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Cómo me consuelo cuando creo que me muero

Cómo me consuelo cuando creo que me muero

Supongo que, para muchos, sigo siendo muy joven, pero, pese a mi edad, ya he sufrido varios sustos cardiacos y he estado ingresado por un corazón caprichoso. He estado en el umbral del lugar en el que uno no sabe si vivo o muerto, a un paso de decir: así que esto era todo.

A un lustro de los cuarenta, percibo que a mis amigos también les van apareciendo achaques; envidio los suyos, pues hay enfermedades más majas que otras. Mi fibrilación es un rollo, hablando mal y pronto, porque durante las crisis, que pueden durar horas, la muerte me puede venir en un instante, sin tiempo apenas para cerrarme yo mismo los ojos. Lo bueno del corazón es que no duele, pero asusta mucho. Esto, paradójicamente y pasada la angustia, genera también una sensación muy grata de eso que llaman carpe diem. Desde la aparición de mi arritmia, llevo grabado a fuego que estamos aquí dos telediarios. Por eso celebro y abrazo agradecido todo lo que me ocurre y no me preocupa que lo bueno no sea eterno, porque entiendo, pese a que no comulgo con Paulo Coelho, que nada lo es. Por eso, cuando un periodista me pregunta: David, lo difícil no es triunfar, sino mantenerse, ¿no te da vértigo? Le respondo que en absoluto. Si mis lectores se evaporan de la noche a la mañana, me mudaré a un país lejano, me cambiaré el nombre y empezaré una rutina y un oficio distintos. Las formas de reinventarse son inagotables.

Los días de taquicardias agresivas proyecto escenas que me conecten con el David de pocos años, siempre feliz

Vuelvo al título de esta columna. En esas ocasiones en las que creo que me puedo morir de un segundo a otro, me apacigua el abrazo de un amigo, más si es de un familiar o de mi novio, pero no es suficiente. Si bien hay una única cosa que me calma de raíz: visualizar mi infancia e intentar volver a ella, a aquel único tiempo libre de tristeza. Para ello, engaño a la mente.

Descubrí este recurso tras haberme mudado hasta en cuarenta ocasiones. Para dormirme mejor, a veces abría los ojos en la oscuridad del nuevo dormitorio e intentaba recordar la última cama que me había sido hogar. Mandaba al cerebro información falsa y conseguía hacerle creer que estaba en otro cuarto distinto, en una época tranquila de mi vida. Algo parecido hago cuando enfermo.

La pajarería de Transilvania

La pajarería de Transilvania

Los días de taquicardias agresivas proyecto escenas que me conecten con el David de pocos años, aquel que estaba siempre feliz por no saberse mortal. Me imagino tumbado en el sofá de la salita de la casa de mis padres, con siete años, mucho sueño y tapado con las enaguas de la mesa camilla, viendo la televisión antes de ir al colegio. Busco en YouTube los dibujos animados que veía entonces: La pajarería de Transilvania. Verlos me calma. Fuerzo un poco más el engaño y me obligo a pensar que mi madre me estará preparando en la cocina las tostadas de mermelada de melocotón de cada mañana —que, por cierto, nunca más he vuelto a probar, pues ese sabor lo guardo para la regresión que tendré que hacer algún día cuando mi madre ya no esté.

Y, así, el corazón se me calma y me duermo feliz.

¡Ay, qué vida esta!

lavanguardia

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