El periodismo de calidad goza de buena salud
CRACOVIA, Polonia.– Dieciséis mujeres, algunas de ellas muy jóvenes, suben al escenario de un auditorio y más de 900 editores reunidos aquí, en el Congreso Mundial de Medios (WAN), se ponen de pie para ovacionarlas.
Lucen serias y compungidas, y algunas llevan sus brazos derechos al pecho para posarlos sobre el corazón.
La imagen es de una orfandad desoladora. No hay hombres entre ellas, apenas el anfitrión. Son ucranianas. Sus colegas y esposos desde hace tres años permanecen alistados con armas en el frente de combate como ocurre con todo varón mayor de edad de ese país.
Ellas cumplen con su trabajo sin alardes ni falso orgullo, sin derramar una lágrima. Son periodistas.
Desde que Rusia invadió salvajemente Ucrania el 24 de febrero de 2022, 332 medios cerraron en el país agredido y 97 cronistas perdieron la vida simplemente por cubrir las atrocidades que a la fecha continúan más allá de la frontera situada a poco más de dos horas de auto de esta ciudad.
La imagen puede resultar exagerada, pero es una síntesis perfecta, que describe con dramatismo estremecedor el papel que cumple el periodismo en tantos rincones del planeta. Narrar los hechos, contar la realidad. Pero, paradójicamente, esa imagen también deja en evidencia la contracara del momento actual: el intento deliberado a escala mundial por desacreditar el papel de los profesionales de prensa por una ola de discursos agresivos que emanan del poder político.
Estamos ante un cambio de era. Se dijo aquí, en el Congreso Mundial de Medios de Comunicación, que tres cuartas partes de la población del planeta están viviendo bajo regímenes autocráticos, que en muchos casos llegan al poder mediante elecciones limpias para después socavar las instituciones y procurar silenciar las voces disidentes. Es el clásico recurso de los populismos, sean de izquierda o de derecha.
Nunca como hasta hoy los más importantes líderes mundiales embistieron contra la prensa libre para saciar sus caprichos e imponer sus arrebatos autoritarios. Nos hemos acostumbrado a escuchar barbaridades a diario como que “los ucranianos son nazis”, o que “Zelensky está jugando a una tercera guerra mundial”, o que “Canadá será el estado 51 de los EE.UU”.
Incluso en nuestro país, algunos parecen haber perdido la memoria ante lo vivido hasta hace cinco minutos nomás, cronometrado por el tiempo histórico. En los años kirchneristas, cuando el provocador Juan Grabois ocupó violentamente un campo propiedad de una conocida familia entrerriana, ¿quién si no la prensa estuvo allí para darle visibilidad día y noche?
¿De qué forma nos anoticiamos de las tomas e incendios de establecimientos privados en la Patagonia, auspiciados por la inacción del gobierno saliente, por parte de delincuentes que se hacían llamar mapuches si no por los canales de televisión y enviados de los medios independientes?
¿Cómo nos enteramos de la fiesta privada de cumpleaños de la ex primera dama Fabiola Yañez en la residencia de Olivos durante el momento más restrictivo de la cuarentena que impuso el expresidente Alberto Fernández en plena pandemia?
¿De qué forma salió a la luz la más grande operación de corrupción público-privada durante el kirchnerismo conocida como los cuadernos de las coimas, que este año debe ir a juicio oral?
¿Fue la política, acaso, la que sacó a relucir el escándalo de los seguros millonarios del expresidente Fernández con el esposo de su secretaria privada?
En la Argentina, ¿no hemos aprendido nada de los más de veinte años de mentiras, confrontación y saqueo de los gobiernos kirchneristas? Con los logros económicos, de política exterior y de limitación de la protesta callejera, por citar solo algunos, reconocidos hoy por todos con la salvedad del kirchnerismo y la izquierda, ¿nos encaminamos nuevamente a seguir la ruta de la intolerancia y la violencia discursiva?
No puede causar menos que perplejidad el silencio con el que cierta parte de la dirigencia política y empresaria consiente el vituperio actual hacia la prensa liberal, la misma que se escandalizaba cuando la agresión provenía del anterior ciclo político. Muchos han perdido la memoria ya sea por simpatizar con las políticas oficiales, por conveniencia o por vocación de poder. El papel del periodismo de calidad al desenmascarar la corrupción, defender las instituciones republicanas y denunciar los atropellos contra ciudadanos y empresas durante el kirchnerismo choca hoy contra un muro de indiferencia que huele a temor u oportunismo. Nadie quiere ser el próximo blanco del insulto y la descalificación.
La prensa no está libre de excesos ni de pecados, desde luego. Escuchamos aquí exposiciones en las que se nos reprocha el efecto de la desmedida carga de contenidos informativos negativos que saturan hasta generar el llamado “news avoidance” (evitar las noticias). Se nos reclama ser más positivos, aportar soluciones y explicar mejor aquello de lo que damos cuenta. Sobran las razones para atender esa demanda.
A su vez, el vértigo de los tiempos digitales propicia un frenesí por el que se cuelan más errores que los que exigen los estándares de rigor, debilidad que irrita con justificada razón a lectores y suscriptores. Queda mucho por hacer allí.
El periodismo militante que nació con el kirchnerismo ya no es un fenómeno que pertenece con exclusividad a ese espacio, y desvirtúa nuestra tarea, alejando por cansancio a las audiencias. En su gran mayoría, estas huyen espantadas ante el griterío y el sesgo de confirmación.
Los periodistas hemos pecado de exceso de protagonismo al pontificar con demasiada frecuencia sintiéndonos voces autorizadas en esto o aquello y muchas veces sin admitir debidamente nuestros errores, cuando somos meros mensajeros con la simple misión de formular preguntas –y, sobre todo, de repreguntar–, informar e interpretar los hechos. Las redes sociales hacen un aporte invalorable a los medios al corregirnos y criticarnos en tiempo real, pero también generan ruido y confusión. Nada tienen que ver con el periodismo, porque lo que nos diferencia de ellas es el profesionalismo, esto es, la verificación rigurosa de los hechos, la argumentación por sobre la emoción, y acreditar editores responsables que se hacen cargo de cada palabra que se publica, y no cobardes que se esconden detrás del anonimato. Todo debe ser dicho.
La buena noticia es que, pese al cambio revolucionario que implicó la era digital, que trastocó hábitos de lectura centenarios y terminó con un modelo de negocios que perduró durante décadas, el periodismo de calidad goza de buena salud. Lo han evidenciado aquí representantes de medios de países tan disímiles como Francia, Inglaterra, India, Líbano, Polonia, Suiza, Alemania y los Países Bajos, por citar solo algunos ejemplos. Todos nos hemos visto obligados a reinventarnos y a diversificar nuestras actividades, pero sin renunciar a seguir el mismo norte que nos ha guiado hasta aquí: invertir en periodismo creíble, desde el lugar de los hechos, de investigación, análisis y opinión bajo las flamantes e innovadoras narrativas digitales.
Mal que les pese a quienes pronostican la muerte del periodismo, algunos hasta ayer mismo compañeros de tareas, nunca la llamada “legacy media” (prensa tradicional) tuvo los niveles de audiencia de hoy. Cada día en la Argentina más de diez millones de usuarios se informan a través de los principales sitios de noticias, cifra que se amplifica aún más si contamos aquellos que entran por las redes, podcasts, newsletters y YouTube. De hecho, nuestro país tiene uno de los índices de penetración en lectura de noticias más alto de América Latina.
La batalla está lejos de estar ganada, aparecen nuevos competidores a cada minuto e irrumpen plataformas audiovisuales más propensas a la estridencia y el entretenimiento que a la búsqueda de información de valor.
La misión seguirá siendo la misma, con nuevas herramientas, a las que se suma la inteligencia artificial, por la que la nacion mereció aquí el máximo galardón por su aplicación al periodismo. Remitirnos a los hechos, narrar un país, interpelar al poder. En boca del legendario exdirector de The Washington Post Martin Baron, aquí presente: “Hacer que las instituciones rindan cuentas de sus actos a los ciudadanos”.

lanacion