La revolución de la vida: del gen egoísta a las células cooperativas
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Podemos entender la sociedad como un organismo compuesto de individuos que, con sus ideas, actividades y sobre todo interacciones, la mantienen en funcionamiento. Igual que un ser vivo tiene tejidos y órganos, la sociedad tiene estructuras que la dotan de resiliencia y la permiten adaptarse a cambios y evolucionar. En los años 70, el libro Sociobiología extendió conceptos de la genética y la biología evolutiva al comportamiento de los seres humanos y, junto con El gen egoísta de Richard Dawkins, propuso una visión de la naturaleza humana como una consecuencia inevitable de nuestros genes y su historia. El argumento central de esta idea sostiene que los organismos no somos más que un producto de genes cuya ambición es propagarse eternamente en el tiempo, para lo que luchan entre ellos. En ese mundo, un león y un antílope no son más que naves que los genes de cada animal construyen para propagarse: el león mata al antílope porque los genes que lleva quieren propagarse a costa de los del antílope. El organismo no tiene más valor que como un producto efímero de los genes para su supervivencia. En estas batallas los genes mutan, cambian los diseños de sus naves para mejorar su reproducción. Darwin ya había dicho que la vida sobre la tierra estaba teñida de sangre en los dientes y en las garras de los animales. Dawkins añade la noción de egoísmo a los elementos de la herencia en la batalla por la supervivencia.
El papel central de los genes en nuestra existencia se manifiesta hoy en las constantes referencias a que lo que somos, nuestra salud y la enfermedad, incluso nuestra longevidad, todo se puede reducir a nuestros genes. A veces, el argumento se extiende a nuestras acciones colectivas. Cuando Margaret Thatcher dijo que no hay tal cosa como la sociedad, sino solo individuos, apuntaba a la competitividad y al egoísmo como bases del éxito social. Hoy en día este discurso se esconde detrás del racismo, la discriminación y la inequidad. No en balde, Trump y Musk hablan de genes buenos y malos para justificar sus políticas de inmigración y fertilidad. Es interesante como la genética es un arma de doble filo que a veces requiere contorsiones argumentales para liberar la visión gen-céntrica de la vida de sus consecuencias sociales. Pero quizás, salvar la situación no requiere sutilezas dialécticas, sino poner a los genes en su sitio. Para esto debemos reconocer una realidad biológica que tenemos delante de los ojos y que proporciona una visión más optimista y liberadora de la vida. Una visión centrada en un elemento de nuestra esencia biológica con más poder y mejores artes que los genes: las células.
Los organismos somos la creación de las células. Cada uno de nosotros es un conjunto de un trillón de células que conviven y trabajan con el mismo número de bacterias que, por cierto, también son células. Y en esta realidad, hay algo más sorprendente. Mientras usted está leyendo, su cuerpo está en ebullición. Cada segundo, su médula produce dos millones de glóbulos rojos nuevos (sí, ha leído bien la cifra: dos millones), las células de su piel están en un proceso de renovación total que culminará a finales de mes y las del intestino, bombardeadas por la última comida, harán lo mismo en el plazo de una semana. Y todo esto en un ambiente cooperativo entre los distintos tejidos: la sangre reparte combustible para que todo ocurra, la piel protege la delicada maquinaria que nos mantiene vivos y el intestino crea el combustible a partir del alimento. Las células del corazón, del cerebro, de los ojos son más estables, pero dependen de las demás. Un organismo es una sociedad de células en continua renovación, donde cada una hace su trabajo con el objetivo de mantener el todo funcionando.
Las células son estructuras complejas y maravillosas que han sido inventadas en el curso de la evolución, el verdadero origen de la vida como la conocemos. La diversidad de animales y plantas que disfrutamos no se debe a los catálogos de genes de cada organismo, sino a la variedad y organización de las células que nos configuran y lo que ellas hacen con los genes. Si hay alguna duda del poder creativo de la célula, solo tenemos que mirar al proceso por el que la unión de un huevo y un espermatozoide se transforma en un organismo a través de ese crisol que es el embrión de donde surge la estructura trillonaria de células que nos configura. En contra de lo que se dice, los genes no representan un plano de un ser vivo. Pero, incluso si lo fueran, ¿quién lo ejecuta? Las protagonistas del proceso que es la creación de un embrión son las células, que se multiplican, diversifican estructural y funcionalmente y comunicándose entre ellas y su ambiente, construyen tejidos y órganos. Las células saben contar, crean y dan forma al espacio, colocando cada pieza del cuerpo en su sitio, dotándolas de la funcionalidad global que requiere la supervivencia del organismo. En estos procesos, los genes no son los protagonistas, sino un código de barras para las herramientas que las células utilizan en sus tareas. Los genes hacen lo que las células necesitan, cuando y donde ellas deciden. Son las células y no los genes, las que han tejido nuestro ser en el vientre de nuestras madres y las que le permiten a usted leer estas líneas, escuchar música, hablar con los amigos, soñar.
Es cierto que nuestro conocimiento de la célula es todavía primitivo, pero no debemos dejar que la actual obsesión con los genes tape sus limitaciones y nos inhiba de explorar mucho que todavía no sabemos de las células.
La visión de la Biología desde el punto de vista de la célula se opone a la del gen. Donde el gen es egoísta, la célula coopera para el bien común que, al final, es el organismo. Cuando una célula, imitando al gen egoísta, se rebela y quiere imponer sus intereses, el producto es la enfermedad con el cáncer como mejor exponente; la consecuencia es la destrucción del organismo.
Ver las células como las arquitectas de la vida promete una nueva visión de la Biología. Pero quizás debiéramos verlas también como un reflejo de la sociedad a la que aspiramos, como un ejemplo de lo que se puede conseguir cuando el objetivo no es la competición por un futuro fugaz, sino el resultado de la colaboración de diversos elementos —células, individuos— por un bien común. La Biología no está para proveer justificaciones científicas de acciones sociales, pero quizás en estos días de incertidumbre podemos mirar a la Biología para encontrar esperanza e inspiración. Igual que un organismo no es una colección de genes egoístas, sino el resultado del trabajo cooperativo de sus células altruistas, una sociedad no es una colección de individuos buscando su propio bien a costa de los más necesitados sino, como un organismo, el resultado de la cooperación entre sus individuos, cada uno contribuyendo lo mejor que tienen para proveer resiliencia, justicia y futuro en forma del bien común.
Alfonso Martínez Arias es Profesor de Investigación de ICREA en la Facultad de Medicina y Ciencias de la vida de la Universitat Pompeu Fabra en Barcelona. Su libro ‘Las arquitectas de la vida’ (Paidos), en el que se inspira este artículo, se publica este mes.
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