¿Cuándo se nos fue al carajo el feminismo?
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La creación del colectivo gay es solo la parte más visible, por sus lentejuelas y sus plumas, de un proceso que tuvo lugar en toda Europa a partir de los años noventa, copiando un modelo ya establecido en Norteamérica: la creación de una gama de identidades para ir clasificando la ciudadanía. ¡Escoja la suya!
Empezó en Nueva York. Allí se fundó en 1990 el grupo activista Nación Queer, que empezó a proclamar la "identidad queer", utilizando un término inglés que significa "raro, extraño" y que desde finales del siglo XIX se usaba de forma despectiva para los homosexuales. Al convertir el término en bandera, los activistas insistían en mostrarse como un colectivo distinto a lo normal, situado fuera de la sociedad, imposible de integrar, declarados parias por su orientación sexual (todavía se trataba únicamente de orientación sexual; el uso del término como sinónimo de transexual vino mucho más tarde).
Visibilizar esta "identidad" se convirtió en un objetivo político... y marcó un cambio de rumbo en la lucha por los derechos de los homosexuales. Porque hasta entonces, la consigna era que la orientación sexual debía dejar de ser un estigma. Aceptar la homosexualidad era reconocer que cualquiera podría ser lesbiana, la profesora de tus hijos, la pescadera, la alcaldesa o la ingeniera de la obra de enfrente, cualquiera podría ser gay, el albañil, el médico, el barrendero o el diputado. Nación Queer pedía lo contrario: ser distintos. Al estilo de la Nación Negra de Marcus Garvey y Malcolm X, pero sin territorio.
Lo de Nación quizás chocara; el término que se estableció era "colectivo LGBT" y pronto "LGBTQ", con la Q de Queer indicando una marca de grupo eternamente marginado. Una marginación totalmente ficticia, visto el patrocinio de las grandes marcas en la marcha del Orgullo, pero recalcada por los portavoces del "colectivo" para adquirir una parcela de poder político bajo la bandera de defender una "identidad".
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Antiguamente, el concepto de identidad era de derechas, incluso de la extrema derecha, para blindar la nación contra la infiltración de lo distinto. "Derecha identitaria" es un calificativo para los partidos que no admiten discusión sobre los beneficios económicos de la inmigración, porque ponen por encima del bienestar de la ciudadanía la obligación de mantener Europa como un continente para blancos de cultura cristiana o judeocristiana. Si alguien es o parece distinto, aunque solo fuera en las sílabas de su apellido, su presencia disturba la identidad del conjunto: moros fuera. En el caso de Inglaterra, fuera todo lo que no sea british, cristianos polacos incluidos. Quienes votaron a favor del Brexit no calculaban un beneficio económico: querían proteger su identidad.
Lo curioso es que la izquierda europea, con la excusa de querer hacer frente a la ideología de esta derecha identitaria, eleva a los altares este mismo concepto. Ha abandonado las políticas de integración y mezcla, rechaza hacer respetar normas sociales iguales para todos y proclama el ideal de la "multiculturalidad", un confuso concepto que se perfila hoy como un proyecto de una sociedad con colectivos paralelos, cada uno bajo tutela de su propia derecha identitaria. Como si multiplicar las ultraderechas hiciera que la suma de todos fuera una izquierda. Grave ignorancia de las matemáticas.
Para reforzar esa tutela identitaria, la izquierda de toda Europa —en España fue el Gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero a partir de 2004 mediante la fundación pública Pluralismo y Convivencia— empezó a financiar mezquitas y congregaciones islamistas con la vaga idea de que hicieran contrapeso al poder de la Iglesia, adversario impenitente de la izquierda y sus reivindicaciones de laicismo. No era otra cosa que multiplicar el poder divino: dios más dios son cuatro. Pero renegar del laicismo que había sido santo y seña de la izquierda durante dos siglos largos parecía justificado si se hacía a favor de "los oprimidos". Dando por hecho que los predicadores qataríes que proclaman las virtudes del velo, son "los oprimidos", aunque lo hagan desde los estudios de televisión de uno de los países con la mayor renta per cápita del mundo.
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Constituirse en colectivo oprimido, ya en cualquier contexto, y ponerse el adjetivo "queer" se convirtió en el último grito de la moda. Brigitte Vasallo, firme defensora del uso del velo y burka, organizó en 2019 en Barcelona un evento para reivindicar la "identidad charnega" bajo el lema "Charneguismo como queer nacional". Lo que podría haber sido un encomiable homenaje a las masas anónimas de obreros andaluces, extremeños o gallegos que acudieron en los años cincuenta y sesenta a Cataluña para buscarse la vida, contribuyendo a la prosperidad de la región, se convirtió en farsa, contestada por muchas mujeres mayores que se reconocían como charnegas, pero se oponían a convertir en "identidad" la discriminación sufrida.
Otros se lanzaron a la carrera. Una nación queer para mí. Una identidad islámica para nosotras. Una de catalanes, marchando. Por aquí una de gitanos, patentando ciertas expresiones musicales, marca registrada, rechacen rosalías. ¿Y por qué limitarse a ser gay, lesbiana o bisexual, si la Nación Queer quiere a todos sus hijos? Venga: aquí una de asexuales. Lo de no follar también tiene glamur, si es una identidad. Añadamos una letra al pasaporte:LGBTIQA. Los demás llegaron tarde: las iniciales de demisexuales, pansexuales, grisexuales, omnisexuales y una lista cada año más larga de denominaciones, desde los arrománticos a los bicuriosos o los antrosexuales —no son lo que usted piensa—, ya no se incluyeron en la sopa de letras, pero sí encontraron su lugar, con banderas primorosamente diseñadas, en numerosas revistas del sector y hasta en manuales oficiales, como el de la Universidad Nacional Autonóma de México. La oferta es infinita, el mercado es amable. Basta con escoger banderita y clavarla en un debate, ya puede uno reclamar atención como víctima de la incomprensión general de la humanidad y marcar el claim, el límite del territorio de prospección, para usar el lenguaje de los buscadores de oro en Alaska.
Porque de buscar oro se trata.
El fervor de marcar prospecciones une a una amplia lista de portavoces de determinados "colectivos", que coinciden todos en un punto: negar el derecho de otros a opinar sobre ellos. La identidad es un coto vedado en el que solo el dueño tiene derecho a disparar a los conejos.
En defensa de su coto, miembros de la asociación Gitanas Feministas por la Diversidad han denunciado con dureza el filme Carmen y Lola de la cineasta Arantxa Echevarría, no por falta de calidad de la cinta que —admiten— no llegaron a visionar, sino por el hecho de que una paya se atreviera a hacer un filme sobre gitanas y hablar de lesbianas y de machismo. La palabra "paya" aparece nueve veces en el comunicado de la asociación, que tacha a Echevarría de "white saviour" (salvadora blanca): no importa qué se hace sino quién lo hace. En realidad, las familias de las actrices gitanas no solo no se oponían al rodaje sino que destacaban el debate positivo sobre la homosexualidad que la cinta suscitó en la comunidad. La protesta viene de quienes ven peligrar su exclusividad como portavoz del colectivo. Hay copyright —dan a entender— para hablar de ciertos pueblos, ciertas luchas.
Una activista de la asociación, Silvia Agüero Fernández, inicia una combativa columna contra el filme de Echevarría con una cita de la islamista Sirin Adlbi Sibai, que pide hablar "frente a la colonialidad" "con la voz de las y los silenciados, in sha’a Allah". El texto se publica en la web de Afroféminas, una agrupación española que hizo de la reivindicación de identidades "decoloniales" todo un negocio: junto a la afroreflexión sobre el racismo de las empresas que venden champú para pelo rizado para adaptar el afropelo al patrón euroblanco viene la sugerencia del afroconsumo y la tienda online con jabones de empresas de propiedad negra (fabricados en Holanda), aparte de talleres de deconstrucción en clave decolonial para identificar música que parece negra pero no lo es, no vaya a deleitarse una con sonidos racistas. Afroféminas no tiene gran cosa de africana —la gran mayoría de sus integrantes son del Caribe, de Venezuela, Colombia y Brasil— pero asume un copyright sobre la etiqueta geográfica. Para ellas, una magrebí, nacida y criada en el continente africano, pero con el pelo liso, no puede discutir sobre los valores "afro". El coto vedado de la identidad, en este caso, está rodeado por una alambrada de rizos.
Determinados "colectivos" coinciden todos en negar el derecho de otros a opinar sobre ellos. La identidad es un coto vedado
Más adelantados están en Francia: el Consejo Representativo de Asociaciones Negras (CRAN), que regularmente se reúne con los máximos cargos del Gobierno, tiene una campaña contra el blackface: califica de "práctica racista, surgida de la esclavitud colonialista, crimen contra la humanidad" cualquier intento de "blancos" de maquillarse o disfrazarse de "negros", un delito de racismo, que, asegura, castiga la ley. Y esta patente es retroactiva por los siglos de los siglos: en 2019, el CRAN consiguió impedir, mediante llamadas al boicot, una representación de la obra Las Suplicantes del dramaturgo griego Esquilo (siglo V.a.c) en la Sorbona. Porque el rol de mujeres morenas que llegan desde Egipto lo interpretaban actrices blancas, maquilladas para la ocasión o con máscaras. Y esto también es blackface, racista y "afrófobo", decidió el CRAN; es más: es "propaganda colonial".
Mucho se podría discutir sobre si la diferencia de tez entre griegos y egipcios hace 2500 años era suficientemente visible como para marcarla en el escenario —la obra describe a las suplicantes como "raza morena, tostada por el sol"—, pero no era este el debate. Al contrario: en Estados Unidos incluso se ha exigido pintar más negro al faraón Tutankamon, porque con una tez similar a la de un egipcio de hoy día no parecía suficientemente "africano". No basta con ser de África, también hay que parecerlo. Si no, uno no tiene derecho a cobrar royalties sobre la negritud.
Porque de royalties se trata. Hay quien acusa de competencia desleal a ciertas artistas del pop cuando adoptan alguna estética "de negras", siendo "blancas" en términos raciales, lo que incluye una ascendencia italiana, mexicana, albanesa, armenia o palestina. Desde las hermanas Kardashian hasta Ariana Grande y Selena Gómez, nadie se libra de esta acusación de blackfishing (pescar en lo negro). Un maquillaje que simula un bronceado de playa, un vestido estampado, el pelo arreglado en trenzas finas... y ya se ha perpetrado un robo de elementos "afro". Un robo, así lo llama la revista Vogue, un delito económico. Quieren ser guapas como negras, pero sin pagar el peaje de ser víctima de racismo. Y resulta que ser "negra" es una marca registrada. Para obtener licencia, pasen por caja.
"Quieren ser guapas como negras, pero sin pagar el peaje de ser víctima de racismo. Y resulta que ser "negra" es una marca registrada"
Si alguien acusa a otra persona de competencia desleal y lucro inapropiado porque se parece demasiado a una víctima, es porque ser víctima es rentable. Esto es el resultado del mercado de identidades que ha fomentado la izquierda: de vender casillas para sentirse diferente y orgulloso ha pasado a vender casillas para sentirse víctima. Tanto sufres, tanto vales.
En este marco se encuadra también la promoción del velo islamista: llevar hiyab significa automáticamente ser víctima de racismo e islamofobia, y por lo tanto otorga glamur y valor en el mercado. En un extraño caso de blackfishing sui géneris, mejor dicho muslimfishing, hay diseñadoras de moda que ni siquiera llevan hiyab, pero describen con este nombre cualquier pañuelo africano que se coloquen en la cabeza porque les facilita la promoción de sus productos en las grandes revistas europeas.
Ser negra, ser musulmana velada, ser gitana son varias formas de reconocerse víctima, pero la principal condición es ser mujer. Este es el resultado de la competición de identidades que ha fomentado la izquierda, la misma que antaño reclamaba la emancipación de la mujer y su condición de ciudadana plena, poderosa, libre. Ahora el discurso es el contrario: en lugar de querer ser libre, todo el mundo se apunta a rentabilizar su condición de víctima.
Dividir la sociedad humana en colectivos mercantilizables no solo pone etiqueta de precio a pelos, tez o vestimenta. También les adjudica un valor ético. Si hay colectivos oprimidos, necesariamente hay opresores. Al igual que toda persona de piel negra puede reclamar su parte del pastel afro, siempre que tenga talento para el marketing, toda persona de piel blanca forma automáticamente parte de los privilegiados. Hasta una mujer blanca, colectivo oprimido cuando se habla del patriarcado, se convierte en opresora en cuanto aparece el discurso de CRAN o de Afroféminas. Una solución fácil es convertirse al islam y ponerse hiyab: garantiza un inmediato ascenso a una categoría más oprimida y más respetada. En alguna parte en medio quedan los homosexuales. Y en la cúspide invertida de la pirámide están quienes no pueden reclamar ninguna de las múltiples identidades del catálogo. "Ser hombre, blanco y heterosexual es pertenecer a todos los grupos opresores" dicen en redes, sin ápice de ironía.Porque "hay privilegios inherentes, con ellos oprimes aunque no quieras".
Aunque no quieras, esta es la clave.
Sobre el autor y el libro
Ilya U. Topper (Almería, 1972) es periodista. Aprendió el oficio en Cádiz, donde llegó tras una infancia en Marruecos, y ha recorrido numerosos países del Mediterráneo como reportero. Fue redactor del semanario La Clave en Madrid y en 2009 fundó la revista digital MSur, que continúa dirigiendo. Desde 2010 vive en Estambul, donde trabaja como corresponsal de Agencia Efe y analista de política internacional con foco en el mundo árabe e islámico. Escribe habitualmente para El Confidencial. Ha publicado el ensayo Dios, marca registrada (Hoja de Lata, 2023), sobre la pugna entre religiones y laicidad, así como, junto al periodista Andrés Mourenza, La democracia es un tranvía (Península, 2019), sobre la transformación de Turquía bajo Erdogan, entre otros textos.
Su nuevo libro, El sexo según la izquierda (Msur Libros), analiza cómo el feminismo, en lugar de seguir peleando por los ideales de la plena igualdad entre mujeres y hombres y la liberación social y sexual, hoy parece un contraataque del patriarcado en todos los frentes.
Un hombre al que le gustan las mujeres oprime a los homosexuales, y tanto da si levanta pancartas en la marcha del orgullo gay o les tira piedras. Un hombre, cualquier hombre, oprime a las mujeres mediante el hecho de existir. Si además de existir es machista y misógino o si trata a las mujeres con respeto y en pie de igualdad es totalmente secundario, porque no es la actitud la que cuenta, sino la pertenencia al grupo opresor, al grupo privilegiado.
Los privilegios se convirtieron en el nuevo mantra de la izquierda. El lema "Revisa tus privilegios" decoraba sudaderas, se leía en pancartas feministas. La fórmula la había popularizado en 1989 la neoyorquina Peggy McIntosh, graduada en Harvard, aplicando al debate antirracista un concepto que ella derivó del análisis feminista: describía como "privilegio" lo que es, para quienes lo gozan, una vida normal: la de los blancos, en comparación con la de los negros. Aunque la propia McIntosh subraya lo arriesgado de esta interpretación, su breve ensayo da a entender que lo normal es ser perseguido, acosado, intimidado y humillado, y si a alguien no le pasa todo esto es porque goza de privilegios de los que debería avergonzarse. Lo deseable, se deduce, sería que la policía disparase también a blancos desarmados en las protestas, que alguien violara a los varones que pasean solos por la noche.
Como revulsivo para exigir una reflexión puede valer, como discurso político sostenido —y lleva años sosteniéndose— es una perversión: sugiere que acosar, humillar, intimidar, violar es la forma normal en la que interactúan los miembros de la sociedad humana. En lugar de combatir la discriminación, la opresión, la violencia, se pone el foco ahora en la necesidad de luchar contra el hecho de no sufrir opresión: contra los "privilegios". Y como nadie ha explicado cómo "revisar" el hecho de haber nacido blanco, heterosexual y varón, lo único que queda es resignarse a ser señalado como opresor, sin necesidad de que nadie haga nada para cambiar el mundo.
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Pero hablar de los "privilegios del varón" tiene un segundo aspecto, este de mayor calado, que está socavando los esfuerzos de luchar por la igualdad: da por hecho que la sociedad patriarcal, al otorgarles "privilegios", beneficia a los hombres. Y eso es falso.
No, la sociedad patriarcal no beneficia a los hombres. Los perjudica. Evidentemente, perjudica muchísimo más a las mujeres: las oprime, maniata, encarcela y mata. Para controlarlas, someterlas y aprisionarlas utiliza a los hombres, creando una categoría social superior, nacida para mandar, la de los varones, y una inferior, destinada a obedecer, la de las mujeres. Aplasta a quien no cumpla con la función asignada, también si es hombre, y eleva a los altares, como respetadas matriarcas, a las mujeres que colaboren fielmente con la misión de vigilar y controlar a todas las chicas díscolas a su alcance y someterlas al sistema que da el poder al varón.
Comparados con las mujeres de su propia sociedad, los hombres son infinitamente más libres. Pero no son libres. Comparados con los hombres de una sociedad igualitaria son unos miserables prisioneros.
No piense en una cárcel normal con funcionarios y celadores. Piense en un campo de concentración.
El Confidencial