El ombligo de Nueva York

Entre los numerosos y estrambóticos peajes que uno paga por vivir en esta ciudad (algunos sólo se revelan cuando llegas, y nadie puede advertirte lo suficiente), hay tres que cualquier nuevo residente en Nueva York reconocerá: la abundancia de ratas en las aceras, la falta de ascensores en los edificios y el hecho de que estos mismos edificios (por la antigüedad y desidia de sus propietarios) no cuenten con lavadoras. De ahí las laundromats, las lavanderías comunitarias en cada esquina.
Una lavandería
TercerosDesde mi sexto piso, subo y bajo haciendo malabares con una montaña de ropa para lavar, que a menudo va cayéndoseme por las escaleras. Pero como sucede con cada travesía diabólica, tras el descenso a los infiernos hay una recompensa. No me explico por qué (y dar con la respuesta desharía el misterio), pero en la lavandería se me han ocurrido las mejores ideas, he dado con destellos y aprendizajes que no existen en otros lugares, o en los lugares de la ciudad diseñados para la epifanía, como los museos o las iglesias.
En la lavandería el lenguaje es sinuoso, la comunicación críptica y soterradaEn apariencia, las lavanderías son un oscuro lugar de paso, pero hay una razón por la cual son un icono de la cultura popular estadounidense (y en ningún lugar están mejor retratadas que en los relatos de Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin, publicado por Alfaguara y L’Altra Editorial). Borrachos y vagabundos se refugian aquí del calor, en verano. Mujeres de distintas edades, casi siempre latinas, esperan a que termine el ciclo de lavado. Sus hijos, sentados en sillas de plástico, quedan hipnotizados ante el canal del tarot, encendido las veinticuatro horas.
Hay quien considera a las lavanderías de Nueva York como un aparte de la sociedad, pero son su centro, su ombligo, el vientre incandescente de esta ciudad. Y al contrario del ágora, donde los ciudadanos griegos –los hombres– trataban de modo público y explícito los temas que preocupaban a la ciudad, en la lavandería el lenguaje es sinuoso, la comunicación críptica y soterrada, y nunca puedes saber exactamente qué está pasando, pero algo está pasando: algo se está decidiendo. Los homeless duermen y los niños se pelean mientras las madres hacen su labor, pero la labor es otra de la que parece, y no tiene que ver con detergente.
Lee tambiénSi la cultura oficial se debate en las asambleas políticas y en los periódicos del país, otra cultura nace y se aprende en las lavanderías, quizás una mayor: la convivencia, más que el control de los demás. Nadie es un problema, los marginados no resultan un estorbo, y las historias –los secretos– proliferan. En un lugar tan solitario como Nueva York, en un país tan individualista como este, verme obligada a salir a la lavandería ya no es un inconveniente, sino una especie de milagro. A menudo una iluminación.
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