Pedro Cuartango y la teología de la incertidumbre
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El libro de Pedro G. Cuartango no pretende resolver el enigma de Dios sino plantearlo. Tampoco lo agrava. Se limita a abrir la puerta de la incertidumbre con la llave de la conciencia. Es decir, se atreve a mirar hacia dentro cuando el mundo se ha acostumbrado a buscar el espíritu en los manuales de autoayuda, los abdominales y los oráculos de Silicon Valley.
Cuartango (Miranda de Ebro, 1955) no hace proselitismo del ateísmo ni catequesis de la fe. El suyo es un evangelio de la duda, un testimonio entre autobiográfico y filosófico que confiesa que Dios no ha muerto, pero se oculta. No ha hablado, pero lo intuimos. No lo vemos, pero nos mira. A lo lejos. A través de la pupila interior. Como si el Creador —el motor original— hubiera preferido esconderse en un agujero negro para no mancillar su perfección con nuestras plegarias contaminadas.
Lo más perturbador de este ensayo, y quizá lo más noble, es que Cuartango no intenta convencer a nadie. Le basta con desnudarse. Le basta con recordar la figura lejana y severa de Pío XII en el cabecero de su cama, con rememorar las letanías en latín de su infancia, con evocar al padre jesuita que le explicó el argumento ontológico de san Anselmo como si de un truco de magia se tratara. También a Descartes, con sus ideas innatas, y Santo Tomás, con sus cinco vías hacia un Dios que no se deja encontrar ni por los caminos asfaltados de la razón ni por las veredas sentimentales de la infancia.
La idea de Dios, dice Cuartango, puede impresionar nuestra conciencia, pero eso no significa que exista. Del mismo modo que podemos imaginar unicornios o sirenas, sin que broten del barro ni pasten en los astilleros. La fe no es el argumento, sino el vértigo. Y el vértigo, como el amor o el miedo a la muerte, no se razona: se padece y nos remite a la convivencia.
Lo más perturbador de este ensayo, y quizá lo más noble, es que Cuartango no intenta convencer a nadie. Le basta con desnudarse
Por eso el libro no se presenta como una búsqueda, sino como una confesión. Una confesión agnóstica, casi sacramental, en la que Cuartango se sitúa a mitad de camino entre la angustia existencial de Camus y el consuelo tibio de Montaigne. ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Para qué prolongar el juego si no hay reglas ni árbitro ni marcador? Cuartango no se lo pregunta con solemnidad. Lo hace con la naturalidad con la que uno se toma un café en una plaza vacía, convencido de que la belleza del instante no necesita explicación ni fundamento teológico.
Hay algo estoico y crepuscular en este libro. Algo que recuerda a las caminatas de un exiliado por el pueblo natal. Volver a Miranda de Ebro no es una evocación turística, sino una liturgia íntima. El autor pasea por las huertas, mira el cauce inmóvil del Ebro y comprende que el río no fluye, sino que permanece. Que las generaciones han pasado por ese puente como quien cruza el umbral de la vida sin saber que está en tránsito hacia la nada. Y sin embargo, la conciencia de esa finitud no genera cinismo, sino compasión. Por uno mismo y por los otros. Por el niño que fue y que ya no es. Por el padre que se murió sin que le dijeran “te quiero”. Por la idea de Dios que se deshizo como un azucarillo en el café de los domingos sin misa.
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En estos tiempos de dogmas líquidos y religiones de quiosco, Cuartango ha escrito un libro insolente. No porque provoque, sino porque piensa. Porque piensa lentamente. Porque se atreve a usar la palabra “Dios” sin comillas ni sarcasmo, sin exhibicionismo ni aspavientos, como si todavía creyera en el poder curativo de las preguntas. Incluso de las que no tienen respuesta.
¿Quién se atreve hoy a escribir que “Dios es una gota de agua”? ¿Quién se permite dudar sin exhibirlo como un gesto de sofisticación o de superioridad moral? ¿Quién transforma la pérdida de la fe en un acto de honestidad literaria y no en un pretexto para pavonearse de escepticismo? Dudar de la duda es la paradoja más hiriente del agnosticismo.
Palabra de Pedro García Cuartango. El mismo que llora ante el cadáver de Juan XXIII. El mismo que soñaba con ser misionero en África. El mismo que rezaba para que Dios lo salvara de los pecados de la adolescencia. El mismo que, a las puertas de los setenta, se descubre anciano y lúcido, sentimental y descreído, con más preguntas que nunca y con menos tiempo para responderlas.
Al final del día, incluso el silencio de Dios puede ser una forma de respuesta. O un eco
No hay certezas en
Entre tanta pregunta sin respuesta, entre tanta noche oscura del alma, hay momentos en que el misterio se vuelve presencia. No una presencia dogmática ni sobrenatural. No el trueno de Yahvé ni la zarza ardiente. Más bien una vibración íntima, casi física. Como cuando suena Bach.
Porque Bach no responde. Bach tampoco demuestra nada. Pero sucede. Sucede como un acontecimiento metafísico. Como una epifanía sin dogma. La música de Bach es lo más cerca que estamos de Dios sin necesidad de pronunciar su nombre. Y eso lo sabía el propio Cuartango, que ha escrito este libro como si lo hubiera hecho con una partitura abierta de fondo: las Variaciones Goldberg al amanecer, la Chacona en re menor como réquiem personal, el Magnificat como último refugio de la trascendencia.
No hace falta creer para escuchar a Bach. Pero es imposible escucharlo sin intuir que hay algo más. Una lógica invisible. Una armonía anterior al Big Bang. Un orden que no impone, sino que consuela. El Dios de Bach no amenaza ni vigila. El Dios de Bach no habla, pero canta. Y canta desde la intimidad de una célula, desde la aritmética de las esferas, desde el pulso secreto de nuestra conciencia.
El Confidencial