México abierto al mundo

La historia de México ha transcurrido mirando hacia el Norte y el Atlántico. Desde la época virreinal, nuestra identidad se ha forjado en la fusión de las culturas originarias con la tradición occidental. A esa matriz se sumó, con el paso del tiempo, la influencia tan persistente como determinante de los Estados Unidos. En esa confluencia de culturas, tensiones y aspiraciones se ha esculpido el perfil singular del mexicano contemporáneo.
Aquella “raza cósmica” de la que hablaba José Vasconcelos no ha dejado de transformarse fortaleciendo su identidad mestiza ahora expresada en el arte, la economía y la vida social de una nación que profundiza la fusión cultural.
Octavio Paz describió al mexicano como un ser escindido, en constante búsqueda de sí mismo, atrapado entre la herencia indígena y la española. Hoy, esa ecuación debe ampliarse: la impronta del Norte es tan innegable como profunda. Y los mexicanos sufren la discriminación y el asedio de la exclusión en muchos ámbitos de la migración y al mismo tiempo se integran marcando con su identidad las comunidades a las que llegan. El sometimiento continuo de que hablaba Samuel Ramos que llevó a afirmar del complejo de inferioridad frente a Europa, se ha trasformado en una visión del vecino del Norte. Si viviera ahora, probablemente se asombraría del desplazamiento cultural: hemos pasado del recelo al reconocimiento -y en algunos casos, a la imitación- de la cultura estadounidense aun cuando los signos de la discriminación racial y cultural persisten y en algunos casos se agudizan peligrosamente. Pero los mexicanos ya no son los mismos. No somos una minoría simple sino parte de un ser nacional complejo acostumbrado a luchar entre muchas adversidades.
Durante dos siglos, la relación con las potencias del Atlántico ha sido ambivalente: admiración y desconfianza, aspiración y conflicto. De la guerra con Estados Unidos en 1847 a la intervención francesa, nuestra posición ha estado marcada por una desigualdad estructural de poder económico, militar y político. Sin embargo, el presente nos ofrece una nueva imagen: por primera vez, México se puede contemplar a sí mismo no desde la subordinación, sino desde su potencial complejo.
Somos la duodécima economía del mundo. Nuestra industria ha alcanzado niveles de sofisticación que nos colocan como líderes en complejidad productiva en América Latina. Uno de cada cinco mexicanos vive fuera del país, y la migración ha dejado de ser sólo una vía de escape: es hoy una red transnacional que intercambia remesas, pero también experiencias, conocimiento y valores. México, además, ha construido una democracia joven y vacilante, pero persistente, que ha resistido las tentaciones autoritarias y los embates de la polarización sin rupturas profundas.
Y, sin embargo, los desafíos son inmensos. La violencia criminal erosiona la legitimidad del Estado. La desigualdad se perpetúa. La gestión pública, en muchos casos, apenas cumple con lo indispensable. Las oportunidades históricas se han desaprovechado una y otra vez, y donde debimos construir excelencia, con frecuencia nos hemos conformado con la medianía.
A pesar de todo, algo ha comenzado a cambiar. México se ha vuelto -casi sin declararlo- una nación abierta al mundo. Hoy residen en nuestro país más de un millón de inmigrantes. Cada vez más mexicanos estudian, trabajan y emprenden fuera de nuestras fronteras. Se multiplican los vínculos culturales, científicos y empresariales con el resto del mundo. Esta apertura no es un riesgo: es una de nuestras mayores fortalezas.
En un escenario global marcado por la fragmentación geopolítica, las tensiones comerciales y el reacomodo de cadenas de valor, México tiene una ventaja decisiva: su ubicación estratégica y su vocación integradora. Formamos parte de Norteamérica, conservamos raíces atlánticas y construimos vínculos cada vez más sólidos con Asia. Convertir esa ubicación en un proyecto nacional de transformación incluyente exige visión, responsabilidad y un nuevo pacto de convivencia que convierta la diversidad política en una fortaleza democrática, no en una fractura paralizante.
Este es un momento que exige audacia. Necesitamos acelerar el paso, modernizar nuestros procesos, asumir una ética pública fundada en la competencia, la legalidad y la integridad. Nuestras empresas deben ser más resilientes e innovadoras; nuestras familias, más conscientes y solidarias; y nuestras instituciones, más eficaces y confiables.
México ya no es una nación encerrada en su historia. Es un país que se mueve, que aprende, que se proyecta. Si acompañamos esta apertura con un compromiso decidido por el fortalecimiento institucional y la calidad en la acción pública, podremos navegar con éxito en un mundo incierto y volátil. No se trata de perder lo que somos, sino de afirmarlo en el escenario global, con identidad, con convicción y con visión de futuro.
La historia enseña que el aislamiento empobrece, mientras que la apertura bien gestionada enriquece. México tiene hoy la oportunidad de demostrarlo.
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