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La gente de partido (1)

La gente de partido (1)

Los partidos políticos no son populares, están bajo sospecha, aunque conservan algo de su atractivo entre algunas personas. Las que sienten una natural inclinación por alguna forma de acción colectiva en los años de universidad, es la etapa de los grandes inicios biográficos, aunque con ella arriesgan una profesionalización temprana en la política, especialización prematura que incentivan las filiales juveniles de los mismos partidos con su mera existencia.

Tantean la arena política también los profesionales con un plus de sentido cívico, los que creen tener algo que aportar en arreglar esos asuntos públicos que conocen a fondo por su trabajo, sabedores de que son los partidos el lugar social idóneo para la reforma social, más que el tercer sector o los colegios corporativos. Pero la actual planta de partido, casi exclusivamente territorial desde las primeras elecciones generales, rehúye la agrupación profesional de sus afiliados y se desentiende de atraer talento externo a su organización .

La militancia perdida se recupera en los episodios de rivalidad aguda, como sucede ahora

Conscientes de su impopularidad, una mayoría de ellas recurrió al Jordán purificador de las primarias. Se adelantó el socialista, se resistió a hacerlas el partido popular por veinte años; era la fórmula más aparente para cumplir con la democratización que pide la Constitución a todos ellos. Hoy el daño de esta apelación directa a la base está a la vista, puesto que el ganador concentra en su persona un poder muy superior al resto de sus compañeros en conjunto y, caso de que llegue a la presidencia del Gobierno, se convierte en un mandatario intocable.

A veces, parte de la militancia perdida de los partidos se recupera durante los episodios de rivalidad aguda entre ellos, como ahora sucede; entonces, fluyen de nuevo las solicitudes de personas que no desean otra cosa que echar una mano por los locales del partido y en los colegios electorales el día de las votaciones. Así debe de pasar en buena parte con las mil afiliaciones mensuales a las siglas de Alberto Núñez Feijóo.

Lo cierto es que la democracia gusta, pero no la de partidos. Son ya demasiados los que desconfían de que nuestros partidos cumplan ninguna función social, si no es que los tengan por centros de malas artes y agencias de empleo en cargos públicos.

Sin embargo, viviendo de cerca los “estados generales” que son los congresos, se ve que guardan mucho talento interno sumergido; como los iceberg, la parte sobresaliente de esa masa social que son las formaciones políticas gravita ordinariamente hacia la comunicación pública, a no ser en estas ocasiones de las convenciones y congresos, que vuelcan su inercia exterior hacia el interior de sus cuadros intermedios, convocados bajo principios de una discusión plural y argumentada. Hacen bien las nuevas leyes de partidos en exigirles que sus asambleas programáticas se celebren cada dos años, y hasta con más frecuencia.

lavanguardia

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