Estados Unidos quiere agua de Canadá

En los años sesenta del siglo pasado aparecieron en España muchos anuncios publicitarios de un refresco que estaba teniendo gran éxito en Estados Unidos. Canada Dry se llamaba. Botellines de cristal verde con una etiqueta en forma de escudo, en cuyo interior aparecía el mapa del Canadá. En un puesto de helados y bebidas cercano a mi escuela pusieron un vistoso anuncio de Canada Dry que siempre me intrigó. ¿Qué sería eso? Una gaseosa. Gaseosa con jengibre y limón. Ginger Ale. Eso lo supe más tarde, puesto que a los diez años no me atreví a pedirle unas monedas a mi madre para probar aquel misterioso refresco. Lo guardé en la memoria y he recordado la etiqueta del Canada Dry estas últimas semanas, mientras Donald Trump lanzaba su insistente campaña para anexionar Canadá. He vuelto a ver ese mapa con la corona real británica. “El champagne de los ginger ales’, decían los anuncios.
He buscado datos sobre el refresco que nunca probé. Fue patentado en 1904 en Toronto por un farmacéutico llamado John J. McLaughlin para comercializar a gran escala una bebida casera de origen escocés que se vendía como remedio digestivo. El ginger ale de McLaughlin era más seco, menos dulzón. Agua carbonatada de manantial, agua canadiense, jengibre y limón. El Canada Dry gustó mucho en Nueva York y se puso de moda durante la Ley Seca porque disimulaba el sabor del alcohol. Tuvo tanto éxito que la marca fue adquirida en 1923 por una empresa de Estados Unidos que dejó intacta la etiqueta. La corona y el mapa del Canadá eran signos de distinción. Una bebida para gente elegante. Un refresco Mad Men. En la España del Plan de Estabilización no tuvo tanto éxito porque aquel país recién salido de una dura posguerra aún se hallaba en primer curso de americanización y las patatas fritas giraban alrededor de la Coca-Cola. Había fábricas de sifones y gaseosas en todos los municipios de cierto empaque. Las gaseosas locales fueron un puntal de la vida española hasta que se consumó la transición. Después de las gaseosas locales cayeron las cajas de ahorro. La marca Canada Dry pertenece hoy al grupo estadounidense Keurig Dr. Pepper, participado por diversos fondos de inversión, entre ellos Blackrock. Todos los caminos conducen a Roma y a Blackrock.
Aguas del Canadá. Donald Trump, gran bebedor de Coca-Cola, también quiere agua canadiense. Detrás de la propuesta de incorporación de Canadá como 51 Estado de la Unión también está el agua. No todo se refiere a un gran sueño de expansión territorial hacia el Norte, a la búsqueda de tierras raras y al control de las futuras rutas de navegación por el Ártico. También hay agua en ese insólito plan que acaba de provocar una fuerte reacción electoral adversa en Canadá. Ahí está el viejo sueño de Washington de trasvasar agua del norte hacia el sur de Estados Unidos, donde los recursos hídricos son más escasos. Hemos estudiado este tema con Santiago Fernández Muñoz, profesor de Geografía Humana en la Universidad Carlos III de Madrid.
Hay una creciente preocupación en Canadá por la posibilidad de que se recupere el proyecto NAWAPA (North American Water and Power Alliance, Alianza Norteamericana de Agua y Energía), diseñado entre los años cincuenta y sesenta del siglo pasado como un plan continental para resolver la escasez de agua en el sur de Estados Unidos. El primer paso lo dio el Ejército. El prestigioso Cuerpo de Ingenieros cartografió los recursos hídricos de la vertiente pacífica de Canadá y Estados Unidos con el fin de garantizar que “Estados Unidos nunca se quede sin agua”. En 1964, la empresa de ingeniería Ralph M. Parsons (Parsons Corporation) presentó un proyecto maestro que desviaba aguas de Alaska y Canadá (ríos Yukón, Liard, Peace, Columbia…) hacia el sur. Este plan es un reflejo del prestigio que llegaron a tener las grandes obras de infraestructura en aquellos años, dentro del contexto de la Guerra Fría. Todo se pensaba a lo grande y los ingenieros de Parsons bebían Canada Dry.
Un gran trasvase norte-sur para recargar acuíferos sobreexplotados. Con una red de canales navegables y no navegables se lograría mejorar la dotación de agua de los regadíos ya existentes y se duplicaría la superficie irrigada, generándose más de siete millones de empleos. El complemento sería la construcción de decenas de plantas de generación hidroeléctrica aprovechando el desnivel de los trasvases con represas y bombeos para producir energía a gran escala. El plan contó con el apoyo, entre otros, del senador Robert Kennedy, hermano del futuro presidente de los Estados Unidos, al que también le esperaba un trágico destino. No gustó nada en Canadá. Sucesivos gobiernos canadienses (liberales y conservadores) lo consideraron una violación de su soberanía nacional.

El lago Peyto congelado
PropiasCanadá y Estados Unidos comparten una frontera de 8.900 km., en su mayor parte una línea recta trazada en 1818 con escuadra y cartabón. Una línea perfectamente recta desde Vancouver (océano Pacífico) hasta los Grandes Lagos, que conducen a Toronto y Ottawa. Nada que ver con los tortuosos límites fronterizos europeos. Esa línea recta corta decenas y decenas de cursos fluviales y obliga a compartir la gestión de sus recursos mediante laboriosos tratados. Aproximadamente el 90% de los canadienses viven a menos de 160 kilómetros de la frontera con Estados Unidos. Canada Dry nació en esa frontera.
Hay un claro desequilibrio hídrico entre ambos países. California, Colorado, Nevada, Arizona y Texas tienen unas extensas superficies de agricultura de regadío que demandan crecientes cantidades de agua en ríos con caudales menguantes, lo que en muchos casos acaba en la sobreexplotación de los acuíferos. Las cuencas de los ríos Colorado, San Joaquín, Owens y Ogallala tienen importantes déficits hídricos que se van agravando año a año. El cambio climático no hace sino empeorar la situación de cara al futuro. Por el contrario, en el frío norte hay mucho menos potencial de producción agrícola, menos población y abundantes recursos hídricos.
La posible exportación de agua desde Canadá a Estados Unidos es un tema recurrente en las relaciones bilaterales. En los años cuarenta del siglo pasado, antes de que redactase el plan NAWAPA, se barajó la propuesta de desviar parte del agua del lago Michigan en Chicago a través de un sistema de canales. Hubo una fuerte oposición canadiense. Las tensiones llevaron a crear organizaciones bilaterales para la gestión de las aguas. En julio del 2024, aprovechando la cumbre de la OTAN que se celebraba en Washington, Joe Biden y Justine Trudeau (antiguo primer ministro canadiense) anunciaron el acuerdo para actualizar el pacto sobre unas de las cuencas más competidas: la cuenca del río Columbia. Ríete tú del trasvase del Ebro. El Tratado del río Columbia, negociado por primera vez en 1961, parecía desbloqueado después de seis años de negociaciones. La Administración Trump lo ha vuelto a bloquear. Estados Unidos quiere más agua canadiense.
Trump tiene sed y no quiere bromas con los peces. El mismo día de la toma de posesión, entre las 26 órdenes presidenciales firmadas de una tacada había una con el siguiente título: Putting People over Fish: Stopping Radical Environmentalism to Provide Water to Southern California (“Anteponiendo las personas a los peces: frenar el ambientalismo radical para asegurar agua para el sur de California”). En ese decreto se ordena a los secretarios de Comercio e Interior retomar los trabajos iniciados durante su primer mandato –posteriormente interrumpidos por el Gobernador de California- para permitir que “enormes cantidades de agua provenientes del deshielo y de las lluvias en los ríos del norte de California se destinen a un uso beneficioso en el Valle Central y el sur de California”. El discurso es bien conocido; no dejemos que el agua de los ríos se pierda en el mar y llevémosla a fructificar el desierto, en este caso del sur de California. Las personas antes que los peces. Construyamos tuberías para aprovechar el agua de los picos nevados de las Montañas Rocosas para regar el desierto. Discurso sencillo, mensaje directo, fácil de comprender y difícil de confrontar. Aplicable también a la construcción de oleoductos y a cualquier otro tipo de infraestructura en la que cualquier argumento ambiental, por profundo que sea, pueda acabar siendo ridiculizado.
Agua de Canadá para Estados Unidos. Agua de Groenlandia, también. El deshielo del Ártico está liberando grandes cantidades de agua dulce al océano. “El gobierno local de Groenlandia y Estados Unidos podrían estar en condiciones de capturar y monetizar grandes cantidades de agua dulce que en estos momentos se están vertiendo al océano Ártico y al Atlántico Norte”, escribe el periodista ambientalista Keith Schneider, colaborador de The New York Times, en el portal digital Circle of Blue, dedicado a la gestión del agua. “Recoger ni que sea una pequeña parte del agua del deshielo y transportarla a las regiones más secas de Estados Unidos, transformaría la superabundancia de agua dulce en Groenlandia en una gran reserva estratégica”, escribe Schneider. Entre 1992 y 2018, aproximadamente 3.541 kilómetros cúbicos de agua de Groenlandia se vertieron a los océanos. Ello equivale al caudal de doce años del río Mississippi desembocando en el Golfo de México. Hace unos años el Servicio Geológico de Dinamarca y Groenlandia recorrió la isla para evaluar las zonas más favorables para extraer agua del deshielo glacial. Su informe , publicado en 2020, señaló que “el Gobierno de Groenlandia apoya activamente la posibilidad de exportar agua potable de este inmenso recurso”.
Transportar agua desde el puerto de Nanortalik, la comunidad más meridional de Groenlandia, a Estados Unidos o a cualquier otro país es técnicamente factible. Un superpetrolero podría tardar entre 15 y 20 días en llegar al puerto fluvial de Búfalo, en el estado de Nueva York, enfrente de Toronto, en la región de los Grandes Lagos. Una vez descargada, el agua podría transportarse a través de la red estadounidense de gasoductos y oleoductos que se extiende por millones de kilómetros. “Los ingenieros afirman que los oleoductos y gasoductos que se emplean para el transporte de hidrocarburos fósiles pueden limpiarse a fondo y estar disponibles para transportar agua dulce a casi cualquier lugar de Estados Unidos”, apunta el periodista.
Puede objetarse que Trump ha sido demasiado impetuoso en su inicio de mandato. Ha agitado la botella de Canada Dry y el ginger ale ha salido a borbotones, derrotando a los conservadores canadienses cuando ya tenían las elecciones ganadas. En Groenlandia, las recientes elecciones locales han dado paso a una coalición en principio contraria a la venta de la isla a Estados Unidos. Parece evidente que la intención inicial de la Administración Trump no era la de hacer amigos en Canadá y Groenlandia. Aunque lo parezcan, no son tan torpes. Querían fijar una idea; definir una ambición, que hoy conoce todo el mundo y gusta mucho a su base electoral. Y dentro de esa ambición hay agua.
El tiempo irá moldeando la relación de fuerzas. En la provincia canadiense de Alberta, muy rica en petróleo, la derecha ya amenaza a los liberales con crear un movimiento secesionista. El agua será motivo de grandes conflictos a lo largo del siglo XXI. Atentos a lo que pueda pasar entre Egipto y Etiopía después del llenado de la Presa del Renacimiento, la mayor obra hidráulica en el continente africano. Egipto teme que la gestión de esa gigantesca presa etíope reduzca los caudales del Nilo, con grave repercusión en su economía.
(Este nuevo capítulo de ‘Penínsulas’ ha contado con la colaboración de Santiago Fernández Muñoz, profesor de Geografía Humana en la Universidad Carlos III de Madrid, socio de SILO y antiguo jefe de proyectos de la división de Evaluación de Políticas Públicas de la AIReF.)
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