El legado de sir George: una colección de arte español en una mansión de la campiña inglesa

En Dudmaston Hall, una señorial casa de campo de ladrillo rojo del siglo XVII, situada en la ondulada campiña de Shropshire, a medio camino entre Birmingham y la frontera de Inglaterra con Gales, se encuentra la mayor colección de arte español de los años cincuenta y sesenta en Reino Unido expuesta al público de forma permanente. Con pinturas de artistas como Antoni Tàpies, Antonio Saura o Manolo Millares y esculturas de Pablo Serrano o Feliciano Hernández, sería una colección espléndida en cualquier museo de España. En Inglaterra, sin embargo, aunque es única, también tiene el reto de hacerse conocer a un público que viaja a Dudmaston Hall para disfrutar de sus hermosos jardines.
“Para los visitantes de Dudmaston, la colección española es un encuentro inesperado. No es una colección fácil de entender para ellos; desafía al espectador con formas abstractas, colores oscuros y materiales inusuales,” explica Laura Bishop, comisaria de esta mansión. Por eso, se ha empeñado en poner de relieve la colección, potenciando su atractivo y la experiencia de los visitantes mediante un nuevo sistema de iluminación y distribución, y proporcionando más contexto sobre los artistas y la vida en España durante el franquismo, así como sobre el propio coleccionista.
La colección fue creada en la década de 1960 por sir George Labouchère, el vivaz embajador británico en España de 1960 a 1966. Labouchère —quien en una ocasión dijo que “contemplar arte abstracto era como disfrutar de uno o dos cócteles muy buenos”— había empezado a coleccionar arte moderno en su anterior puesto como embajador. Fue durante su labor como diplomático en Bélgica, donde adquirió obras de Matisse, Kandinsky, Dubuffet y Sonia Delaunay, entre otros, que también pueden contemplarse en Dudmaston.

Fue en Bruselas donde descubrió el potencial diplomático del arte, durante la Exposición Universal de 1958. Al enterarse de que no habría artistas modernos en el pabellón británico, se ofreció a mostrar el talento contemporáneo de su país en una exposición en la residencia en la que se alojaba. Entre las obras figuraba una escultura de Henry Moore de una mujer sentada, que sir George no pudo resistir comprar para sí, y que más tarde adornaría el jardín de su residencia en la calle de los Hermanos Bécquer de Madrid.
No fue hasta que se trasladó a España cuando se dio cuenta del poder diplomático de coleccionar arte contemporáneo de artistas locales. En una entrevista para la revista de arte Apollo, en 1964, explicaba: “Aumenta mi conocimiento de ese país y, lo que es más importante, me pone en contacto con jóvenes artistas, escritores y músicos y con los círculos interesados en su trabajo. Esto, además de proporcionarme placer, contribuye, me gusta pensar, al entendimiento entre Gran Bretaña y el país donde me encuentro”.

Cuando tomó posesión de su cargo de embajador en Madrid, puso en práctica con ahínco esta política. Su primera compra fue un tàpies, adquirido a través de la Sala Gaspar por 66.000 pesetas. Según una carta de Lady Labouchère, durante una visita a Barcelona su marido había visitado el estudio del “mejor artista español, ¡y no hace falta decir que se enamoró de un cuadro!”. Mientras que Tàpies ya se había labrado una reputación internacional por aquel entonces, algunos de los artistas cuya obra llegó a adquirir estaban pasando apuros. En un país en el que el mercado del arte contemporáneo era débil, él era uno de los pocos coleccionistas en España.
Sus adquisiciones ocupaban un lugar destacado en la residencia oficial: un cuadro de Antoni Clavé colgaba detrás de su escritorio, y había otros en las paredes de su despacho. Al igual que mostrar a Henry Moore había sido una poderosa declaración de intenciones, colgar obras de artistas españoles en una casa con solera también lo fue.
Lo más insólito, sobre todo para un diplomático, es que en junio de 1965, hace sesenta años, su colección se expuso en el Museo Nacional de Arte Contemporáneo de Madrid. No solo se trataba de una rara oportunidad para el público español de ver a muchos artistas internacionales destacados —en una reseña de la exposición en el Diario de Barcelona el crítico de arte Juan Antonio Gaya Nuño destacó obras de Barbara Hepworth, Ben Nicholson y Max Ernst—, sino que los artistas españoles se mostraban junto a ellos, lo que validaba implícitamente su calidad.
Labouchère había visitado España durante distintas épocas, pues comenzó su carrera como tercer secretario en Madrid a tiempo para vivir el final de la dictadura de Primo de Rivera y los primeros años de la democracia de la Segunda República. También en los sesenta, cuando la España franquista estaba cambiando tímidamente pero los artistas se mostraban cada vez más contrarios al Régimen. Este gesto, aunque indirecto, era un apoyo por parte de un embajador británico. De hecho, aunque la exposición no fue reseñada en el diario Abc, conocido por su afinidad al franquismo, fue tratada positivamente por la revista satírica La Codorniz. Gaya Nuño transmite en su citada reseña cierta admiración hacia el embajador por coleccionar arte contemporáneo español, pero también una abierta crítica a la burguesía nacional de la época por no hacer lo mismo.
Cuando el embajador se jubiló en 1966, él y su aristocrática esposa se mudaron a Dudmaston Hall, que ella había heredado de un tío suyo. Sir George, mecenas de la Tate Gallery de Londres, donó dos de las obras más importantes de su colección española, un millares y un manuel rivera, a este museo, aunque lamentablemente nunca se han expuesto.
El matrimonio quería que su colección de arte fuera accesible al público y consiguió que el National Trust (organización benéfica británica de conservación del patrimonio) se hiciera cargo tanto de la casa como de la colección. “En los próximos años, esperamos desarrollar aún más nuestra investigación sobre esta galería para comprender el papel y la relación que sir George Labouchère tuvo con estos artistas y con España”, explica Bishop.
No fue una labor fácil: la relación de estos artistas con el régimen franquista era compleja, y quizá en Dudmaston haya una tendencia a simplificar demasiado la situación. Pero es un esfuerzo bienvenido —como el embajador hubiera deseado— para promover el entendimiento entre los dos países.
EL PAÍS