La arcadia de las malas hierbas

Entre mis vecinos ha surgido un debate inesperado. Esta primavera tan lluviosa ha hecho crecer mucho la vegetación urbana. La de los jardines —que en el barrio barcelonés de Horta son numerosos—, pero también la de las calles, en los alcorques de los árboles, en las plazoletas y en cualquier rendija que dejen el asfalto de las calzadas o los adoquines de las aceras. Aparecen, exuberantes en su eclosión primaveral, todo tipo de malas hierbas o, mejor, hierbas espontáneas. Ahora llega a los noticiarios porque en Girona han decidido no eliminarlas. Más allá de cumplir las normativas europeas de no usar herbicidas tóxicos como el glifosato, el último “Temps de Flors” consagra la idea de renaturalizar la ciudad e intentar convencer a los verdófobos de que las calles los herbajos espontáneos no ensucian las calles.

Variedad de plantas y flores en el Parc de Can Batlló
Mané Espinosa / PropiasEl tema también divide a mis vecinos en dos bandos irreconciliables. Ya lo había comprobado con la fauna urbana, porque palomas, gatos y cotorras suscitan filias y fobias ancestrales, pero nunca me habría imaginado que la flora urbana pudiera ser tan divisiva. Por un lado, los versallescos solo están tranquilos si pueden garantizar la distribución geométrica de la vegetación, confinándola a espacios precisos y podándola periódicamente para controlar su crecimiento volumétrico. Cuando un versallesco ve helechos o dientes de león en una acera siente un desasosiego amargo que le hace soñar con unas tijeras de podar u otras soluciones represivas drásticas. En la otra trinchera están los silvestres, partidarios de no arrancar nada si no dificulta la accesibilidad.
Tom Stoppard se adelantó al debate sobre la importancia de la vegetación espontáneaEl debate recuerda al que había con las aguas estancadas en los parques. Los versallescos las querían azules y cloradas, mientras que los silvestres recordaban que cuanto más verdosas y llenas de bichos, más saludables. Reconozco que tengo un espíritu silvestre. Nunca me han gustado los jardines ordenados y mi planta preferida es la buganvilla, que crece donde quiere y se extiende por donde le da la gana.
Lee tambiénEl debate sobre la vegetación espontánea es el motor del drama Arcadia , una obra maestra que Tom Stoppard situó en una casa de campo británica. La sabiduría teatral de Stoppard saca partido de la contraposición entre dos modelos de jardín: el georgiano clásico, que representa la armonía ilustrada del racionalismo, y el jardín pintoresco, irregular y sinuoso, que representa la naturaleza salvaje y las pasiones del romanticismo. Stoppard consigue que la discusión entre sus personajes sobre cómo debería ser el jardín de la casa de Sidley Park refleje oposiciones muy profundas. Hoy, entre el orden y el caos, necesitamos repensar las ciudades del siglo XXI para que sean más invisibles que “invivibles”.
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