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Cristina Rivera Garza: Terrestre

Cristina Rivera Garza: Terrestre

El nuevo título de Cristina Rivera Garza, Terrestre, bien podría ser definido como un libro de crónicas especulativas o relatos de viaje, en todo caso, de palabras en completa libertad, se lee en la contraportada. Imaginativo, con estructuras narrativas audaces, la autora escribe aquí sobre trayectos terrestres que nos llevan a distintos lugares de México y el mundo, y a distintos destinos del cuerpo. A pie, en bus o en tren, los jóvenes protagonistas de estas historias avanzan acompasados por rutas ignotas, inventando para sí nuevos modos de ocupar los espacios negados y en disputa. Con autorización de la editorial Penguin Random House, reproducimos las primeras páginas de este libro, a manera de adelanto.

V

enimos de lejos. Venimos de los libros que llevamos bajo el brazo. Venimos de las consignas que se corean en las marchas. Somos un chingo y seremos más. Venimos de la imaginación. Ardiente, la imaginación. Tullida, la imaginación. Hemos escuchado con solicitud a los comunistas antes de recurrir a la montaña. Y a los socialistas. Y a los trotskistas, que organizan mítines clandestinos en las azoteas de algunos edificios de interés social. Hemos repetido, como si fuéramos un viejo revolucionario ruso con problemas de presión alta a punto de ser asesinado en la Ciudad de México: mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es hoy menos ardiente pero sí más firme que en mi juventud. Pero sólo en las fiestas de los anarquistas y en los bailes de las feministas nos podemos mover a nuestro modo, sin recibir órdenes de otros. Venimos de la falta de esperanza. Venimos del hartazgo. Y aquí nos sentamos. Empujamos la puerta de madera y encendemos el foco pelón de 30 vatios y ocupamos nuestros lugares en los sillones que sustrajimos del basurero. Aquí nos sentamos y nos ponemos al corriente de las cosas. Don Martín consiguió trabajo en una construcción. Felicia tuvo que poner a su bebé en una hamaca pegada al techo para evitar que las ratas le mordieran los cachetes en la noche. Concepción está embarazada otra vez. Doña Marina tiene diabetes. Don Alberto tiene diabetes. Sonia tiene diabetes. No hay insulina. No hay insulina. No hay insulina. Francisco y Emilia por fin se hicieron novios. Carmela finalmente le dio una cachetada a su marido. Y sonreímos. Desganados sonreímos. Sonreímos porque estamos juntos y porque allá afuera, entre el aire turbio de la tarde, ese aire gris como de cemento iluminado, se vislumbra ya la circunferencia de la Luna. Mira, decimos. Habrá Luna llena hoy. Y sonreímos. Y guardamos silencio. Estatuas súbitas. Monumentos de carbón. Al rato va a hacer mucho frío, decimos al fin, recuperando el habla y el movimiento. Tenemos muchas cosas que hacer antes de la asamblea.

Estamos en la ciudad y estamos fuera de la ciudad sin haberla dejado nunca. Estamos bajo su cielo. Aquí nos arremangamos las blusas y ponemos manos a la obra. Algunos arrastramos los pies hasta el lote destinado para la escuela y empezamos a acarrear ladrillos y a mezclar agua con cemento. Algunos nos dirigimos a la casita que sirve de clínica y nos dedicamos a organizar los medicamentos por orden alfabético y por enfermedad en pequeñas cajas de zapatos. Algunos traemos bolsas de estraza llenas de semillas o esquejes para el equipo de los huertos. Algunos vamos a ver a doña Camila, para saber si tendrá tiempo de seguir con la entrevista hoy, después de la asamblea o mañana, cuando pueda. Pero, ¿a quién le puede interesar la historia de mi vida, muchacha? Algunos buscamos a los representantes de la comisión de vigilancia con la información que recibimos al llegar a la colonia: la cosa se va a poner color de hormiga hoy. No se preocupen, nos dicen, dándole largas chupadas a sus cigarrillos. Andan tratando de amedrentarnos. Son los esquiroles de la delegación, los esbirros de su partido institucional. Además, ¿quién puede distinguir el color de las hormigas en la noche? Algunos nos detenemos para ver el Sol, que cae. Sus rayos moribundos luchan contra el gris iridiscente de la atmósfera sólo para convertirse en un fulgor sin brillo que, luego de expandirse sin control, desaparece pronto. Qué colosal es la luz cuando está a punto de morir. Algunos elevamos los rostros y nos preguntamos insistentemente si alguien nos mira desde allá. ¿Qué somos, si somos algo, para esos astros que obedecen a sus órbitas por millones y millones de años sin chistar?

¿Qué para las nubes o para la estrella fugaz o para el cometa que pasa cada 75 años cerca de la Tierra? ¿Qué para la Luna que llena de sí, henchida de sí, se explaya ahora toda entera en el firmamento, solitaria y potente, produciendo sombras con su luz? Parecemos adultos, pero somos un puñado de adolescentes preguntándose por su lugar en el universo. Vayan a comer algo antes de ir a la asamblea, nos recuerdan. No se nos vayan a desmayar.

Venimos de la pregunta. Venimos de la circunspección que provoca la pregunta y desata la curiosidad. ¿Para qué fueron hechos a final de cuentas nuestros pies? ¿Qué más se puede forjar con las manos, con el esqueleto, con el estómago? Venimos de lejos, de la interrogante, y nos sentamos aquí. Y juntos comemos. Aquí saboreamos algunos alimentos: un plátano, una pieza de pan dulce, una taza de café instantáneo. Aquí nos atragantamos a veces y contamos chistes para poder continuar. ¿Qué perseguimos sino el cansancio? ¿Qué sino ese agotamiento atroz que le sobreviene al cuerpo cuando el ácido láctico descompone la fibra muscular y nos quiebra en tantos pedazos? ¿Qué sino la adrenalina, y luego el cortisol, que aumentan los niveles de azúcar en la sangre y nos dejan postrados en el vicio de la alarma, en su reflejo? Aquí venimos a desgastarnos. Aquí venimos a hacer aclaraciones con el cuerpo.

¿Cuál es el límite? ¿Hasta cuándo podremos aguantar? Hay que hacer un regalo de la energía.

Hay que regalar el tiempo.

Aquí amamos. En las tardes de llovizna, mientras observamos el suave caer del agua desde el agujero que hace las veces de ventana en la pared de lámina, nos dolemos por los mosquitos que, recién nacidos, desfallecen sin apenas haber vivido nada, vencidos por gotas que, sobre los dorsos de nuestras manos, no hacen más que resbalar. Aquí acariciamos los lomos de los perros y nos abrazamos a los rugosos troncos de los encinos cuando nadie nos divisa desde lejos. Aquí nos miramos los unos a los otros, con deseo. Y yacemos, los unos con los otros, tanteando la avaricia, el placer, el reto. Algunos colocamos las cabezas sobre duras almohadas olorosas a moho y tememos los embarazos no deseados. Algunos nos amedrentamos ante el embate avasallador del sida sin saber bien a bien qué hacer o qué no hacer. Algunos escribimos largos ensayos contra la penetración que luego serán publicados en alguna revista anarquista. Algunos platicamos hasta el amanecer.

Hay que regalar el tiempo. Estamos en la ciudad, en las orillas permanentes de su cuerpo. Estamos en las orillas y caminamos. Esto son las afueras. Y avanzamos en la oscuridad, cuchicheando. A veces nos tomamos de las manos. A veces tropezamos con las piedras y caemos y nos alzamos otra vez, llenos de rasguños; a veces pasamos sobre riachuelos de aguas negras y a veces nos detenemos porque no podemos más. El aire se vuelve, de repente, exuberante y nos atragantamos de oxígeno. ¿Vamos bien?, nos preguntamos. De repente, el fulgor de la Luna llena nos da en los rostros. ¿De quién es en realidad todo esto? ¿Puede alguien reclamar en sus cinco sentidos la propiedad del Sol, su energía efervescente que crea mundos, galaxias, universos? ¿Puede alguien reclamar para sí, seriamente, en apego a la verdad, la propiedad del bien común que es el cielo? ¿Vamos bien?, volvemos a preguntar. Allá, abajo, en el valle donde se recuesta la ciudad, hay un enjambre de libélulas disfrazadas de electricidad. Vamos bien.

Foto

▲ Portada del nuevo libro de Cristina Rivera Garza.

La asamblea es una fiesta de sombras y de sereno, una ocasión para saludarse y ponerse al corriente. ¿Pues no andabas tú de regreso en tu tierra? Supe que Chabelita ya consiguió trabajo. ¿Cómo sigues de esa pierna? Mira, te traje el ungüento para tus tobillos. Primero lo calientas un poco entre las manos y luego te lo restriegas bien sobre la piel y ya. Mejor que te ayude tu hija. Poco a poco, vamos tomando nuestras posiciones en esta cancha de futbol, bajo un cobertizo maltrecho al que alumbran unas cuantas lámparas de petróleo y keroseno. Algunos alcanzamos sillas. Algunos nos sentamos sobre piedras y algunos permanecemos de pie, encendiendo cigarrillos, uno tras otro, sin pestañear. Algunos nos sobamos las manos y luego las acercamos a la boca, como si el vaho del interior del cuerpo pudiera hacer algo contra el frío del entorno. Algunos llevamos chamarras y algunos rebozos y algunos, los más, pesados jorongos de lana. Algunos tomamos traguitos de mezcal. Las pláticas, antes animadas, se convierten en murmullos y los murmullos pronto se apagan, abonando a la expectación. ¿Nos invadirán finalmente esta noche?

Los representantes de las comisiones ofrecen sus reportes con voces neutras: los trámites con la delegación siguen igual. No hay para cuándo con la regulación de los predios. Pero quién necesita permisos para seguir construyendo, ¿qué no? Seguimos insistiendo. Somos un chingo y seremos más. Se autorizaron más pipas de agua para la colonia, pero sólo llegarán al baldío que queda abajo del mercado. Prepárense con sus tambos y cubetas. Los de arquitectura ya terminaron las letrinas del cuadrante sur; prepárense los del norte. Se llegó a un acuerdo con los del basurero. La participación en la vigilancia es cuestión de todos, no se les olvide. Cada predio tiene la responsabilidad de mandar un representante a los rondines. Necesitamos al menos cuatro grupos de seis o siete personas cada noche. Ya saben, si ven algo raro, cualquier cosa, hagan sonar los rieles tan fuerte como puedan. No podemos dejar que nos agarren desprevenidos. Andan diciendo en las noticias que aquí escondemos guerrilleros de Centroamérica. No les crean. No somos guerrilleros, somos paracaidistas. No les crean. Somos trabajadores. Somos desempleados. Somos lo que desecha el capitalismo industrial. No les crean. Es el pretexto que necesitan para arrasar.

A todo eso, en algún momento de nuestras vidas, le llamaremos el movimiento urbano popular. Acción directa. Autonomía por otros medios. A las historias que, poco a poco, van desmenuzando las mujeres en largas reuniones nocturnas, al amparo de algunas velas, exhaustas después de sus trabajos y sus cuitas, les llamaremos ejemplos del feminismo intuitivo. Al trueque que fundamenta sus quehaceres, intercambiando flujos de energía y expandiendo prácticas de apoyo que van más allá de la economía restrictiva, le llamaremos solidaridad cosmológica. Ser uno con los elementos. Política solar.

Pero hay pocos nombres para describir la violencia. La violencia es siempre violencia. Despertamos con el estruendo de los rieles y nos ponemos de pie de inmediato, vestidos como habíamos dormido. Ha habido errores antes y deseamos, mientras nos abrochamos las cintas de las botas, que éste sea un error en el ahora o en el después. Deseamos que sea una broma, incluso. Pero pronto se aparece Felicia en el predio, su cabello cenizo alumbrado por el fulgor lunar, que le piquen, dice. Que suban de volada a avisarle a Jerónimo. Ya están cerca, añade al final, antes de salir corriendo y perderse en la oscuridad. En lugar de bajar, uniéndonos a los otros, subimos por la ladera. Lo hacemos de inmediato también, sin pensar. Caminamos cuesta arriba: jadeamos y resoplamos, bufamos y estamos a punto de vomitar. Pero seguimos. Tropezamos y nos levantamos y seguimos. Los pulmones, a punto de reventar. Los tobillos. No tenemos que tocar a la puerta de la casa de Jerónimo porque ya está de pie, auscultando la intemperie desde la esquina de su predio. Nos mandó Felicia, le decimos en voz baja, tratando de recuperar la respiración. Estamos preparados, dice por toda respuesta. ¿Es cierto que sonríe? Pero esto no es cosa de ustedes, es nuestra. Eso dice. Eso asegura. De aquí se agarran justito como están y se siguen hasta la carretera. Y de ahí, se siguen hasta que les alcancen las fuerzas. No miren atrás.

Venimos de lejos. Venimos de no hay tal lugar. Algunos nos miramos de reojo, sin despegar del todo la mirada del televisor. Los noticiarios del amanecer muestran los rostros orgullosos de los policías, las luces rojiazules de sus patrullas atrás de sus cabezas y, más arriba, el suave fulgor de un sol tímido abriéndose paso entre las madejas del esmog. Fin de un asentamiento irregular. Decomiso de una gran cantidad de armas. Algunos tomamos tazas de café frío y nos tronamos los nudillos de los dedos. Algunos apretamos los dientes. Los presos aparecen en otro recuadro, con los cuellos hacia abajo y la mirada sobre el piso. Algunos nos ponemos de pie, incapaces de aguantar el lastre de la rabia sobre los hombros, y gritamos, furibundos, prometiendo que esto no se va a quedar así. Esto no. Los cuerpos tendidos sobre charcos de sangre aparecen después. Cámara dos. Muchos callamos. Se trata de un silencio meditabundo, empapado de miradas, que se mueve con una lentitud espantosa entre nuestros pies. Algunos nos dirigimos a la ventana y elevamos la mirada hacia el cielo, interrogando a esa luminosidad gris que se cierne sobre las primeras horas de la mañana. ¿Puede alguien en realidad ser dueño del Sol? Al final aparece el incendio. Las largas lengüetas de fuego sobre las casas, entre los árboles, en las orillas del basurero. Las columnas de humo negro. Orden restablecido.

Venimos desde lejos, y de súbito no sabemos más adónde vamos. Venimos del cansancio y de la deshidratación y del tiempo, que se va. Hemos dejado de saber.

La luz del mediodía, vertical y filosa, llena de grumos de polvo, alumbra nuestras frentes cuando abrimos la puerta y nuestras espaldas cuando, por fin, nos echamos a andar otra vez. Venimos del monte, del futuro, de la boca del animal. Y algo como una luminosidad tenue nos resguarda mientras nos desgajamos poco a poco, como una naranja.

jornada

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