La imaginación al poder

Ni siquiera fue contemporáneo del rubicundo Cohn-Bendit, estrella del mayo francés, cuyas ideas anarquistas quizás hubiese detestado. Y, seguramente, su posterior ambientalismo. No por lo que significan los puntos de vista “verdes”, pero sí por percibir cierta flojera ideológica en el francés, en su cambio a cierto aburguesamiento en el pensamiento.
Tampoco compartiría el clima de nuestra época, desteñida en lo referente a debates sustantivos, tan dada a la imagen, al vedetismo y a la morisqueta en redes sociales, llenas de efectismo y livianas de conceptos. Aunque su pasión periodística y panfletaria lo habría convertido en un usuario despiadado de ellas, de haberlas tenido a mano. Eso sí, participaría a título personal, con su nombre, sin esconderlo. No concebiría diluir su singularidad en un mar de opiniones y likes reactivos y superficiales. Y mayormente anónimos.
Outsider, por origen y temperamento, no por estrategia de consultora u oportunismo coyuntural. Estudioso y curioso, observador de idiosincrasias y países, lector empedernido, discutidor, pensador y poseedor de una locura creativa indomable, contribuyó como nadie a la construcción de un país, que en su época era, y penosamente hoy sigue siendo, desigual en términos socioeconómicos y escasamente anclado al mundo del tiempo de su vida. La dirigencia de esa época tuvo la virtud de construir una nación a partir de un federalismo asimétrico.
Solo mediante la educación “la masa de hijos del país” podrá salvarse de una paulatina marginación económica y social en su propia tierra y el Estado, para ello y otras materias del gobierno, debería tener “un papel decisivo en la definición de los objetivos del cambio económico-social”, escribía Tulio Halperin Donghi sobre las ideas de Sarmiento. Un activismo estatal que no prescindía un ápice de las iniciativas de la sociedad civil. Ideas fácilmente aplicables al tiempo presente, cuando una sociedad pauperizada es representada por una dirigencia ocupada de sí misma.
No solo educación, también el gobierno debería fomentar y propiciar el bienestar y las aspiraciones de mejora para cada vez mayores partes de la sociedad. Bienestar a las mayorías: fin y medio, condición sine qua non de una sociedad más próspera. Todo al mismo tiempo, al unísono, sin la excusa del “etapismo”, que denota poco convencimiento y falta de audacia.
Piensa el sanjuanino y vuelve a la carga, es necesario “un poder político con suficiente independencia del grupo dominante para imponer por sí rumbos y límites”. Pero no le achaca virtudes per se a la clase dirigente, comenta Halperin, porque esta muchas veces busca su propio beneficio a costa del erario. Una foto antigua y renovada de otro mal que nos aqueja.
Su democracia de “igualdad de condiciones” y de participación republicana, al estilo de Tocqueville, como bien enseña Enrique Aguilar en la Universidad Católica; el respeto por la libertad individual, la libertad de prensa y el espejo del noreste estadounidense en el horizonte, fueron sus ideas medulares. Su gran proyecto, la educación popular. Como decía Oscar Terán: el único plan suyo que quedó en pie.
Pero aún inconcluso, para una ira póstuma e infinita del autor del Facundo, en la medida en que la educación no es solo igualdad de oportunidades horizontal (que todos puedan asistir a la escuela), sino vertical, en el sentido de atender con eficiencia, equidad y eficacia las necesidades que tienen los diversos sectores sociales, en su contexto y geografía. “A cada uno según su necesidad” y no, únicamente, el despilfarro generalista, con adjetivo de universal, que esconde sin éxito una desigualdad educativa manifiesta, profunda y creciente. Para que lo concreto y lo aspiracional sean algo cierto para las mayorías empobrecidas y excluidas del presente.
Padecemos problemas semejantes a los que quería resolver Sarmiento hace más de 170 años. Una escuela abierta es, entonces, condición necesaria, pero no suficiente para estos fines: erradicar la miseria y su exaltación romántica en clave de pobrismo, combatir la incultura y la ausencia de un desarrollo genuino.
Alocado, tempestuoso, malhablado e irreverente, los males que quería solucionar continúan ahí, mezclados en otros paisajes, atravesados por otras costumbres, en un mundo abismalmente distinto, infinitamente más tecnológico, pero igualmente cruel. Sarmiento llegó a presidente, a la cima del poder, sin perder la imaginación y se fue tal como llegó: sin un peso de más y con parte de sus sueños inconclusos.

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