San Roque, 125 años de pasión y resistencia del toreo en Pontevedra: donde Galicia se hace alma taurina

"Y cuando miro el ruedo, veo la infancia del sol", escribió un poeta anónimo que acaso soñó con esta plaza, la de Pontevedra: circular, familiar, levantada en piedra, forjada en afectos y tañidos de campana. Este verano cumple 125 años, y el Coso de San Roque -vecino fiel de la capilla consagrada al santo protector de pestes y epidemias- sigue siendo un faro que alumbra el arte efímero del toreo y la emoción que solo cabe en una tarde de agosto en las Rías Baixas.
Decía Federico García Lorca que "la plaza es la forma redonda que tiene el valor para que lo mire la gente". Aquí, en Pontevedra, el recinto taurino no es solo forma: es memoria, es verano, es rumor de gaitas que se mezcla con clarines, es el sol rajando las tablas y la arena, es la brisa del Lérez que refresca la tarde cuando el paseíllo empieza.
"No hay belleza sin herida", escribió Antonio Gala. Y quizás en el redondel pontevedrés habite esa verdad. Cada pase, cada faena, cada toro que se vuelve leyenda bajo el cielo gallego, deja una muesca que engrandece su historia. Una historia que ya va por siglo y cuarto, y que seguirá, mientras haya alguien dispuesto a sentirla. Inaugurada un día de la Peregrina de 1900 con los hermanos Bombita, esta plaza nació al calor de una Galicia que empezaba a mirar al sur sin dejar de ser norte. Desde entonces, ha sido escenario de épicas, de silencios sagrados, de tardes que ya pertenecen al oro viejo de la historia.
Aquí, Ignacio Sánchez Mejías cortó dos orejas y rabo en 1920 y volvió en 1927 junto a Rafael Alberti, la historia de aquella tarde cuenta que el poeta gaditano acompañó en el paseíllo, "con el ombligo encogido", al torero sevillano, que brindó un toro al académico y tratadista, José María de Cossío. Memorable fue también el mano a mano de Antonio Ordóñez, que debutaba en esta plaza, con Luis Miguel Dominguín en el año 1951, ambos hicieron de aquel duelo una tarde inolvidable. En 1984, el último rabo: lo firmó Antoñete, dejando en Pontevedra una ofrenda de temple y verdad.

Pero no solo el pasado se remueve. La leyenda se nutre de gestas recientes. En 2003, Antonio Ferrera indultó a "Fígaro", un toro de Alcurrucén que parecía escrito por Galdós. Tres victorinos fueron premiados con la vuelta al ruedo en una tarde para la gloria del 2007. Y en 2009, El Fandi redobló el milagro con "Turco", de Torrealta, cerrando una corrida que aún se cuenta como quien narra un sueño vivido.
Sobre esta arena todavía pesan las huellas de El Juli, con su geometría perfecta; José Tomás, que encendió la plaza con fuego y sombra; Enrique Ponce, bordando el silencio como una mantilla de seda; Morante de la Puebla, que regó de perfume el albero como si toreara para Lorca. También Tomás Rufo, juventud con espada clara; Palomo Linares, que dejó porte y raza; y José Mari Manzanares, con ese temple de porcelana levantina. Todos ellos han aportado su firma al libro invisible de esta centenaria plaza de toros.
También este ruedo fue primera vez para muchos: aquí debutaron con picadores Espartaco y Manuel Benítez "El Cordobés", en una Galicia que los acogía con hambre de arte. En 1906, las mujeres tomaron el ruedo, desafiando siglos y silencios. Solo la pandemia, en 2020 y 2021, detuvo sus festejos. Ni la Guerra Civil pudo con esta plaza, que entonces celebró novilladas para recaudar fondos.
Fue también este escenario, trinchera política y foro popular. Aquí habló La Pasionaria, muchos años antes de que Mariano Rajoy, hijo de esta tierra, hiciera lo propio en un mitín electoral. Y no faltaron grandes nombres en sus gradas a lo largo de su historia: Valle-Inclán, Camilo José Cela, Hemingway, Anthony Quinn, los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, y hasta John Rockefeller III, que asistió en 1929 como invitado de Miguel Primo de Rivera.
Aquí se han citado buenas letras, versos, micrófonos y cámaras. En estos tendidos de piedra, uno se imagina a Vicente Zabala de la Serna, cuaderno en mano, mirada limpia, precisión en la pluma, rescatando para la crónica cada detalle que se escapa al ojo profano. Zabala sabe —como pocos— que "un toro puede ser un poema o un silencio", y que la plaza de Pontevedra siempre ofrece material para ambas cosas.

En estos tendidos de piedra, es muy común ver a Ramón Rozas, periodista y escritor de sensibilidad afinada, cuyo respeto por la historia y el alma de esta ciudad le hace mirar la plaza no solo como un recinto, sino como una metáfora cultural. Rozas ha escrito que aquí el toreo, como el arte, ocurre cuando se alían la emoción y la verdad. Sus palabras han acariciado esta plaza con la misma templanza con que se torea con la cintura. Y cómo no recordar a Pedro Antonio Rivas Fontenla —que se definía con retranca como "torero cobarde, cineasta frustrado y periodista a la fuerza"— narrador con ironía y pasión de muchas de las historias que aún hoy siguen vivas en las tertulias de barra y sombra. Y gracias al empuje de otro pontevedrés, José Manuel Lorenzo, entonces director general de Canal+, la plaza de San Roque llegó a los hogares de toda España, a finales de los años 90, con retransmisiones que mostraron este espacio de piedra y latido. Esta plaza sigue siendo materia literaria y civil.
En la historia de este coso, la sangre torera no solo manchó la arena, sino que también sostuvo sus muros. La legendaria familia Dominguín —saga de toreros y empresarios— cuidó esta plaza durante décadas, dando forma a su destino con la misma bravura con que se jugaban la vida en el ruedo. Desde hace 50 años, las llaves de este recinto las custodian con inteligencia emocional y sentido del deber la familia Lozano, que ha velado por Pontevedra como quien cuida un jardín antiguo: con mimo, respeto y una visión que mezcla tradición y modernidad. Medio siglo de la familia Lozano manteniendo viva la llama para que cada agosto siga oliendo a clavel, charangas y toro bravo. Y aquí, me permito un breve aparte para mi querido Luisma Lozano, que de apoderado tiene la seriedad, pero de amigo tiene la sonrisa ancha, el trato cercano, la palabra justa. Luisma es de esos que, como dijo Hemingway, saben que "la vida de un hombre es tan grande como su afición"

Y cuando la tarde declina, cuando el clarín calla y la luna se asoma, surgen los rituales modernos, las peñas: los Karepas se juntan -cada vez más menguados- para hacer cuadrilla, reír y brindar por lo que fue y lo que vendrá. No faltan los Gin Kas, que se alzan como un canto a la amistad y la vida, porque la fiesta no termina con el último pase: se prolonga en la calle, en la barra, en cada carcajada compartida.
Esta plaza no celebra, en estas fechas, solo su aniversario, celebra su inmortalidad emocional, su resistencia culta, su capacidad de reinventarse con la fidelidad como eje. Porque, como reza en el viejo aforismo griego: el arte es largo y la vida es breve. Y en Pontevedra, en cada tarde de toros, el mundo vuelve a empezar.
elmundo