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Vivir doscientos años

Vivir doscientos años

Parece que ya está en marcha una pastilla de regeneración celular que podría alargar la vida de los millonarios hasta los doscientos años. El resto deberemos vivir tan poco como siempre; para muchos, demasiado.

A mí me da rabia. Yo quisiera vivir doscientos años, pero no podré pagármelo con lo que gano y la lotería no me va a tocar. Algún millonario que no desee vivir tanto tiempo podría transferirme el dinero para el medicamento y alargar mi amargura dos siglos. Pero los millonarios prefieren llevarse el dinero a la tumba antes que dar una alegría a un desconocido dispuesto a seguir sufriendo con dignidad.

Hablo de esto con unos amigos y me sorprende su respuesta uniforme. No quieren vivir más. Su vida está bien como está: cortita. La gente acude a la iglesia o busca señales del más allá en vídeos de YouTube y, sin embargo, recela de una vida larga de carne y hueso. Quieren la eternidad en el más allá, pero no aquí; piensan que en el más allá la vida sería distinta, sin conflictos, sin lucha, sin sinsabores; sueñan con una vida sin las características reales de la vida. En el fondo, sueñan con la muerte.

La vida, al final, es un regalo que solo adquiere dimensión con la nostalgia, cuando se va quedando atrás. Pero, en el interín, necesita también cobrar sentido mediante un propósito. Si no, todo es confusión y zozobra. En su impresionante libro Si esto es un hombre, Primo Levi menciona con estupor el caso de otro presidiario en Auschwitz que, pese al terror cotidiano del campo de concentración, casi se podía decir que era feliz. Dentro de la pesadilla, aquel hombrecillo defenestrado para la vida civilizada, feo y contrahecho, sabía sobrevivir mejor que nadie, y eso daba sentido a su vida, lo situaba por encima de los demás y le proporcionaba una senda clara.

El camino de la supervivencia nos acerca a un estado de alerta que impide pensar más de la cuenta, impide las boludeces, que diría un argentino, y ahuyenta las llamadas enfermedades del primer mundo: anorexia, ansiedad, depresión, masturbación compulsiva. Hay hombres dispuestos a destruir lo que sea con tal de construirse un camino; supongo que prefieren atacar poblaciones o países antes que ir al psicólogo. Todas las matanzas del mundo tienen detrás el plan de vida personal de algún personaje turbio, aunque la sangre derramada se justifique con palabras grandilocuentes: seguridad, patria, libertad.

Esos hombres creen estar persiguiendo un objetivo, pero en realidad son adictos al camino, aunque sea a costa del prójimo. El camino les conforma. Lo único que deberíamos pedir, salvo fuerza mayor, es que ese caminar en busca de un sentido vital sea pacífico. Aspirar a escribir novelas que no interesan ni a tu familia, por ejemplo, es un objetivo plausible: solo generas daño emocional en círculos muy reducidos. Más aún si uno aspira a vivir otros doscientos años sin acabar convertido en un canalla profesional.

20minutos

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