Entre la motosierra y los berrinches, Trump y Musk le regalan a China la carrera espacial

Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

En las Navidades de 2008, Elon Musk estaba al borde de una crisis nerviosa: en la cuenta bancaria solo le quedaban telarañas y sus empresas —de cohetes y coches eléctricos— seguían sin coger vuelo. Pero recibió una llamada que le puso a temblar: “No podía ni sostener el teléfono. Simplemente solté: ¡Os quiero, chicos!”. Le llamaban de la NASA, que acababa de salvarle de la bancarrota con un contrato de 1.600 millones de dólares de dinero público para realizar doce viajes de ida y vuelta a la Estación Espacial Internacional (ISS). En ese preciso momento, Musk cambió la contraseña de su ordenador por “ilovenasa” (quiero a la NASA). Casi dos décadas después, Estados Unidos depende por completo de las naves de SpaceX, la compañía que recibió ese contrato, que pondría en riesgo 22.000 millones de dinero público si rompiera con la administración.
EE UU no tiene alternativa —ni viable ni inmediata— para los contratos con Musk en acceso orbital para Defensa, en rotación de astronautas en la ISS, en los planes para llegar a la Luna o en el lanzamiento de satélites científicos y misiones planetarias. Sería un desastre económico y geoestratégico: es tal la dependencia mutua entre la compañía y el país que nadie se cree que puedan llegar a romper, a pesar del calentón que protagonizaron este jueves Musk y Donald Trump. El presidente aseguró que se ahorraría miles de millones si cancelara sus contratos con Musk y este respondió que SpaceX retiraría inmediatamente del servicio a sus naves Dragon, la única vía de EE UU para poner gente en el espacio (un contrato de 5.000 millones). El único intento de competencia en ese campo fue la nave Starliner de Boeing, que tuvo un fallo en su vuelo de estreno y dejó a dos astronautas varados allí durante meses.
La compañía de cohetes del magnate sudafricano es tan estratégica que Steve Bannon —que también fue el asesor trumpista favorito hasta caer en desgracia— ha pedido al presidente que “confisque SpaceX”. Un exprópiese chavista en toda la regla al que Musk ha respondido con un “Bannon es un comunista retrasado”. Pero más allá de las palomitas que tomamos viendo las peleas teatrales en el territorio MAGA, Musk tuvo que recoger cable al cabo de un rato: “Vale, no retiraremos la cápsula Dragon del servicio”. El magnate publicó esa rectificación en su red en respuesta a un anónimo usuario pocosfollowers, lo que da la verdadera medida del farol. Pero lo volátil de la situación tras este beef entre los líderes de la derecha populista tiene un claro ganador: China.
La carrera espacial que viven las dos potencias es similar en importancia a la de la Guerra Fría, pero hay una diferencia esencial: EE UU no para de ponerse palos en sus propias ruedas. Kennedy dijo que elegían ir a la Luna porque era difícil, Trump ahora se empeña en ponerlo difícil. El presupuesto planteado por la Casa Blanca para la NASA arranca diciendo expresamente que va enfocado “a vencer a China en la conquista de la Luna y poner al primer ser humano en Marte”. Ese presupuesto —que tendrá que pelear en las cámaras legislativas—, añade 7.000 millones para llegar al satélite, pero supone un hachazo del 25% en las arcas de la agencia, que tendrá que despedir a miles de trabajadores. Es el presupuesto más corto de la agencia espacial estadounidense desde 1961, cuando iba a empezar la carrera. Un dato que ha permitido a Musk fanfarronear diciendo que los ingresos de SpaceX ya superan al presupuesto total de la NASA. Del “os quiero” (tras salvarle la vida) a la condescendencia.

Pero ya antes de la reyerta tuitera del jueves, Musk y Trump estaban poniéndole la alfombra roja espacial a China. La potencia asiática sigue con paso firme y sin fallos, a ritmo de marcha militar, su camino para poner taikonautas en la Luna antes de 2030, quizá en 2029. La NASA no deja de retrasar la fecha de llegada de astronautas al satélite, que en un escenario optimista sería 2028 (aunque aún venden 2027). Pero la nave que tiene que llevarlos, la Starship de Musk, encadena ya tres decepcionantes explosiones en sus vuelos de prueba. “La NASA está jodida”, dicen desde dentro. “El presupuesto es catastrófico para el liderazgo de EE UU en ciencia”, dice un veterano de la agencia. “De boquilla, ganamos nosotros”, dice un antiguo jefazo de la agencia, “en misiones robóticas y en progreso hacia una base lunar, ganan los chinos”.
Y a todo esto se añade el factor humano: el presidente Trump tumbó la candidatura de Jared Isaacman para dirigir la NASA justo el mismo día en que Musk rompió su vínculo con su Administración, el 30 de mayo. Muchos analistas señalan que solo Isaacman, amigo y cliente de Musk, podía frenar hachazos innecesarios en el debate presupuestario en las cámaras y pilotar una NASA maltrecha hacia su objetivo de vencer a los chinos en la Luna y Marte. Tras caer Isaacman (que contaba con el apoyo de demócratas y republicanos), la agencia espacial acumula meses y más meses sin nadie al volante, justo cuando más necesita un timonel que sepa navegar estas aguas revueltas. Los chinos no dejan de posar —y traer de vuelta— sondas robóticas en suelo lunar y ya tienen planes para recoger muestras en Marte. Mientras, desde 1972 EE UU solo ha puesto una pequeña sonda privada en la Luna y Trump cancela las misiones robóticas marcianas, el mejor entrenamiento antes de atreverse con tripulaciones humanas. Entre tijeretazos y broncas, Trump y Musk tienen muy tocado el liderazgo estadounidense en la nueva carrera espacial que libran contra el programa chino, tan estable como exitoso hasta el momento.
EL PAÍS