un minuto. Así fueron los comienzos del vuelo a motor durante la primera década del siglo XX, y quizá nada ilustre mejor la velocidad posterior de los avances de la aviación que un hecho: cuarenta años después de ese primer avance, los ingenieros aeronáuticos ya empezaban a pensar seriamente en diseñar un avión mucho más rápido que el sonido, con el objetivo de que los viajes entre Europa y Estados Unidos durasen menos tiempo que el que va desde un desayuno a una comida temprana.
Los motores de combustión interna alternativos (de pistón) que hacían girar las hélices de las aeronaves dominaron la aviación comercial hasta finales de los años cincuenta, pero en 1943 tanto el Reino Unido como Alemania se preparaban para desplegar sus primeros cazas a reacción (el Gloster Meteor y el Messerschmitt 262, respectivamente, siendo los alemanes los primeros en entrar en combate) propulsados por turborreactores, esto es, turbinas a gas de combustión continua. Mientras que el Mustang, el caza estadounidense de hélice con más éxito, podía alcanzar unos 630 kilómetros por hora y el Supermarine Spitfire británico algo por debajo de los 600 kilómetros por hora, las velocidades máximas de los dos cazas a reacción pioneros, 970 kilómetros por hora y 900 kilómetros por hora, se aproximaban ya a la velocidad del sonido. En aeronáutica, el número Mach (llamado así por el físico alemán Ernst Mach) es la relación que existe entre la velocidad del objeto y la velocidad del sonido. A nivel del mar (y a 20°C), el sonido viaja a 340 m/s, o unos 1.224 kilómetros por hora. La velocidad del sonido disminuye ligeramente con la altitud: a 11 kilómetros sobre el nivel del mar, una altitud de crucero típica para los aviones de pasajeros, es de unos 295 m/s o 1.063 kilómetros por hora, y por lo tanto un Boeing 787 volando a 903 kilómetros por hora volará a M 0,85. Todas las velocidades de M < 1 son subsónicas. "Transónico" es el término utilizado para la velocidad en las proximidades de M, y el rango supersónico es 1 < M < 3.
Dado que los primeros cazas a reacción eran casi transónicos, parecía inevitable que el M1 fuera superado en cuanto se dispusiera de motores más avanzados y fuselajes más eficientes, y que estos avances se trasladaran de los aviones militares a los comerciales. Realmente, eso es lo
El 14 de octubre de 1947, Chuck Yeager pilotó el avión cohete X-1 a una velocidad superior a la del sonido, y los cazas y bombarderos transónicos no tardaron en incorporarse a las flotas de las fuerzas aéreas de Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética. El primer avión comercial a reacción, el malogrado British Comet (cuyos cuatro accidentes mortales no fueron causados tanto por los motores a reacción como por la presión en los marcos de las ventanillas, que acabó provocando una descompresión catastrófica), comenzó su breve servicio en 1952 a M 0,7, y el primer avión a reacción que tuvo éxito y fue ampliamente adoptado, el 707 de Boeing, inició sus vuelos regulares en octubre de 1958 a M 0,83.
La Administración Federal de Aviación pretendía "un vehículo seguro, práctico, eficiente y económico"
A principios de los años cincuenta se llevaron cabo estudios preliminares sobre el vuelo supersónico en el Reino Unido, Estados Unidos y la Unión Soviética. En 1959, el informe anual de la Organización de Aviación Civil Internacional reconocía estos avances y señalaba no solo que "existe ahora un acuerdo general entre los posibles fabricantes sobre la viabilidad técnica de producir un avión de transporte supersónico en un futuro relativamente próximo, es decir, entre 1965 y 1970", sino también que 1959 fue "el año en que se ha generalizado la idea de que un avión de este tipo no solo es una posibilidad práctica, sino que casi con toda seguridad será el sucesor del actual transporte a reacción".
Esta creencia errónea en los vuelos supersónicos como siguiente paso obvio de la aviación comercial fue promovida (las causas fueron variadas) por los gobiernos del Reino Unido, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética, y las iniciativas resultantes encaminadas a su logro condujeron a numerosos fracasos, algunos momentáneos y otros prolongados, pero todos bastante onerosos. A finales de la década de 1950, Gran Bretaña por un lado y Francia, por otro —tras perder sus imperios coloniales, ver denegado el apoyo estadounidense a su chapucera acción militar en Suez y quedar relegadas a papeles secundarios dentro de la rivalidad entre las dos superpotencias de la Guerra Fría—, se encontraban en pleno desarrollo de aviones supersónicos, hasta que por último decidieron unir sus fuerzas. El 29 de noviembre de 1962 se firmó el tratado formal de cooperación y se puso en marcha la empresa Concorde, que pretendía recuperar parte de la antigua gloria vivida como grandes potencias. Sud-Aviation y Bristol Aerospace compartieron la construcción del fuselaje, y Bristol-Siddeley y SNECMA (Safran Aircraft Engines) desarrollaron los motores. La fase de desarrollo del fuselaje acabó prolongándose desde 1972 hasta finales de 1978 y la puesta a punto de los motores no terminó hasta 1980, de manera que la fabricación de los veinte aviones terminados abarcó de 1967 a 1979.
A principios de los cincuenta se llevaron cabo estudios preliminares sobre el vuelo supersónico en el UK, EEUU y la Unión Soviética
La velocidad máxima se limitó a M 2,2 para poder utilizar aleaciones de aluminio convencionales (los vuelos por encima de M 2,2 requieren titanio y aceros especiales debido a las limitaciones térmicas). El primer vuelo de prueba del prototipo francés tuvo lugar el 2 de marzo de 1969. La M 1 se alcanzó brevemente por primera vez el 1 de octubre de 1969, y la M 2, ahora de manera sostenida, el 4 de noviembre de 1970. A continuación se realizaron pruebas exhaustivas de ambos prototipos y las operaciones comerciales comenzaron el 21 de enero de 1976, con vuelos simultáneos de Londres a Baréin y de París a Río de Janeiro. Durante sus veintisiete años de vida comercial, los Concorde de British Airways volaron regularmente de Londres a Nueva York y, en invierno, también a Barbados, mientras que los intervalos más cortos de servicio incluyeron Baréin, Singapur (vía Baréin), Dallas, Miami y el aeropuerto Dulles en Washington D. C. Los destinos de Air France fueron Nueva York y, durante periodos más cortos, Caracas, México (vía Washington D. C.), Río de Janeiro (vía Dakar) y Dulles. Hubo también unos trescientos vuelos chárter por todo el mundo (fig. 3.6). Al final, Nueva York quedaría como único destino transatlántico.
El 25 de julio de 2000, a un Concorde francés que despegaba del aeropuerto Charles de Gaulle se le pinchó un rueda con un trozo de metal caído de un avión que acababa de salir volando. Según la investigación oficial, aquellos restos expulsados rompieron un depósito de combustible del Concorde, y el gran incendio resultante y la pérdida de potencia del motor provocaron la muerte de todos los que viajaban en el avión (cien turistas alemanes y una tripulación de nueve personas). Sin embargo, como suele pasar en los accidentes aéreos, hubo además otras circunstancias que contribuyeron al desastre, especialmente el hecho de que el avión estuviera sobrecargado e intentara despegar con demasiado viento de cola. Sea como fuere, la catástrofe dejó en tierra al resto de aviones durante un tiempo y a la reanudación del servicio, que apenas duró hasta 2003: el último vuelo del Concorde partió del aeropuerto neoyorquino JFK con destino a Heathrow el 23 de octubre de ese año.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F172%2F143%2F726%2F1721437265ac0fe75698c295a689284d.jpg)
El Túpolev Tu-144 soviético, una copia descarada del Concorde (que dejaba bien a las claras sus verdaderos orígenes como resultado de un prolongado espionaje industrial soviético), resultó un fracaso todavía mayor. El desarrollo de aquel avión formaba parte del tradicional esfuerzo soviético por demostrar poderío tecnológico en línea con los récords conseguidos por el régimen en la carrera espacial (el Sputnik en 1957; Gagarin, como primer hombre en el espacio en 1961). El diseño del avión quedó al descubierto en 1965 en el Salón Aeronáutico de París y su prototipo hizo su primer vuelo el 31 de diciembre de 1968, para así ganarle la partida a la primera prueba del Concorde francés, que tuvo lugar el 2 de marzo de 1969. En 1971 los soviéticos lo enviaron de nuevo al Salón Aeronáutico de París, donde un error del piloto provocó un espectacular accidente. Dejó de fabricarse en 1982, y durante los últimos años de su corto servicio el avión transportó principalmente correo aéreo. Hizo su último vuelo en 1984.
Sorprendentemente, los estadounidenses consiguieron evitar su propio "fracaso supersónico", pero no por falta de intentos. A principios de la década de 1960, en Estados Unidos se daba por hecha una aeronave supersónica de transporte de viajeros (SST). Pero dado que otros construirán tales aviones, la potencia americana debía mantener su superioridad en la aviación comercial, demostrada poco antes con la secuencia de modelos Boeing 707, 727 y 737. Este razonamiento fue reiterado por los políticos y los promotores del avión: mantener la primacía de Estados Unidos en el diseño de aviones, no quedarse rezagados con respecto a países como el Reino Unido y Francia y no ser superados por la Unión Soviética.
En respuesta directa al proyecto Concorde, el presidente Kennedy anunció el 5 de junio de 1963 el desarrollo de un avión supersónico estadounidense, solo dos años después de comprometer al país con el alunizaje antes de finales de esa década.
Los objetivos eran de lo más ambicioso. La Administración Federal de Aviación pretendía "un vehículo seguro, práctico, eficiente y económico". Aseguraba además que "no deberíamos seguir adelante, y no pensamos seguir adelante, a menos que se cumplan los criterios para alcanzar estos objetivos". ¡Nada menos! Y, claro, a la industria no le quedaban dudas sobre quién debía pagar todo aquello: la financiación era pública al 90 %, e incluso los líderes del Congreso estaban dispuestos a aceptar un reparto de costes del 75-25 %. El senador Warren Magnuson, miembro destacado del subcomité de aviación dentro del Comité de Comercio del Senado de Estados Unidos y originario del estado de Washington (sede de Boeing), afirmó que el país estaba "desarrollando un avión para llevar a Estados Unidos y al mundo hasta el cambio de siglo".
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F719%2F3db%2Fdc8%2F7193dbdc82acc375fa2010ad4695c7d6.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F719%2F3db%2Fdc8%2F7193dbdc82acc375fa2010ad4695c7d6.jpg)
En aquel momento, el consenso entre los posibles fabricantes era que el primer avión supersónico (cuya fecha de vuelo estaría más cerca de 1970 que de 1965) podría ser tan rápido como M 3. Sin embargo, la propuesta de la Administración Kennedy contemplaba una aeronave de casi 160 toneladas con un alcance de 6.400 kilómetros y una velocidad de M 2,2. Por tanto, requeriría titanio para su construcción. El mensaje de Kennedy al Congreso también había identificado los tres problemas obvios: que los retos técnicos que planteaba la velocidad supersónica todavía no estaban resueltos, que el SST seguiría sin ser rentable y que el estampido sónico (esto es, la onda de choque provocada por un objeto cuando sobrepasa la velocidad M 1) crearía "molestias no deseadas a la población".
Todos estos problemas se fueron haciendo muy evidentes: la suma de los tres llevó a la cancelación de los apoyos públicos y, por tanto, al fin del proyecto. Pero se tardó casi una década en llegar a ese punto. En 1967 se eligió la propuesta de Boeing, un avión de geometría variable (swing-wing), frente a la configuración convencional de Lockheed pero, tras un año de intentos, Boeing abandonó el proceso de diseño. La Administración Federal de Aviación optó entonces por una versión más grande, de 340 toneladas, tan pesada como el Boeing 747 y el doble de grande de lo previsto originalmente. Sin embargo, a finales de la década de 1960 los efectos sobre el medio ambiente (empezando por la contaminación y siguiendo por el ruido) comenzaron a inquietar a la opinión pública y el SST se convirtió en el primer y principal objetivo de los ecologistas. Entre 1967 y 1971, las campañas de protesta contra los estampidos sónicos se hicieron más ruidosas, bien publicitadas y políticamente más influyentes. En 1969, dos revisiones del proyecto ordenadas por el recién elegido presidente Richard Nixon concluyeron que, debido a sus costes excesivos y a los efectos "intolerables" de los estampidos sónicos, el Gobierno debía retirar su apoyo.
Aun así, Nixon decidió seguir adelante con el proyecto en septiembre de 1969, y la contienda pasó al Congreso. Los testigos expertos que testificaron en las audiencias del Congreso detallaron los inconvenientes uno por uno, desde la escasa eficacia y el alcance limitado hasta los gastos injustificables y los niveles extraordinariamente altos de ruido. El físico Richard Garwin añadió otro logro a su lista de realizaciones (desde trabajar en el diseño detallado de la bomba de hidrógeno hasta el desarrollo de impresoras informáticas): en paralelo a su papel dentro del Comité Asesor Científico del Presidente (PSAC), se convirtió quizás en el crítico más autorizado y eficaz contra el avión supersónico.
Sobre el autor
Vaclav Smil es profesor emérito de la Universidad de Manitoba, en Winnipeg, Canadá. Es autor de una cuarentena de libros que abordan desde la renovación energética hasta la producción de alimentos, pasando por las innovaciones tecnológicas, los cambios medioambientales y de población, las políticas públicas o las evaluaciones de riesgo. Es miembro de la Royal Society de Canadá y miembro de la Orden de Canadá. 'Invención e innovación' es su nuevo ensayo, una historia sobre los éxitos y fracasos de la humanidad.
Finalmente, el 24 de marzo de 1971, por 51 votos contra 46, el Senado decidió poner fin a la financiación del proyecto, y Nixon disolvió el PSAC una vez reelegido (se atribuyó su descontento con el trabajo de Garwin en el PSAC a la participación de este en el asunto del avión). ¿Por qué fracasaron esos intentos? Estados Unidos carecía de lo que Europa tenía para llevar a cabo este proyecto caro, innecesario, antieconómico e injustificable: la cooperación (cuando no colusión directamente) entre gobiernos decididamente más intervencionistas, compañías aéreas de bandera y fabricantes de aviones subvencionados por la Administración que les permite pasar por encima de cualquier disidencia pública. Pero ello fue en beneficio de Estados Unidos, donde "solo" se gastaron unos mil millones de dólares en el fallido intento de mantener la ilusión estadounidense de primacía en la aviación. Por el contrario, los planificadores estadounidenses se habrían ganado mejor el sueldo de haber reaccionado a la creación de Airbus Industrie el 18 de diciembre de 1970, cuando Francia, Alemania y el Reino Unido se unieron para fabricar nuevos aviones comerciales, un movimiento que acabaría por convertir a Estados Unidos en eterno segundón. No en vano, durante la segunda década del siglo XXI, Airbus ha recibido más pedidos de nuevos aviones de pasajeros que Boeing en todos los años excepto en dos.
En realidad, los dos "éxitos" supersónicos, el de Concorde y Túpolev —esto es, conseguir que los aviones despegaran primero y prestaran después un servicio comercial—no fueron tales, sino fracasos más o menos a cámara lenta y enormemente caros. Pero ¿por qué esos vuelos hiperrápidos, incluso promocionados y subvencionados como nunca antes, no lograron erigirse en sucesores naturales de la ya más que sexagenaria aviación subsónica? ¿Por qué no hemos llegado a ver una segunda oleada de aviones supersónicos? Son preguntas para las cuales siempre ha habido respuestas claras y convincentes, hasta el punto de que aquellos fracasos podrían haber sido anticipados (y de hecho lo fueron) por los analistas críticos incluso cuando el entusiasmo por los proyectos nacionales estaba en su punto más alto durante la década de 1960. Además, la mayoría de las razones que motivaron los fracasos del pasado ni han desaparecido ni tampoco se han resuelto, y por tanto, los intentos más recientes de reintroducir los vuelos supersónicos habrán de tenerlos en cuenta. Existen cuatro limitaciones fundamentales: un diseño de avión dictado por la necesidad de superar la enorme resistencia supersónica, motores suficientemente potentes para aguantar un M 2, la viabilidad económica y un impacto medioambiental aceptable. Las lecciones obtenidas de la experiencia del Concorde son un buen punto de partida para tratar de entenderlo: esos aviones tenían un estilo aerodinámico y elegante tanto en la pista como en vuelo. Volaban un poco más rápido que el M 2 y, por tanto, podían ir de Londres a Washington D. C. en menos de cuatro horas. La hora de llegada a la capital americana se adelantaba incluso a la de salida desde Londres. Todas estas realidades generaban gran admiración, y, sin embargo, hablando de realidades, casi todas las demás destacaban justamente por lo negativo y se derivaban de las inevitables restricciones propias del vuelo supersónico.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F88f%2F4fa%2F36e%2F88f4fa36ea74b09c6ea6adf40864e8b8.jpg)
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F88f%2F4fa%2F36e%2F88f4fa36ea74b09c6ea6adf40864e8b8.jpg)
La más importante de estas exigencias estriba en compensar el aumento de la resistencia aerodinámica con una mayor fuerza propulsora. El coeficiente de resistencia (relación adimensional entre la fuerza de resistencia y el producto de la densidad del aire, el cuadrado de la velocidad y la superficie del objeto) alcanza su valor máximo justo por encima de M 1 y es menor tanto a velocidades subsónicas como supersónicas. Por eso todos los aviones de pasajeros modernos vuelan a una velocidad de crucero de aproximadamente M 0,85, la cual ha permanecido constante en esencia desde que el Boeing 707 empezara a volar en 1958. Pero la relación sustentación/arrastre (L/D) —y, por tanto, la autonomía de un avión— disminuye con la velocidad: para el Boeing 787, a una velocidad de crucero de M 0,85, es de 18; a M 1 es de unos 15 y a M 2 de 10 solamente. Y mientras que el Boeing 787 posee una autonomía máxima de casi 14.000 kilómetros, el Concorde no llegaba a los 6.700 kilómetros, insuficiente para un vuelo transpacífico sin repostar (la distancia de San Francisco a Tokio es de 8.246 kilómetros).
Para minimizar el coeficiente de resistencia era necesario que el área del avión (es decir, el diámetro de su fuselaje) fuera, en la práctica, lo más pequeña posible. Por tanto, y en contra de la tendencia de fuselajes más anchos en los principales aviones subsónicos, aquí tenía que ser esbelto. El del Concorde tenía un diámetro de solo 2,9 metros, aproximadamente un 20 % menos que el Constellation, el mayor avión de largo alcance con motor de pistón que funcionó en la era prejet, y solo la mitad del Boeing 747 o del último 787 (5,77 metros). Como ha señalado Richard K. Smith, "en comparación con el 747, el Concorde era la pesadilla de cualquier persona con claustrofobia". Los asientos del Concorde, dos filas de dos asientos separadas por un único pasillo, tenían espacio suficiente para las piernas pero limitado para los codos. Y, además, a pesar de los asientos acolchados, la cabina presentaba el ambiente de un vuelo chárter low cost abarrotado de gente. Pero incluso con su reducida sección transversal, para soportar velocidades más altas la masa del Concorde tenía que ser mayor que la de un avión subsónico de tamaño comparable, y eso con una capacidad de carga útil relativamente baja, solo alrededor del 10 % de su peso bruto (la mitad que el Boeing 747). Los aviones supersónicos no son rentables transportando carga, mientras que los de fuselaje ancho sí son importantes en este ámbito, una realidad comprobable desde cualquier asiento de ventanilla cercano al portón de carga o si miramos desde la terminal: camionetas cargando palés y más palés en las barrigas de los aviones de pasajeros.
En comparación con el 747, el Concorde era la pesadilla de cualquier persona con claustrofobia
Por otro lado, los requisitos en cuanto a los materiales para construir aviones son más exigentes a medida que aumenta la velocidad, pero hasta M 2 pueden cumplirse en gran medida con buenas aleaciones de aluminio. A M 2,2, los bordes de ataque alcanzan temperaturas de hasta 135 °C, superiores a los límites de temperatura de los polímeros reforzados con fibra (90 °C) que ahora componen la mayor parte del fuselaje y las alas de los últimos modelos de aviones de pasajeros. El titanio y el acero, más pesados, son las opciones más obvias (los polímeros tienen mayor resistencia a la tracción por unidad de masa, pero algunas aleaciones de acero tienen buen rendimiento hasta los 800 °C).
Además, los aviones supersónicos no pueden aprovechar las ventajas de los modernos motores de alta relación de derivación, en los que solo una décima parte, o incluso menos, del aire comprimido por el turboventilador pasa por la turbina y el resto pasa por el núcleo, lo que aumenta la eficiencia del combustible y reduce el ruido del motor. Asimismo, los motores del Concorde necesitaban postcombustión para proporcionar el empuje necesario para el despegue y para transitar por la zona transónica de máxima resistencia aerodinámica, pero la postcombustión aumentaba el consumo de combustible, complicaba el ya de por sí costoso mantenimiento y aumentaba el ruido del despegue. Por tanto, el Concorde consumía más del triple de queroseno por pasajero que el primer Boeing 747 de fuselaje ancho. La diferencia no era tan acusada en 1970, cuando el barril de crudo se vendía a dos dólares, pero una década después, tras dos episodios de subidas del precio del petróleo por parte de la OPEP, el precio del barril alcanzaba casi los cuarenta dólares.
La rentabilidad de los vuelos supersónicos parecía ya una quimera incluso para las primeras estimaciones, optimistas por demás. Para empezar, a finales de los años cin cuenta y principios de los sesenta las grandes compañías aéreas internacionales pasaban por estrecheces financieras debido a que habían tenido que cambiar a los reactores sin haber terminado de pagar sus últimos aviones de hélice de largo alcance (los Constellation de Lockheed, el DC-7, el Britannia). Solo una década más tarde se enfrentaron a un dilema todavía mayor: adquirir una flota compuesta por los nuevos aviones de fuselaje ancho (el Boeing 747 entró en servicio en 1970, el McDonnell Douglas DC-10 en 1971) o esperar a los primeros aviones supersónicos, opción esta última todavía más incierta por la probabilidad de que la primera generación de aviones supersónicos de aluminio (M 2 como máximo) se viera desplazada por aviones supersónicos de otros materiales aún por desarrollar (se hablaba de velocidades de hasta M 3). En 1965, una estimación del coste fijo de los vuelos transcontinentales estadounidenses (dejemos por un momento de lado que, además, había una prohibición de los vuelos debido al impacto en la población del estampido sónico) era unas cuatro veces superior a la tasa análoga de los aviones subsónicos. Los costes variables sí eran más o menos equivalentes, pero los costes de mano de obra para el mantenimiento también se veían multiplicados por cuatro.
Debido a los enormes costes de su desarrollo —según las estimaciones más precisas, el coste unitario final fue doce veces superior al originalmente calculado— y al limitado número de aviones en servicio, el Concorde nunca podría haber obtenido beneficios, y, encima, la subida de los precios del petróleo agravó fuertemente las pérdidas. Por el contrario, si decimos que el Boeing 747 —cuyo primer vuelo tuvo lugar también en 1969— revolucionó la aviación mundial de pasajeros, no hacemos más que constatar un hecho indiscutible. Las compañías aéreas lo consideraron muy rentable, a los pasajeros les encantaron los precios asequibles de los billetes y la amplitud que ofrecía su diseño de fuselaje ancho y, como resultado, Boeing ha construido hasta la fecha casi 1.600 unidades de 747. En cambio, solo se construyeron veinte unidades de Concorde, apenas catorce entraron en servicio comercial y Air France y British Airways fueron las únicas compañías en "comprarlos" (es decir, que tanto las adquisiciones como la operativa de los vuelos estuvieron fuertemente subvencionadas por los contribuyentes franceses y británicos).
Los vuelos supersónicos no fueron el siguiente paso dentro de una secuencia "natural" de velocidades en constante aumento
Pero es que, además, incluso si por un milagro el vuelo supersónico se hubiera acercado de algún modo a la rentabilidad, las restricciones medioambientales sobre rutas y destinos lo habrían retrasado de nuevo. Richard Garwin ilustró el efecto del estampido sónico del avión equiparando su intensidad máxima al "despegue simultáneo de cincuenta jumbos", y eso no hay sociedad que lo aguante un días tras otro. Por tanto, estaba claro que, aunque acabara entrando en servicio comercial, el SST estadounidense nunca volaría a través del continente, y los aterrizajes del Concorde en Nueva York pasaron por protestas, denegaciones y litigios hasta ser finalmente permitidos (con condiciones) solo después de años de batallas judiciales.
Por tanto, los vuelos supersónicos no fueron el siguiente paso dentro de una secuencia "natural" de velocidades en constante aumento para el transporte de pasajeros; unas velocidades que, desde finales de los años cincuenta, se han mantenido constantes en M 0,85. La mejor valoración de esa carrera por la velocidad supersónica fue la que hizo Richard K. Smith, historiador de la aviación estadounidense, que la calificó de "frenética saga aeronáutica internacional de obsesiones contagiosas": "De principio a fin, tanto en Gran Bretaña como en Francia y Estados Unidos, el avión supersónico era una máquina voladora que el mundo no necesitaba; era un avión político".
A pesar de todo lo anterior, sigue vigente la convicción de que el orden natural de las cosas demanda una mayor velocidad, y por tanto nos toca cerrar este recorrido por la historia de los vuelos supersónicos repasando los recientes intentos de resucitarlo. Medio siglo después de que el Congreso estadounidense acabara con el avión SST americano y unas dos décadas después del último vuelo del Concorde, aparecen nuevas ensoñaciones supersónicas. Sus pretensiones exageradas, sus calendarios superoptimistas y sus convicciones poco menos que religiosas en una solución inminente de todos los problemas técnicos recuerdan mucho a los planteamientos de principios de los años sesenta, pero esta vez no hay connivencia de gobiernos europeos ni de compañías aéreas o aeronáuticas, sino que es una startup estadounidense la que se presenta rodeada de las promesas más asombrosas.
La Unión Europea, con sus preocupaciones medioambientales y su tendencia a las reglamentaciones estrictas, no parece muy por la labor de revivir otra experiencia similar a la del Concorde. Respecto a Rusia, el Instituto Aerohidrodinámico Central asegura estar diseñando un avión supersónico (M 1,6, sesenta a ochenta pasajeros, peso al despegue de 120 toneladas, autonomía de 8.500 kilómetros) fabricado con materiales compuestos y con un estampido sónico reducido a 65 dB. El organismo sitúa su inicio de producción en 2030 y prevé una demanda interna de entre veinte y treinta aviones al año. Y la oficina de diseño de la empresa de defensa y aeronáutica Túpolev, donde se espera una segunda oportunidad, trabaja en un avión destinado a los vuelos de negocios (M 1,3-1,6, treinta pasajeros), con el vuelo inaugural prometido para 2027.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Ff09%2F2c1%2F84a%2Ff092c184a4f930e8541f9747c91ccfba.jpg)
Antes de que el lector se tome todo esto en serio, piense en el éxito obtenido por Rusia con su Sukhoi Superjet, un avión de pasajeros de fuselaje estrecho para líneas regionales que pretendía competir con los omnipresentes modelos de Airbus. Sukhoi Aviation, el famoso diseñador nacional de cazas supersónicos (el Su-30 vuela a M 2), comenzó su desarrollo en 2000 y los primeros vuelos comerciales llegaron en 2011, pero a fecha 2020 la mexicana Interjet era la única aerolínea no rusa que había hecho un modesto pedido (y le toca sufrir unos cuantos problemas de mantenimiento, con aviones parados en tierra). Y si hablamos de los recientes planes estadounidenses, habría que atemperarlos con un escepticismo parecido, si bien antes de que llegara el covid-19 parecía haber al menos un cierto empuje en las cifras ya que cuatro empresas del país estaban desarrollando aviones supersónicos en 2019: Aerion, Spike Aerospace, Lockheed Martin y Boom Technology.
Aerion Supersonic, creada en 2004, debía tener su avión de negocios (de ocho a doce personas, M 0,95 sobre tierra, M 1,4 sobre el océano) volando en 2023 y en servicio en 2025. La empresa mantenía acuerdos de asociación con Boeing y General Electric y esperaba vender entre quinientas y seiscientas unidades en los próximos veinte años. En mayo de 2021, después de diecisiete años y sin haber conseguido fabricar ni siquiera un prototipo, la empresa fue disuelta. Por su parte, Spike Aerospace afirma en su página web estar desarrollando un "avión supersónico de negocios ultrasilencioso" para dieciocho personas que volará a M 1,6 "sin crear un fuerte estampido sónico". Y su historial hasta el momento: el primer vuelo supersónico del prototipo, pensado para cuarenta o cincuenta pasajeros, iba a ser en 2018, y la certificación iba a llegar en 2023. Esta se retrasó luego a 2025, seguida de una modificación del diseño para pasar a un avión de dieciocho pasajeros que volaría a principios de 2021 y se empezaría a entregar en 2023. La realidad a finales de 2021: ni está ni se le espera.
Nos quedan Lockheed y Boom Technology. Los planes de Lockheed para sus bimotores a M 1,8 y cuarenta pasajeros resultan vagos. Su progreso dependerá del éxito del X-59, el prototipo supersónico experimental de la NASA que la compañía viene construyendo desde 2018. En cualquier caso, Lockheed cree que el aparato necesitará un nuevo motor, y no tiene un calendario para la introducción del avión.
Spike Aerospace afirma en su página web estar desarrollando un "avión supersónico de negocios ultrasilencioso" para dieciocho personas
Por contraste, pocos jefes de empresa han sido tan presuntuosos o han publicado tantos calendarios de plazos como Blake Scholl, fundador y consejero delegado de Boom Supersonic, una empresa privada que planea construir el Overture, un avión que volaría a M 2,2 y transportaría cincuenta y cinco personas. En 2019, Scholl preveía el inicio del servicio comercial a mediados de la década de 2020, con una estimación de pedidos de entre mil y dos mil unidades durante los diez primeros años de producción. En octubre de 2020, la empresa presentó el XB-1, un modelo a escala de un tercio del Overture que despegará en 2022 para probar el diseño básico, la ergonomía de la cabina e "incluso la propia experiencia de vuelo". Pero esa experiencia se limitará a un solo piloto y el avión estará propulsado por tres pequeños turborreactores General Electric J85 que apenas necesitan probar nada después de más de medio siglo de servicio militar y civil (fue diseñado en 1954). Obviamente, el avión de tamaño completo tendrá que ser propulsado de otra manera, y para ello se ha recurrido a Rolls-Royce, pero sin elegir ningún motor en concreto. En 2022, el calendario de Boom era el siguiente: la empresa anunció que levantaría una nueva fábrica en 2022, y que la construcción del primer avión Overture comenzaría en 2023. El primer avión estaría terminado en 2025, el primer vuelo se realizaría en 2026 y, tras una rápida certificación, el avión de sesenta y cinco plazas entraría en servicio comercial en 2029.
Lo que implica todo esto es que una empresa que nunca ha construido un solo avión de pasajeros pretende diseñar, asegurar complejas cadenas de suministro (los aviones modernos se fabrican a partir de piezas fabricadas por numerosos subcontratistas especializados), ensamblar, probar y obtener la certificación de un avión supersónico totalmente nuevo en menos tiempo del que tardó Boeing, la principal empresa mundial del sector y que ha construido decenas de miles de aviones, en poner en servicio la última versión de su 787. Tal y como reza la declaración de certificación de Boeing: "El proceso de certificación del 787, que ha durado ocho años, ha sido el más riguroso de la historia de Boeing, y el diseño del 787 incorpora casi un siglo de aprendizaje en aviación y mejoras de seguridad". Y, a pesar de todo, como es bien sabido, Boeing seguía teniendo problemas cuando el 787 empezó a volar. Pero Boom, sin experiencia ninguna y con un diseño sin precedentes, cree que va a conseguirlo más rápido que el constructor de aviones más experimentado del mundo. Además, por si fuera poco, sus aviones se alimentarán de forma sostenible con líquidos neutros en carbono.
Según Scholl, "lo que se hace básicamente es succionar carbono de la atmósfera, licuarlo en el combustible de aviación y luego ponerlo en el avión. Solo se está moviendo carbono de manera circular". Pero si es tan sencillo, ¿por qué no lo hacen ya todas las compañías aéreas? ¿No será tal vez que ese proceso todavía no está disponible para fabricar combustible de aviación a gran escala? ¿No será que los intentos por conseguirlo (de momento en pequeñas cantidades) dan como resultado un combustible como poco cinco veces más costoso que el queroseno? ¿Y no será que emplear como alternativa biocombustible de aviación (imposible que esté descarbonizado a menos que toda la maquinaria de campo se alimentara con electricidad generada de forma renovable) tampoco sería mucho más barato, como mínimo tres o cuatro veces el coste del queroseno? ¿Y no será que utilizar esos combustibles en un avión que va a necesitar al menos cuatro o cinco veces más energía por pasajero que el Boeing 787 no es rentable ni va a serlo nunca? Pues parece que todas estas cuestiones importan poco. En una entrevista de 2021, Scholl afirmó que el objetivo final era volar "a cualquier parte del mundo en cuatro horas por cien dólares". Luego lo matizó afirmando que eso se aplicaría a "dos o tres generaciones de aviones más adelante", pero, incluso así, para que esto se cumpliera debería darse una concatenación de hechos verdaderamente extraordinarios. "A cualquier parte del mundo" significaría una distancia máxima de 20.000 kilómetros. Lo de "cuatro horas" equivale a 5.000 kilómetros por hora o (cuando se navega a 20 kilómetros por hora en la estratosfera inferior) M 4,7. Eso es mucho más rápido que el avión militar más rápido jamás construido, el Lockheed Blackbird SR-71, que podía hacer M 3,2 a 25 kilómetros por hora (el mucho más rápido X-15 no podía despegar por sí solo; era esencialmente un cohete lanzado desde un avión grande). Obviamente, todas estas afirmaciones suenan demasiado bonitas como para ser ciertas.
Se oiga lo que se oiga (o no se oiga) sobre los avances de Boom, los hechos básicos siguen siendo los mismos. El vuelo supersónico no ha desplazado a la aviación subsónica. No le ha arrebatado ni una pequeña cuota de mercado porque, por muchas razones, no es un paso inevitable en el desarrollo de los aviones y porque sus pocas ventajas no compensan sus muchos inconvenientes. Y esta realidad no va a cambiar a corto plazo.
El Confidencial