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Orhan Pamuk: cuadernos para dos manos

Orhan Pamuk: cuadernos para dos manos

Sensible como es un escritor a la posibilidad del fracaso, a veces se provee, por las dudas, de una segunda vía o una salida de emergencia: una vocación artística paralela. Son múltiples los casos de novelistas y poetas que fueron considerables pintores y dibujantes: Victor Hugo, August Strindberg, William Blake, Henri Michaux, Gunter Grass, Alfred Kubin, Mervyn Peake, Alasdair Gray, Wyndham Lewis, Friedrich Dürrenmatt, Hugo Claus, Pierre Klossowski, Alberto Savinio, Adolfo Couve y Hugo Padeletti, entre muchos otros ambidiestros.

Algo de esa tensión insinuaba sin querer el Nobel turco Orhan Pamuk en un ensayo de la antología titulada, precisamente, Otros colores: “Un escritor es alguien que se pasa años intentando pacientemente de descubrir a la segunda persona dentro suyo, y el mundo que lo hace ser quien es”. Pamuk, de hecho, empezó al revés. Primero quiso ser pintor. Son pocos los cuadros que sobrevivieron de aquella joven etapa, pero no hay novela suya que en mayor o menor medida no aluda al arte. Sobre todo Mi nombre es Rojo, sobre legendarios miniaturistas otomanos.

Ahora, en Recuerdos de montañas lejanas Pamuk se revela como un mañoso dibujante de colinas, de barcos, de lluvia sobre el mar. Efectúa dos maniobras simultáneas: una óptima traslación de la luz y una excelente disposición del espaciamiento en un paisaje. Ostenta un hábil uso de los colores –se le dan bien los azules– y una evidente atracción por una amplia paleta. El mero esfuerzo cromático se destaca en estas ejercitaciones de perspectiva y planos sucesivos, a menudo de lo que ve desde su atalaya, su oficina: el espléndido Bósforo. Pamuk ataca repetidos motivos: curvas en ruta, paisajes de fondo, navíos detenidos por su mano. Son páginas literalmente pasadas por agua.

La apariencia a veces puede ser infantil –es decir, como cumpliendo una función interior para quien los ejecuta– pero en todo caso es una pericia escolar nada desdeñable. En su simpleza, no pocos dibujos son bastante sugerentes. No acatan ni el realismo ni el virtuosismo; se trata de capturas al vuelo, con frecuencia durante un viaje. Por su naturaleza, un dibujo se coloca fuera del coto de caza crítico, fuera del círculo de tiza de cualquier autoridad. Aunque por medio de colores más estridentes, remiten a los suaves paisajes del poeta Edward Lear, alguna vez visitante de Albania, Grecia y Turquía.

Según Pamuk, pintar es como cantar en la ducha y no le importa quién lo oiga: “Nadie escuchará mi horrible voz”. Estas tonadillas pintadas llevan letra, porque todos los dibujos de Pamuk están salpicados de palabras sueltas o párrafos enteros. El maridaje resulta asombroso. Su letra es nerviosa pero clara, como si la caligrafía actuara de tipógrafa (cada letra distanciada de sus vecinas). El idioma turco transcripto contribuye al efecto pictórico de la ilustración y, en el camino, las frases varían de color. Las de Pamuk certifican que las libretas son el taller –en términos artísticos- de un escritor.

Dibujo de Orhan Pamuk. Dibujo de Orhan Pamuk.

En ocasiones, los textos de este diario ilustrado, frontal, honesto, son naturalmente ingenuos, como corresponde a algo privado. Pamuk se permite el candor de quien habla consigo mismo. Aunque desde luego que termina ofreciendo más que una vistosa taquigrafía para uso personal. El desamparo de un escritor ante sí se vuelve patente en un diario como este. (Si no existe ese desamparo, podría pensarse que no se trata de un diario. En éste se escribe no en calidad de escritor, sino sin cara y frente a un espejo que agiganta la imagen).

La propicia incomodidad que se percibe en Pamuk – la del alumno cuyo padre es el director del colegio– es la que lo impulsa, y queda la impresión de que busca colmar la página como sea (que no queden blancos: una larga y mimada obsesión la del autor por cuanto detalle guardó la memoria). En esto también reside su originalidad: son diarios íntimos sin silencios. Acaso sin pensarlo, Pamuk está convencido de que los modos de transcripción definen modos de creación.

Para él, escritura y dibujo están siempre asociados a la felicidad, y la primera de esas disciplinas lo habilita a azotarse o alentarse, alternativamente, a planear novelas, a rehacerlas. No oculta su inseguridad como escritor, o sus entusiasmos. Lee con afecto a Tolstói, Thoreau, Borges y Blake. Viaja en compañía de Kiran Desai, practica natación, alaba las rutinas, confiesa los trastornos que le provoca su proyecto de montar un museo después de la publicación de Museo de la inocencia, saturado de memorabilia local.

Es en El novelista ingenuo y el sentimental –sus conferencias en Harvard– donde pedagógicamente Pamuk conecta arte y literatura: “Las novelas son, en esencia, ficciones visuales”. Y aclara: “Mirar una pintura paisajística se parece mucho a leer una novela... Las novelas, al igual que las pinturas, ofrecen momentos congelados”.

En sus clases, Pamuk estableció, asimismo, algunos contrastes: “Cuando miramos una pintura obtenemos una impresión general de inmediato. La situación es justamente la opuesta cuando leemos una novela. Al pasar las páginas, nuestra atención se centra de manera constante en pequeños detalles, pequeñas imágenes, pequeños momentos irreducibles”. Otra disparidad es más bien de orden íntimo: “Siempre me he sentido más infantil e ingenuo cuando pinto, y más adulto y sentimental cuando escribo novelas”.

En el camino, Pamuk invoca una cita de Marcel Proust –“Mi libro es una pintura”– y redondea una confesión: “No me cuesta en absoluto entender por qué los grandes novelistas a los que admiro se esforzaban en convertirse en pintores, o por qué envidiaban el arte de la pintura o por qué lamentaban no poder escribir ‘como un pintor’”.

Dibujo de Orhan Pamuk.Dibujo de Orhan Pamuk.

Los cruces entre artes y oficios también se dan cita en ambientes públicos: “Me gusta ir a museos a los que no va nadie... encuentro cierta poesía del tiempo y el espacio en los museos vacíos, en los que los guardias dormitan y el suelo de parquet cruje. Al leer una novela que nadie más conoce sentimos que le estamos haciendo un favor al escritor, por lo que redoblamos nuestros esfuerzos y forzamos nuestra imaginación más de lo habitual”. El museo es un sitio –una imagen– esencial en la obra de Pamuk. En la también fetichista novela El libro negro leemos que Celal “convirtió su propia vida en un museo y biblioteca privados”, y que Galip “se pasó gran parte de la noche revisando su vieja cajonera, que (por sugerencia de Celal) había transformado en un museo de su vida”.

En Estambul. Ciudad y recuerdos, libro plagado de fotografías propias y ajenas, Pamuk insiste en su admiración por el pintor Antoine-Ignace Melling: “Da la impresión de que los paisajes de Estambul de Melling no tuvieran un centro. Quizá esa sea la segunda razón (después de la fidelidad de sus detalles) por la que me siento tan próximo a su Estambul”.

El comentario es significativo a la luz de un punto central de El novelista ingenuo y el sentimental: “Lo que distingue a las novelas de otras narraciones literarias es que tienen un centro secreto... Escribir una novela es crear un centro que no podemos encontrar en la vida o en el mundo, y ocultarlo en el paisaje: jugar una partida de ajedrez imaginario con nuestro público””. De un dibujo en Recuerdos de montañas lejanas anota: “El barco se convierte en el centro del paisaje”.

Es sintomático de quien hizo de sus novelas y crónicas un aterrazado palacio de la memoria y un museo retrospectivo –Pamuk es fan de las cajas de Joseph Cornell– que en Mi nombre es Rojo se diga que incluso un artista mediocre “debe saber que una ilustración genuina no se dibuja de acuerdo a lo que ven los ojos en un momento particular, sino de aquello que la mano recuerda”.

Orhan Pamuk.Orhan Pamuk.

En esa ficción sobre el modus vivendi de miniaturistas perfeccionistas, torturados por sultanes, Pamuk subraya la materialidad de la pintura –en suma, la del trabajo creativo, como queda plasmado en sus bien maltratadas libretas– y ahonda cuestiones que vuelven a viajar del arte a la literatura: “Cualquier defecto que no provenga de la falta de destreza o talento, sino de las profundidades del alma del miniaturista, debe ser considerado no un defecto sino estilo”. Y en otra inversión de expectativas, el narrador acota: “Para evitar la decepción en el arte, uno no debe tratarlo como una carrera”. (Al respecto, la novela Nieve –en la que Pamuk infiltra sus dotes de cronista urbano y familiar– tiene algo más irónico que aportar: “Como esos personajes tan cargados de virtudes que nunca conocen el éxito en la vida”). Ventura, vulnerabilidad e infancia nunca están lejos en Pamuk. En Otros colores admite: “Si me preguntan, en su nivel más profundo Mi nombre es Rojo trata acerca del temor a ser olvidado, el temor de que el arte se pierda”.

Los diaristas favoritos del novelista turco son Tolstói, Thoreau, Woolf y Cornell. La técnica de la doble entrada de Pamuk –textual y estética– le habilitó un atajo para diferenciarse de otros intimistas. Además de buscar fijar huellas propias y el aura de lugares servidos en bandeja, cuadernos como los suyos sin querer ratifican que un diario va a la conquista de la primera persona (que uno no nace con la primera persona impresa, por así decir, y debe ganársela). En el caso de Pamuk, sus mil libretas privadas ahora públicas complotaron para que obtuviera la desposesión de autoridad propia de un diario, y a la vez para que se mantuviera igual a sí mismo de la primera a la última de sus páginas, la que seguramente preferiría que no llegara nunca.

Recuerdos de montañas lejanas, Orhan Pamuk. Random House (Ebook en Argentina), 400 págs.

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