Leocadia o la razón del exilio de Francisco de Goya en Burdeos
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No sé si Leocadia Zorrilla Galarza me perdonaría por incluirla entre las mujeres profanas. Era liberal radical y obraba acorde con ello. Leocadia es de las más escurridizas a la hora de encajarla en alguna de las categorías de mujeres fijadas en esta indagación. Necesita una nueva mirada para salir de la oscuridad en la que vivió. Puede decirse, con cierta reserva, que se retrató políticamente en el Trienio constitucional, y al regreso del absolutismo, ella y Goya optaron por exiliarse porque a ella la perseguían; a él lo mimaba Fernando VII.
Leocadia y sus hermanos quedaron huérfanos de madre, rechazados por la madrastra. Leocadia fue acogida por su tía, Juana Galarza, cuya hija, Gumersinda Goicoechea Galarza, se casó con Javier Goya, hijo del pintor. Los biógrafos del artista aventuran, con alto grado de probabilidad, que Goya y Leocadia pudieron conocerse el día de la boda del hijo de él con la prima de ella, cuando el pintor tenía 59 años, y ella 16. La relación que iniciaron a partir de ese día es desconocida. A los 18 años, ella se casó con un joyero judío alemán con taller en Madrid. La novia aportaba una dote de 230.570 reales al matrimonio. Una cifra sustancial, pero no disponía de mandato sobre ella, sino que la entregaba al marido. Tuvo dos hijos, Joaquín y Guillermo, antes de que el marido, Isidro, la denunciara por “infidencia, trato ilícito y mala conducta; agregándose un genio altanero y amenazador”.
En la acusación, él evitaba el adulterio, pero no ahorraba en otros improperios. En 1814 nació Rosario Weiss Zorrilla. La paternidad biológica de la niña ha gravitado sobre la duda de si se atribuía al joyero o al pintor, viudo. El joyero estaba al borde de la ruina. La dote matrimonial de ella había desaparecido. Leocadia buscó trabajo o cobijo de casera junto al artista, quien había adquirido la Quinta del Sordo por 60.000 reales. Una cómoda y amplia casa de campo fuera de Madrid que había pertenecido a un sordo y, por el albur, la compró otro sordo. Goya era el pintor favorito de la Corte. El invasor José I le concedió la Orden Real de España, la cual lo tachó de afrancesado y le perjudicó a la salida de los franceses. Tuvo que someterse al proceso de purificación “con tacha”. En el expediente dice que nunca usó la Orden Real concedida por Pepe Botella. En 1815 quedó purificado, su nombre incluido en la lista de “empleados patriotas”.
En la Quinta del Sordo vive Goya con Leocadia y los dos hijos pequeños de ella. El papel de ama de llaves conviene a todos. El retratista tiene la salud quebrada; ella se ocupa de la casona. Además de pizpireta y madre, es también liberal y defensora de la Constitución de Cádiz, así que incorpora a su hijo Guillermo al Batallón de Niños en defensa del constitucionalismo. Denunciada por el marido, tachada por sus ideas políticas y con un hijo en el Batallón de Niños, la ficha de Leocadia es suficiente para ser perseguida por la Policía cuando finaliza el Trienio y vuelve la represión. Deciden exiliarse, por separado, aunque él no aparece como peligroso para el régimen de Fernando VII, a quien el artista escribe para que le conceda un pago mensual por el trabajo hecho en la Corte y un permiso para viajar a Francia a tomar las aguas curativas.
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De este período de convivencia en la Quinta del Sordo brotó el retrato más conocido de Leocadia. Una imagen goyesca por lo que respecta a la sobriedad de la vestimenta; un velo le cubre la cabeza dejando al descubierto la cara con la penetrante mirada, y más aún el generoso escote en el que asoman los pechos bien proporcionados. Es una mujer joven y natural en una postura informal: apoyada sobre lo que se ha interpretado como una tumba, a la espera de lo desconocido. La posición del cuerpo en actitud contemplativa la acerca más a las majas (desnuda o vestida) que a las duquesas emperifolladas y emperejiladas. Goya la aleja también de las mujeres del pueblo llano o las aguadoras. Leocadia tiene un status especial; los ojos pequeños y oscuros se intuyen en la hilandera de Alegoría de la industria - homenaje a Las hilanderas, de Velázquez-.
El mayordomo mayor del rey escribe sobre Goya que “se ha servido Su Majestad concederle su Real licencia, por término de seis meses, para pasar a tomar las aguas minerales de Plombieres, en Francia, con el objeto de mitigar sus dolencias”. Con esta misiva emprendió viaje hacia Francia, pero no se detuvo en Plombieres ni en ningún otro balneario. Primero ancló en Bayona y Burdeos para contactar con quienes ayudaban a los refugiados liberales, entre ellos Leandro Fernández de Moratín. Después llegó a París, se reunió con la condesa de Chinchón y con Pepita Tudó. La Policía francesa informaba al Ministerio del Interior de que el viajero no presentaba ningún peligro. Por la pinta que tenía, “parecía más viejo de lo que era, y estaba sordo”.
El 27 de junio de 1824, Moratín escribe: "Querido Juan: Llegó en efecto Goya, sordo, viejo, torpe y débil, y sin saber una palabra de francés, y sin traer un criado (que nadie más que él lo necesita), y tan contento y tan deseoso de ver mundo. Aquí estuvo tres días; dos de ellos comió con nosotros en calidad de joven alumno: le he exhortado a que se vuelva para septiembre, y no se enlodacine en París y se deje sorprender por el invierno que acabaría con él. Lleva una carta para que Arnao vea en dónde acomodarle, y tome con él cuantas precauciones se necesitan, que son muchas, y la principal de ellas, a mi entender, que no salga de casa sino en coche; pero no sé si él se prestará a esta condición".
Sobre la autora y el libro
Conxa Rodríguez Vives (Morella, Castelló, 1958) es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha trabajado en medios escritos y en radio, y de 1990 a 2008 fue corresponsal de Avui en Londres. En 1989 reveló el exilio del carlista Ramón Cabrera en Inglaterra, con el patrocinio del historiador Josep Benet y el Centre d’Història Contemporània, en el libro Ramón Cabrera, a l’exili. Sobre el mismo exilio trata su novela histórica Piano a cuatro manos (2016). En 2019, amplió sus pesquisas históricas en torno a Cabrera en Los exilios de Ramón Cabrera.
En ¡De armas tomar!, su nuevo libro, lleva a cabo un fascinante recorrido por la geografía feminista española del siglo XIX, con nombres y apellidos, de vida en vida, de pueblo a ciudad, de norte a sur, de este a oeste y de guerra en guerra. Las españolas, como las europeas, se agrupan, se rebelan y se conforman; ganan y pierden; y van abriéndose paso a un futuro más igualitario.
Tal como planearon, Goya regresaba a Burdeos junto a Leocadia, Guillermo y Rosario, y algunos de los parientes Goicoechea. Leocadia recaló en Bayona, donde le emitieron un pasaporte con destino a “Burdeos donde se encontrará con su marido”. Harta debía estar Leocadia de dar explicaciones sobre su relación con Goya. Si ella tuvo un desliz al tratarle de “marido”, él veía en Rosario a su hija. Goya escribe al banquero Joaquín Ferrer, residente en París, para decirle que quiere mandar a Rosario a estudiar dibujo a la capital francesa, y le pide a Ferrer que la tenga “como si fuera hija mía ofreciéndole a Usted la recompensa ya con mis obras o con mis haberes”
Funcionaban como familia. Moratín, avanzado como era, tenía ojeriza a aquella mujer joven, de carácter independiente y lascivo, que acompañaba al artista octogenario. Moratín expresa ironía y sarcasmo sobre Leocadia mientras esparce reverencias sobre Goya y él mismo: "Goya está ya, con la señora y los chiquillos, en un buen cuarto amueblado y en buen paraje; creo que podrá pasar comodísimamente el invierno en él. Quiere retratarme, y de ahí infiero lo bonito que soy [...] Goya está aquí con doña Leocadia; no advierto en ellos la mayor armonía [...] Goya ha tomado una casita muy acomodada con luces del Norte y Mediodía, y su poquito de jardín: casa sola y nuevecita, en donde se halla muy bien. Doña Leocadia, con su acostumbrada intrepidez, reniega a ratos, y a ratos se divierte. La Mariquita [Rosario] habla ya francés como una totovía, cose y brinca y se entretiene con algunas gabachuelas de su edad [...] Les oí hablar de unas mantas que habían recibido. Extraño que doña Leocadia no te haya escrito; de Goya no hay que admirarse, porque le cuesta muchísimo trabajo escribir una carta".
De la correspondencia de los cuatro años de exilio aflora una Leocadia resignada a que todo le vaya en contra. Goya viajó a Madrid en 1826 y en 1827, dos viajes que demuestran que el exilio no era tan forzado para él como para Leocadia, que se quedaba en Francia. En Madrid, ató asuntos de herencia, haciendo a su hijo Javier, sin oficio, pero con beneficio paterno, su heredero único. Dejó a Leocadia con algunos muebles de la casa, lo que quedaba del mes de alquiler pagado, una célula de dinero por si querían regresar a España y el cuadro La Lechera. La muerte de Goya agravó los problemas de Leocadia, quien informa a Moratín: “Se le paralizó el lado, así ha estado 13 días, conocía a todos hasta tres horas antes de morir veía la mano, pero como alelado; quiso hacer testamento, decía, en nuestro favor, y respondió su nuera que ya le tenía hecho”.
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En 1829, al año siguiente a la muerte del pintor, Leocadia pone en venta el cuadro La lechera, “por necesidad” y por el precio de “no menos de una onza” que decía “el difunto”. La carta empieza muy a su estilo al decir: “Aunque soy mujer tengo carácter y palabra”. Ella es la que mejor se describe a sí misma. La venta de La lechera no evitó la indigencia posterior. Peleó por algo de la herencia de Goya, pero perdió como había perdido la dote matrimonial y los bienes de su familia. Su hijo Guillermo fue encarcelado en Bergerac por participar en la expedición de Vera de Bidasoa, dirigida por Espoz y Mina, para derrocar el absolutismo. Ella solicitó un subsidio al gobierno francés aduciendo el refugio político “para sustraerse a las persecuciones y a los insultos de toda clase que le habían atraído sus opiniones políticas y la circunstancia de ser su hijo Guillermo Weiss oficial de la milicia voluntaria”. Se le concedieron 1,50 francos al mes.
La amnistía de 1833 las condujo de regreso a España, donde Rosario trabajó como copista en el Museo del Prado; fue nombrada maestra de Dibujo de la princesa Isabel y de la infanta Luisa Fernanda. La dicha de Leocadia se truncó con la muerte de Rosario a los 29 años. Una muerte contra natura; una pensión de cuatro reales.
Murió Isidro en la indigencia. Leocadia sucumbió a la vida en 1856 sin testar; dejó dos hijos, Joaquín y Guillermo, lo único que le quedaba, su genética, y, por entonces, ya no eran suyos.
El Confidencial