Es historia

Yo no sé si a ustedes les gusta el tenis. En realidad eso da igual, porque lo que sucedió en París el pasado domingo, en la final del torneo de Roland Garros, va mucho más allá del tenis y del deporte, sea el que sea. Tiene unas dimensiones distintas y mucho más grandes.
Roland Garros es uno de los mayores torneos del mundo. Es al tenis lo que la catedral de Notre Dame es al gótico: una institución, casi un templo. Se lleva jugando desde 1891. Es durísimo. La final del domingo pasado la jugaron dos muchachos muy jóvenes: el italiano Jannik Sinner, de 23 años, y el español Carlos Alcaraz, de 22. Se conocen desde que eran niños. Ahora mismo pasan por ser los dos mejores tenistas del mundo y el partido de París explica por qué.
Los chicos estuvieron jugando cinco horas y media, la mayor duración de toda la historia del torneo. Intercambiaron más de dos mil pelotazos. La intensidad, la emoción, la entrega, la perfección técnica, la inspiración, la creatividad y, por decirlo de una vez, la impresionante belleza que ambos crearon en aquella larguísima batalla no tiene parangón con ninguna otra final que se haya jugado en el torneo desde el siglo XIX. El del domingo fue, al decir de la gran mayoría de los grandes tenistas vivos, uno de los más hermosos partidos de tenis que se hayan visto jamás, y a ese deporte se juega desde la Edad Media; Shakespeare habla de él. Ese encuentro es equiparable a la final de Wimbledon de 2008, cuando Nadal venció al suizo Federer en otra legendaria contienda de casi cinco horas. O a la de 1980, cuando Björn Borg derrotó a John McEnroe. Y, como mucho, a cuatro o cinco encuentros más.
Ganó Alcaraz, pero pudo vencer cualquiera de los dos y habría sido completamente justo. Porque la clave es esta: fue mucho más que un partido de tenis. Fue un ejemplo inmenso de superación personal, de aprendizaje mutuo, de tesón, de sacrificio y de nobleza de corazón. Sinner y Alcaraz son dos superdotados, dos genios, eso no lo discute nadie; pero nunca juegan contra otros rivales con la inaudita perfección que alcanzan cuando compiten entre ellos dos.
Lo que sucede es que, además de competir, se enseñan el uno al otro. Se hacen mejores. Se pulen mutuamente. Hubo un momento (el noveno juego del cuarto set) en que el italiano dispuso de tres bolas de partido. Si ponía fuera del alcance de Alcaraz una sola de aquellas tres pelotas, una nada más, ganaba el partido y el torneo. Y todos vimos en aquel instante, estupefactos, cómo Alcaraz alzaba el puño, impetuoso, como si fuese ganando él. Pues el español superó aquellas tres pelotas mortales… y acabó venciendo. No se rindió ni en el trance más extremo. Sinner hizo exactamente lo mismo durante aquellas cinco horas y media.
Eso es lo más importante, mucho más que el resultado. Eso es lo que se enseñan. Más que un encuentro deportivo, lo que vimos fue parte de un diálogo que los dos chicos comenzaron hace varios años y que seguramente durará muchos más; un diálogo en el que los dos aprenden y se perfeccionan. Jugarán muchas veces más; unas veces ganará uno y otras ganará el otro, como es natural. Pero esta final extraordinaria fue un acontecimiento que se recordará durante décadas y que estudiarán los niños que empiecen a jugar al tenis. En este mundo que parece venirse abajo, aplastados moralmente como estamos por la matanza de Gaza, por la guerra de Ucrania, por el cabalgar creciente de la extrema derecha; en este tiempo en el que la política española da ganas de vomitar, poblada de personajes que parecen sacados de las pinturas negras de Goya, dos chavales se pusieron a jugar al tenis en París y no es solo que se dejaran la piel; es que dieron al mundo un ejemplo inaudito de esfuerzo, de tenacidad, de honestidad y hasta de caballerosidad.
Fue más, mucho más que un gran partido de tenis. Fue historia. Y una lección para todos. Que nunca la olvidemos, aunque no nos guste el tenis.
20minutos