Así floreció en Toledo la ciencia más antigua del mundo, hace 1.000 años

Hace casi 2.000 años, en África, concretamente en la ciudad de Alejandría en Egipto, Claudio Ptolomeo escribió un conjunto de trece libros que se conocían con el nombre de Sintaxis matemática. Ese tratado ptolemaico resumía el concepto de universo más aceptado durante casi toda la historia: solo sustituido hace poco más de 500 años, tras la revolución copernicana. En aquellos libros, el sabio alejandrino describía un modelo en el que la Tierra estaba inmóvil en el centro, y la Luna, los demás planetas, el Sol, y las estrellas fijas estaban localizadas en esferas concéntricas que giraban en torno a la Tierra.
Ese modelo pretendía explicar la posición del Sol y de los planetas con respecto a las estrellas a lo largo del año. Pretendía también explicar por qué hay día y noche, estaciones, o por qué los planetas —estrellas errantes, de acuerdo a la etimología de la palabra— describen movimientos extraños en el cielo. Ptolomeo quiso reproducir con su modelo las observaciones de la posición de estrellas hechas anteriormente durante siglos, principalmente por otros famosos astrónomos griegos como Hiparco de Nicea.
La obra de Ptolomeo, desde que se escribiera hacia el año 150 de nuestra era, se transmitió hasta nuestros días de una manera interesante, que creo que nos enseña mucho del poder de la ciencia para unir personas y culturas sin fronteras, desde África a Europa y América, pasando por Asia. La Sintaxis matemática hoy es más conocida por el nombre de El Almagesto, que proviene del árabe al-majisṭī —“el más grande”, “el majestuoso”— porque la obra que nos llegó a Europa proviene de las copias que se hicieron en árabe en torno al siglo IX. Quizás fue antes, pero la copia más antigua que se conoce es la hecha en tiempos del califa Al-Ma’mun, que reinó en el Califato Abasí —con capital en Bagdad— entre los años 813-833 de nuestra era. Parece que le gustaba mucho la ciencia y promocionó la traducción al árabe de muchas obras griegas, incluida una copia de la Sintaxis matemática que consiguió tras un tratado de paz con el Imperio de Bizancio.
Del mundo árabe, el ya conocido como El Almagesto pasó a Europa en torno al siglo XII. Y parte del mérito de ello se lo debemos a gente que vivía en ciudades como Toledo. Durante los siglos XI y XII, la ciencia floreció aquí, donde astrónomos musulmanes como Al-Zarqali —también conocido como Azarquiel, que nació en Toledo y murió en Córdoba— siguieron las enseñanzas de lo que se contaba en El Almagesto y realizaron sus propias mediciones de la posición de los astros. Al-Zarqali construyó para ello instrumentos como astrolabios o relojes de agua (clepsidras) para poder medir el tiempo por la noche, algo extremadamente importante para hacer esas observaciones astronómicas.
En Toledo también se juntaron para aprender y realizar observaciones astrónomos de origen judío como Isaac ben Sid. En esa ciudad, tanto judíos como musulmanes, que tenían acceso a libros antiguos conservados en árabe, El Almagesto entre ellos, leían los textos traduciéndolos a la lengua vernácula, el castellano. Monjes escribanos y copistas cristianos, como Gerardo de Carmona, oyendo a esos astrónomos leer libros como El Almagesto, los reescribieron en latín y lenguas vernáculas, no sin esfuerzo y errores debidos a la falta de conocimientos específicos sobre el tema o errores de interpretación, además de tipográficos.
Finalmente, fue también en Toledo donde luego —financiados por el rey Alfonso X, ya en el siglo XIII— esos textos y todo ese conocimiento astronómico de siglos se plasmaría en las llamadas Tablas alfonsíes, escritas en castellano. Esas tablas fueron la compilación de datos, técnicas y conocimientos astronómicos más importante durante varios cientos de años más. Primero en libros manuscritos, luego copiados con imprenta. Llegaron incluso a Copérnico, quien supuestamente usó las Tablas alfonsíes, y acabaría cambiando nuestra visión del universo para siempre. El conocimiento surgido siglos antes en Asia Menor —Nicea o Alejandría—, transmitido a través de Bizancio hasta los imperios de Oriente Próximo —Bagdad—, llegó a Europa —Toledo—, donde cambió el paradigma de milenios; y desde aquí, se transmitió al resto del mundo.
Un esfuerzo intercultural a largo plazoY aquí es donde me quiero parar a sacar las conclusiones de toda esta historia. Esta semana nos reunimos en un congreso internacional, precisamente en Toledo, la ciudad conocida como crisol de culturas, astrofísicos de múltiples países —no sin problemas, por lo que está pasando en el mundo en los últimos meses—, para presentar nuestros descubrimientos y discutir sobre lo que sabemos y no sabemos de cómo se han formado las galaxias a lo largo de prácticamente toda la vida del universo. Hoy nuestras tablas están en formato electrónico, cada uno las interpreta de acuerdo a su mejor entender, con errores y aciertos. También hemos usado el conocimiento pasado para construir instrumentos increíbles: nuestros astrolabios o clepsidras son hoy telescopios como el James Webb. Transcribimos nuestros resultados en artículos científicos y de divulgación, con ayuda de periodistas, los escribanos de hoy.
La ciencia sigue trascendiendo el tiempo, las religiones y las culturas, de una manera que tampoco dista mucho de aquella época en ciertos aspectos. La ciencia básica —en concreto, la astronomía— como una empresa que Isaac ben Sid en el prólogo de las Tablas alfonsíes diría (transformando sus palabras a lenguaje más actual) que “sólo se puede acometer por científicos durante generaciones, pues los descubrimientos trascienden la duración de la vida de los humanos”.
Una ciencia básica que debe ser promovida desde las instituciones: el rey, en aquella época; hoy, los gobiernos, a través de la financiación pública que emana de los impuestos. Todos debemos esforzarnos en presentar sus resultados en lenguaje entendible para toda la sociedad, en todos los países, de modo que avancen de forma colaborativa en conocimiento, lo que implica progresar en respeto entre diferentes, igualdad y justicia.
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico, sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología, y Eva Villaver, subdirectora del Instituto de Astrofísica de Canarias.
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