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El justo castigo a la soberbia

El justo castigo a la soberbia

Los griegos en la Antigüedad dieron con el concepto del envanecimiento, crearon la palabra hubris para que la noción entrase en la conversación tertuliana y relataron cómo los inflados de esta presunción acabaron mal. Así les fue a Edipo, a Narciso, a Agamenón, a Ícaro y a Aquiles entre otros tantos personajes que pertenecen a la mitología y que, por eso mismo, son reconocibles. Y así les va a los engreídos de hoy.

El sustantivo hubris, que fue una adaptación de Hybris, la diosa de la petulancia, significaba un orgullo excesivo que se transforma en arrogancia. En el contexto del mundo de Homero esta actitud se manifestaba en una declarada insolencia hacia los dioses que llegaba hasta el punto de desafiarles. Cuando los humanos se pasaban de rosca con su osadía, llegaba Némesis, la diosa de la venganza, y les ponía en su sitio.

En estos tiempos cuando nadie anda alocado por lo que hacen o dejan de hacer los dioses, hubris goza de buena salud. La palabra se utiliza mucho en el mundo anglosajón. Sobran por doquier soberbios que padecen un ego desmedido, y el más altanero de todos ellos acaba de cumplir los primeros cien días de su vuelta a la Casa Blanca. En estos pagos donde el término se usa menos se puede aplicar a quien cumplirá siete años en el palacio de La Moncloa al acabar este mes de mayo.

Hoy como entonces, Némesis también está también presente y en el caso de Pedro Sánchez las venganzas que le asedian se manifiestan en varias formas. Un castigo recurrente que el Olimpo enviaba al endiosado en la tierra consistía en catástrofes recurrentes que le descolocaban. Se dirá que Sánchez las padece de manera periódica.

Sea una devastadora riada o un apagón prolongado, la calamidad la sufre en primer lugar la ciudadanía que, muy comprensible y coherentemente, se revuelve y pide la dimisión de quien tiene la misión primordial de asegurar que España funcione. Se podrá medir la cólera ciudadana en una convocatoria que está fijada para en el próximo día diez en Madrid pero por multitudinario que sea el pataleo, la expectativa de que Sánchez tire la toalla es escasa.

El presidente del Gobierno no es gafe. Lo que le pasa a Sánchez es que muchos, además de mentiroso -una mayoría a juzgar por las encuestas-, le percibe como soberbio, arrogante, engreído y todas esas cosas que engloba la palabra que deriva de la diosa de la petulancia y que motiva a la de la venganza.

En la riada Sánchez se mostró cobarde y con el apagón ha dado una muy palmaria muestra de hasta dónde llega su sectarismo ideológico. Tales conductas y circunstancias anímicas pasan factura y, por lo pronto, eliminan cualquier confianza que pueda permanecer en la gestión del presidente del Gobierno.

El sanchismo polariza los sentimientos y el resultante más llamativo del hubris presidencial es que el inquilino de la Moncloa no puede pasear por la calle como los demás mortales. El minoritario Gobierno progresista que encabeza Sánchez se muestra más débil con cada semana que pasa. Pero el exasperante envanecimiento no decae. El sanchismo es ajeno a la autocrítica y la humildad.

Naturalmente para Hubris -con mayúsculas- no hay ninguno que supere el que exhibe Donald Trump. Y en este caso Némesis ha actuado de una manera francamente original. El resultado de las elecciones generales en Canadá que se celebraron a principios de esta semana ha sido una bofetada que la arrogancia del presidente de Estados Unidos tenía ganada a pulso. Las consecuencias del sopapo se irán viendo y pueden ser de largo alcance.

Para quienes no estén muy al tanto de la política en Canadá, un próspero país, adicto al hockey sobre hielo, oficialmente bilingüe en inglés y francés, miembro de pleno derecho del G-7, fiero combatiente desde el principio en ambas guerras mundiales del siglo XX junto con el Reino Unido, su antigua metrópoli, y aliado fundador de la OTAN, les basta con tener en cuenta que el hubris del presidente de Estados Unidos le ha regalado las elecciones en el país vecino a quienes le desprecian de pe a pa.

Hasta comienzos de este año todo estaba supuestamente atado y bien atado para que el Partido Conservador de Canadá, muy cercano al Partido Republicano estadounidense, ganase las elecciones por goleada y pusiese fin a una década de gobierno liberal bajo la batuta del crecientemente impopular Justin Trudeau.

Los liberales eran acusados, entre otras lindezas, de ser globalistas, agenda veintetreintistas, wokistas y, además, se habían mostrado incapaces de contener la inflación y construir viviendas asequibles. Por todo ello los conservadores surfeaban la ola trumpista. Y de repente Trump lo fastidió todo.

Nada más jurar el cargo de presidente, Trump impuso unos aranceles desorbitados a las importaciones de Canadá, al igual que hizo a las de México, su vecino del sur, y para mayor inri, le dio por hablar -cualquiera sabe tratándose de él si en broma o en serio- de convertir a Canadá en el quincuagésimo primer estado de Estados Unidos. Inmediatamente los canadienses se pasaron del bourbon de Kentucky al whisky de Ontario y de Alberta, y el malhadado Trudeau se quitó de en medio.

Lo que consiguió Trump fue crear un sentimiento patriótico en Canadá que ya quisiera él para su dividido país o cualquier otro dirigente para el suyo. Némesis movió los hilos, levantó al Partido Liberal del suelo y convirtió a su nuevo jefe Mark Carney en el próximo primer ministro del gobierno de Ottawa.

Carney, de 60 años, es un tecnócrata que conoce bien los misterios del sistema monetario porque ha sido gobernador del Banco de Canadá y del de Inglaterra, pero se diría que no sabe nada de política porque ni siquiera era parlamentario cuando, a la desesperada, los liberales le eligieron sucesor de Trudeau.

Lo que ha mostrado Carney durante una fascinante campaña electoral es que instintivamente entiende mucho mejor lo que moviliza a los electores que los que se han pasado la vida dando codazos en un partido político. El eslogan del Partido Conservador era Canada First, y sus vibraciones trumpianas apestaban. Carney se sacó de la manga Canada Strong, y su mensaje era que el país tenía que estar unido y ser fuerte para resistir la amenaza del hubris trumpiano.

Carney declaró solemnemente que con Trump no había nada que hacer y que el largo y muy fructífero periodo de estrecha amistad y de integración con Estados Unidos se había acabado. Dijo que Canadá nunca sería un estado más del país vecino. Los canadienses le escucharon con emociones cercanas al éxtasis. La contundencia de Carney, un hombre ponderado y de fiar como corresponde a un mandamás de bancos centrales, le valió para dar la vuelta a un resultado electoral que estaba cantado.

Las secuelas de las elecciones canadienses son intrigantes y dos temas están en la conversación que repasa las consecuencias del avanzado estado de hubris que define a Trump. Una es el efecto que la sorprendente victoria de Carney pueda tener sobre el liderazgo de la maltrecha alianza transatlántica. La otra tiene que ver con la eficaz demolición de un Partido Conservador de tendencia trumpista por un recién llegado a la política como Carney.

Canadá, cuyo soberano es Carlos III de Reino Unido, que incorpora con naturalidad su legado cultural francés y que cuenta con la población más numerosa de descendencia ucraniana de cualquier país fuera de Rusia y del martirizado país que Putin invadió, es un puntal en la nueva arquitectura de seguridad y defensa que ha de asumir Europa.

Lo previsible es que los europeos quieran escuchar a Carney y que Canadá pase a ser un privilegiado socio comercial de Bruselas. Si se da rienda suelta a la imaginación, Canadá podría ser socio de un reconfigurado bloque político y económico occidental que incluiría a Reino Unido, y que se apoyaría en fortalecidos valores de democracia liberal.

Por otra parte, el rédito que ha obtenido Carney con su implacable postura, desde el minuto uno, de total incompatibilidad con Trump debería dar mucho que pensar a los partidos, y a los gobiernos europeos que le ríen las gracias al presidente de Estados Unidos. Carney ha triunfado porque ha tocado la tecla del patriotismo y la identidad nacional. Los electores penalizan a los que afanosamente buscan componendas con quien proclama, y libre es de hacerlo, America First.

Y volviendo a este soleado corral, aquí se está, como mucho, de mirón en cuanto a lo que ocurre fuera de sus confines. Y los de fuera, los del Partido Popular Europeo, por ejemplo, que se reunieron en Valencia esta semana, bien pueden mirar a España con cierto estupor.

Con las elecciones en Canadá los forasteros se han enterado de que el hubris crea una ola expansiva de efectos sorprendentes. Y pueden palpar una patología similar en España con la demagógica reacción gubernamental al apagón. Se está a la espera del némesis que le tocará al sanchismo. Sus buenistas acciones, como la de cerrar las centrales nucleares, tendrán su recompensa.

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