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José Cueli: Las contras

José Cueli: Las contras

José Cueli

L

as entrañas del hombre no claman ni reclaman su inexistencia dejando todo al ser y al no ser, al pensar y al pensamiento, no sueña este ser con encarnarse. El misterio cristiano de la encarnación no le roza apenas, ni el de la pasión, ni el del dolor divino a lo humano. No acepta ni pide la humanización de Dios, como sucede con don Quijote, quien encarna la ausencia de pasión de la gente como agente de transparencia entre la divinidad y el hombre. No pide tampoco tiempo; no reclama existir; sin embargo, escapa y logra escapar a la súplica y la ofrenda para ir en busca del solitario olivo, la hospitalidad de la venta, la mujer blanca hospedera, cálido pecho, aunque imposible fantasía de gacela en celo. Todo amor es fantasía; / él inventa el año, el día, / la hora y su melodía; / inventa el amante y, más, / la amada. No prueba nada, / contra el amor, que la amada / no haya existido jamás, dice Antonio Machado.

El amor se devela como el caudal de un río, pero en esencia sin que aparezca un objeto concreto en su rivera. La mujer captada en su esencia por Machado (Abel Martín es el anverso del ser). Aquella que siempre ha estado esperando, virgen, esquiva, blanca sombra, sombra de amor, melancólica inspiración, con voz de espera, maternal susurro, indescifrable escritura, desdoblado anhelo.

El amor en El Quijote, y en la concepción freudiana, es una eterna búsqueda sin posibilidad de encuentro. Sin embargo, el amor como el arte, la poesía y el sicoanálisis conlleva su propio tiempo, tiempo que trasciende todo tiempo, tiempo salido de sus goznes. En el acecho, en la espera, en el crearse y el renacer, el amor hiere como la tempestad y el rayo. De las sombras y sus laberintos emerge para traspasar como deslumbrante haz de luz. Herida que fluye fuera del tiempo y de la razón, pero que apunta en el blanco al centro del ser. Fluye el amor, pero no confluyen los amantes, los atraviesa, los traspasa, no sin dejar su pálpito incandescente en el alma. Y así el amor escapa a toda lógica ordinaria. Del mismo modo el hombre y la mujer aman porque aman. Locura o cordura, iluminación mística o ceguera de la razón.

Para don Quijote, Dulcinea es huella de una presencia imposible, equívoco y desesperación del amor, escritura deleznable, diosa antigua, virgen pagana, plegaria y encantamiento.

Por tanto, dice don Quijote a Sancho: “píntola en la imaginación como la deseo… y diga cada uno lo que quisiere”.

El amor engendra un pensamiento de amor, arde y tiembla como todo aquello que se devela, como el desasosiego que produce la revelación, y en este orden del pensamiento hay una aproximación al origen, a lo interior, a la profundidad. Los ojos del poeta no preguntan más, buscan ver; es decir, ver en la mirada del otro. Perderse implica una búsqueda, ir en busca de un hallazgo cuyo secreto sólo el otro parecería conocer. Búsqueda del misterio del otro, de la locura del otro, de lo desconocido que, por ello mismo, nos subyuga.

Quizás el amante no acuda nunca a la cita, mas todo amor la recrea, la eleva, tras ese acto de fe en ella, visión de la posible presencia del ausente. El horizonte de la ausencia se extiende tras límites insospechados. Este es el amor de don Quijote por Dulcinea. Un acto de fe que crea y recrea al ser en la ausencia (fort-da freudiano).

jornada

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