Illa y Sánchez: cuestión de estilo

Al final, a Sánchez le va pasando lo que sentenciaba el gran Mike Tyson. Que todo el mundo tiene un plan hasta que le pegan la primera hostia. Y Sánchez tenía un plan que funcionaba a duras penas hasta que la fragilidad moral de su círculo más próximo le quitó el aura de púgil invencible. Ahora parece que hable consigo mismo. Rememorando heroicas hazañas. Sin un solo oyente. Como si acabara de descubrir aquello que según Leonard Cohen saben todos los trapecistas: que el público solo desea que algo falle y caigan al suelo, mejor sin red. En estas, durante los eternos minutos de la basura en que vegeta el país, Sánchez llamó a palacio a Salvador Illa.
Es normal. Sánchez –temerario y altivo si quieren, pero en absoluto un tonto– ha debido de preguntarse más de una vez si su política de polarización máxima, aparte de convertirlo en uno de los políticos más odiados de los últimos tiempos por buena parte del país, ha reportado algún atisbo de viabilidad a su Gobierno. Y por qué el esquivo y sutil Illa es una versión del sanchismo mucho mejor que la suya que, de paso, le permite salir a la calle con total tranquilidad.
Illa es, obviamente, menos apuesto que Sánchez, debería resolver cualquier litigio que mantenga con su sastre y desconozco su nivel de inglés, pero destila credibilidad y posee un suave efecto balsámico sobre los ánimos encrespados. Más que suficiente para brillar a la altura de Talleyrand o Maquiavelo, visto lo que corre.
Sánchez e Illa participan del mismo discurso: ambos, caras de una misma moneda llamada sanchismo. Pero si Sánchez levanta muros con la solemnidad de un predicador de Alcohólicos Anónimos, Illa extiende la mano como un mediador cansado de cualquier guerra, harto de que en España reine un movimiento muerto, que todo cambie sin cesar, pero que esos cambios no traigan nada bueno. La diferencia no está en el qué, sino en el cómo. Y en política, como en la vida, el cómo importa (más de lo que a muchos les gustaría admitir). Uno puede tomar decisiones controvertidas, pero tratar como palurdos ignorantes y fascistas a quienes no las comparten no suele ser el mejor comienzo.
El president destila credibilidad y posee, además, un efecto balsámico sobre los ánimos encrespadosSánchez se ha entregado con fruición a la mampostería. No es el inventor de los muros, pero los ha erigido con entusiasmo digno de mejor causa. La primera medida tras su truculenta investidura fue levantar uno que dejó a la mitad de España mirando de reojo a la otra. Fue, como mínimo, un mal augurio. La excusa era luchar contra la extrema derecha. Un argumento tan pobre como repetido, un mantra para un público cada vez más hastiado de la misma salmodia. Sánchez ahí ha sido el clásico frentista. Nunca ha querido seducir a los moderados. Ha preferido galvanizar a los radicales sabiendo que estos también le detestan. Solo apóstoles de temible pureza como Saint-Just o Robespierre podían jugar a este juego. Para acabar perdiéndolo.
En cambio, Illa juega a otra cosa. Puede que comparta el libreto de Sánchez, pero su interpretación es la de un actor que ha leído mejor el guion. Un John Barrymore de hechuras clásicas. Tiende la mano, construye puentes donde otros dejan escombros. En Catalunya sabemos bastante de esto. No es un gesto de debilidad. Illa sabe que para gobernar, sobre todo aquí, no basta con el ¡no pasarán! Hacen falta acuerdos especialmente con las fuerzas que Sánchez necesita en Madrid. Lo que ocurre es que en Illa pactar con ERC o Junts no parece impostura ni desprecio al resto de catalanes, sino un pragmatismo sin sermones o arengas.
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La política es también cuestión de estilo. El de Sánchez es un ruido estridente que parece querer cambiar el mundo y no sirve ni como método para dejar de fumar; el de Illa, una discreción calculada que le hace parecer siempre sensato. En esta dicotomía, la forma es la moral, y esa moral determina si la política es un espectáculo de poca solta o un arte de convivencia.
No obstante, conviene no olvidar que Sánchez padece una oposición (y unos aliados) que no se quedan atrás en desmesura. La política española se rompe la cabeza cada día para acabar cayendo en la tristeza venenosa e incurable del rencor. Todos la hemos alimentado y así nos luce el pelo. Y ni siquiera esperamos que aparezca alguien algo diferente, un político un poco mejor que ponga remedio… Tal vez fue de esa desesperanza de lo que Sánchez e Illa hablaron.
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