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Piscinas a mí

Piscinas a mí

Anoche soñé con piscinas. En el sueño trataban de venderme una casa en la parte alta de la ciudad que tenía dos piscinas enormes. Una de película de narcotraficante y la otra, olímpica, con ocho carriles marcados en el suelo de la piscina. En el sueño, aún sin estar convencido de la operación, me compraba la casa mientras me preguntaba cuántos litros de agua se necesitarían para llenar aquellas piscinas, cuántos cuidados para que estuvieran limpias. Desperté, aliviado, a una vida sin dos piscinas.

Llibert Teixidó

De crío, uno o dos días, cogíamos el coche e íbamos a la casa de alguien que tenía piscina. Esos trayectos tenían un ceremonial distinto a los de ir a la playa. Eran más silenciosos, como si la asunción del lugar que uno ocupaba en la sociedad nos compactara como familia, esa célula de frustraciones y anhelos compartidos. Ninguno de nosotros se quejaba por no tener piscina. Se tenía entendido y asumido. Quizás tu padre se sintiera humillado y tu madre decepcionada, pero nadie decía nada. Íbamos a ser acogidos por los que sí tenían piscina. Así eran las cosas y ese era el muro.

Quizás tu padre se sintiera humillado y tu madre decepcionada, pero nadie decía nada

Al llegar, te recibían siempre con alegría. Si eran vecinos del barrio, eran los mismos pero disfrazados de gente con verano y piscina. Los gestos, las ropas, las paredes blancas de la casa y el olor a cloro contrastaban con nuestras indumentarias de gente que finge verano y piscina. Existía una morosidad en ellos, de fatalidad de estío, casi aburrimiento. Se habían aburrido de tantos días de bicicleta y calle, de tener piscina, a veces ni se bañaban en ella. Hasta es probable que se olvidaran de que la tenían. Tú se lo recordabas. La volvías a hacer divertida.

Lo que no sabía entonces y sé ahora, después que durante años tuve piscina y recibía al resto de mi familia y sentía su incomodidad por tener verano y piscina, es la toxicidad de estas, de su melancolía terrible cuando llueve sobre ellas, de la soledad que desprende darte cuenta de que tener piscina no es tener el mar.

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Solo entonces entiendes aquella mirada suplicante de tus amigos, cuando os subíais al coche y, después de un día de piscina, nosotros podíamos volver a casa y ellos no. Envidiaban poder volver a un mundo sin piscina, dejar de estar atados a la certeza de saber que ni con piscina ni sin ella uno está bien del todo.

lavanguardia

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