El laboratorio americano

Avanza el Mundial de Clubs en el delirante clima, tanto en términos meteorológicos como políticos, que atraviesa Estados Unidos, expuesto a la primera gran ola de calor del año. Alrededor de 40 millones de personas estarán afectadas en los próximos días a unas temperaturas sofocantes, superiores a los 40 grados centígrados.
La mayoría de los equipos que participa en el torneo son víctimas de unas condiciones inhumanas, con partidos a pleno sol al mediodía o primeras horas de la tarde, en estadios que ni de lejos se llenan, sin más objetivo que satisfacer la codicia de Gianni Infantino.
Los empresarios norteamericanos han detectado el inmenso pastel que depara el fútbolEl reptante mandatario de la FIFA se pavonea estos días junto a Donald Trump, como se pavoneaba con Vladímir Putin en el Mundial de Rusia 2018, o el emir de Qatar en el Mundial 2022. Ahora igual de solícito con el príncipe saudita Bin Salman, salvador del Mundial de Clubs con su inyección de 2.000 millones de dólares, la mitad para emitir los partidos después de comprar un importante paquete accionarial de DAZN y la otra mitad para seducir con una lluvia de petrodólares a los propietarios de los clubs que disputan la competición. Por si acaso, Arabia Saudí organizará el Mundial de 2034.
Este Mundial, menor en todos los aspectos, excepto en el económico, se juega en Estados Unidos porque todos los caminos del fútbol conducen en estos tiempos a Norteamérica, donde ha sufrido durante más de un siglo un rotundo rechazo histórico y cultural. En la década de los setenta se intentó una aventura chic, sostenida brevemente por los fichajes de Pelé, Beckenbauer, Cruyff y George Best. Fracasó el intento, aunque dejó momentos gráficos imperecederos, como las alegres noches de los jugadores del Cosmos en el Studio 54.
Los futbolistas del Palmeiras se refrescan en Nueva Jersey
Susana Vera / ReutersDos décadas después, Estados Unidos organizó el Mundial de 1994. Se vendió como la oportunidad perfecta para impulsar el fútbol de manera definitiva en un país refractario a los encantos del balón. Se jugó, los estadios se llenaron, el calor fue sofocante y Brasil ganó la final a Italia en la tanda de penaltis, la final más fea que se recuerda. Se disputó en el vetusto Rosebowl de Pasadena (California), en pleno mediodía y 40 grados a la sombra. El problema es que no había sombra, ni la hay actualmente. Es el mismo tazón descubierto en el que se jugó hace siete días el PSG-Atlético de Madrid, partido que ofendió a la razón.
No se puede jugar al fútbol en esas condiciones, pero a quién le importa la sensatez y la salud. No a Infantino, no a los dirigentes de los clubs, no a los intereses de la empresa que tiene los derechos televisivos y tampoco a nosotros, los aficionados al fútbol, consumidores obsesivos y, a la vez, consumidos por una adicción que nos hace comportarnos como yonquis. Por lo visto, las audiencias en España son magníficas.
Las adicciones siempre prometen negocio. Los empresarios norteamericanos, que tanto desdeñaron el fútbol, han detectado el inmenso pastel que depara el deporte más popular del planeta. Han decidido comprar el fútbol y nadie les va a detener. Contarán con la ayuda de los países del golfo Pérsico –Arabia Saudí, Abu Dabi, Qatar…–, decididos a aprovechar las ventajas políticas que procura el gobierno de los grandes deportes profesionales, el fútbol a la cabeza de todos.
El 32% de los clubs de las cuatro categorías profesionales del fútbol inglés –entre ellos 11 de los 20 equipos de la Premier League– son propiedad de capital norteamericano. Su objetivo no es otro que desvincularse de los modelos tradicionales del fútbol y establecer sus propios códigos de negocio. La Superliga contenía todo su ideario. No funcionó porque los hinchas ingleses lo impidieron, pero el asalto continúa: este Mundial y la ocupación de los grandes clubs europeos son consustanciales al modelo exclusivista que proponen y a las ambiciones de Gianni Infantino, cuya adscripción al poder y al dinero no conoce límites.
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