Soy Wimbledon y tú no

Cada vez que veo un equipo de fútbol centenario jugar partidos importantes con una camiseta de colorines sin estar obligado para evitar la confusión, cada vez que esto sucede y sucede mucho, doy gracias al All England Lawn and Tennis&Croquet Club por ser elitista. Sin este rasgo, el torneo de Wimbledon sería todo menos lo que es: un reducto del clasicismo que obliga a los jugadores –y a sus patrocinadores– a jugar de blanco, cosa que no hace ya ni el mismísimo Real Madrid.

Carlos Alcaraz celebra un punto en la actual edición de Wimbledon
Stephanie Lecocq / ReutersLa edad concede ciertos privilegios: creer que uno entiende a los británicos y admirar algunas manifestaciones de su singularidad, entre las que figura Wimbledon. Where is the beef? ¿Cuál es el meollo? Un largo viaje porque, durante decenios, Wimbledon transmitía una superioridad moral en esto del tenis que lo convertían en un torneo adusto y antipático. Desde que Manolo Santana ganó Wimbledon allá por 1966 y la duquesa de Kent le hizo una cobra en la entrega del trofeo –seamos precisos: le retiró la mano para evitar que el tenista se la besara– hasta hace cuatro días, las crónicas periodísticas incluían algún reportaje negativo sobre normas y rarezas del torneo. Detalles y anécdotas que parecían responder a un espíritu reaccionario. A Steffi Graff, por ejemplo, no le permitieron que la acompañase una amiga en el vehículo que debía llevarla al hotel. La jerarquía imperante en las taquillas de los vestuarios reforzaban su reputación “clasista” y antipática porque el resto de torneos abría las ventanas y “democratizaba” la etiqueta, al tiempo que variaba el revés, el material de las raquetas y la indumentaria, extremo este que alcanza hoy combinaciones y looks en ocasiones zarrapastrosos.
Lee tambiénLa fidelidad a la hierba, la superficie menos práctica de todas, y el código indumentario –blanco, categóricamente– han contribuido a derribar muchos de los viejos prejuicios sobre Wimbledon. Hoy, lejos de ser símbolos anacrónicos, las excepcionalidades refuerzan la personalidad del torneo. Wimbledon sólo se parece a Wimbledon y siempre está ahí cada mes de julio, como el Tour de Francia. Mientras el fútbol estira el chicle hasta límites insospechados y lo mercantiliza todo, los dos rituales del deporte de julio ya están aquí. Tranquilizan y humanizan. No son revolucionarios ni lo pretenden. ¿Para qué? Cuando ves a Alcaraz ganando ayer en la central de Wimbledon e intuyes los grandes picos de montaña de Francia –y alguna siesta entre puerto y puerto–, sabes que el mundo de Donald Trump cambia pero menos de lo que temes. Y que todo lo que no es tradición es plagio, como decía D’Ors.
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