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Tribunal Constitucional, ¿para qué os necesito?

Tribunal Constitucional, ¿para qué os necesito?

En los últimos días, tras hacerse público el contenido de la sentencia del Tribunal Constitucional, que valoró la solicitud de supervisión preventiva realizada por el Presidente de la República, en relación con el decreto n.º 6/XVII de la Asamblea de la República, que introduce diversos cambios en el régimen jurídico de entrada, estancia, salida y expulsión de extranjeros del territorio nacional, y en relación con el régimen de reagrupación familiar (Ley n.º 23/2007, de 4 de julio), se produjo un intenso debate, que atravesó a los distintos partidos políticos, a los medios de comunicación y a la opinión pública en general.

Algunos consideraron que la postura mayoritaria servía a los intereses de la izquierda y que los votos disidentes apoyaban las posturas de la derecha. Algunos interpretaron la decisión como una victoria para la Constitución, los Derechos Fundamentales y el Humanismo, considerando la postura minoritaria y los respectivos jueces que la respaldaron insensibles a dichos principios. Algunos consideraron que el tribunal se extralimitó en su interpretación y actuó como un obstáculo a la mayoría parlamentaria surgida de las elecciones legislativas, buscando poner en aprietos al gobierno. De igual manera, debido a la falta de unanimidad en el fallo, muchos sugirieron cambios en la composición del Tribunal Constitucional, reavivando el debate sobre su posible disolución, su reconfiguración como Sección de la Corte Suprema de Justicia e incluso la necesidad de reformar la propia Constitución.

Si bien no me corresponde profundizar en el fondo del asunto, sobre el cual, por imperativos éticos y legales, no haré comentarios, parece pertinente abordarlo desde la perspectiva del propio sistema. Por lo tanto, ante todo, es importante recordar que, en un tribunal que opera de forma colegiada, la unanimidad no es necesariamente la regla. De hecho, cuanto mayor sea el número de jueces involucrados en la decisión, mayor será la probabilidad de votos disidentes, lo cual es una consecuencia normal, legítima e incluso saludable del proceso de toma de decisiones. El debate generado en el marco de la argumentación jurídica permite la aparición de una pluralidad de perspectivas, lo que confirma que se produjo un debate genuino, lo que necesariamente enriquece la decisión y fomenta la transparencia en un sistema tan a menudo criticado por su hermetismo e incomprensibilidad. La justicia, desde su arquitectura que pone de relieve las diversas categorías de tribunales que se unen en las apelaciones, hasta la composición colegiada que la ley exige para la toma de ciertas decisiones específicas, sólo sale ganando cuando, frente a cuestiones complejas o incluso divisorias, la decisión final no se presenta en forma tabulada o basada en un pensamiento único.

Dicho esto, también es importante destacar que el Tribunal Constitucional fue concebido como un verdadero tribunal y, como tal, su funcionamiento se basa en principios jurídicos innegociables, como la independencia y la imparcialidad. Si bien es cierto que el Tribunal Constitucional suele ser criticado por la forma en que se nombran sus jueces (dado que diez de los trece jueces son nombrados por la Asamblea de la República y el resto son cooptados por esta), lo cierto es que, en el ejercicio de sus funciones, estos no están afiliados a partidos políticos, no representan a circunscripciones específicas, no pueden ocupar ningún cargo en órganos de partidos, asociaciones políticas o fundaciones afines, ni participar en actividades políticas públicas. Su función más importante es precisamente verificar la inconstitucionalidad o ilegalidad de las leyes.

La relevancia de tales funciones es inmediatamente innegable porque la Constitución no es una mera sugerencia. Es la Ley Fundamental que rige un país, definiendo los derechos y deberes de los ciudadanos y estableciendo la estructura del Estado, así como fijando límites a su acción, con todas las demás leyes promulgadas subordinadas a ella. Desde esta perspectiva, la circunstancia ocasional de una mayoría parlamentaria no significa que el gobierno apoyado por ella no encuentre límites constitucionales a su acción legislativa, y es precisamente el Tribunal Constitucional el responsable de dicha verificación. Esto no es un problema actual, ni se limita a esta sentencia específica. Más bien, es un rol asignado a un tribunal que, en diversos momentos históricos, con diferentes composiciones parlamentarias y diferentes gobiernos en el cargo, ha tenido que tomar posición sobre una amplia gama de temas que, en un momento dado, fueron divisivos para nuestra sociedad. Cuestiones como la eutanasia, la recogida y conservación de metadatos, las restricciones de derechos derivadas de la “legislación COVID”, las normas surgidas del Memorándum de Entendimiento firmado con la “Troika”, entre muchas otras, han situado sucesivamente al Tribunal Constitucional ante el complejo ejercicio de verificar la posible incompatibilidad de las normas jurídicas con el texto constitucional.

Y aquí es donde se aborda un punto delicado. Una democracia estable, la denominada democracia liberal, se sustenta en dos pilares fundamentales. Por un lado, presupone la existencia de elecciones libres, que eligen a los representantes del pueblo y los legitiman; y, por otro, es importante defender el Estado de derecho, la separación de poderes y la independencia judicial. Estos son los pilares y las reglas fundamentales de la existencia democrática, lo que significa que una mayoría parlamentaria temporal debe actuar siempre, e incluso entonces, dentro de los marcos constitucionales, que son necesariamente universales y vinculantes para todos los ciudadanos. Y nuestra Constitución es muy clara al respecto, definiendo concisamente la República Portuguesa como un Estado democrático de derecho, basado en la soberanía popular, el pluralismo de expresión democrática y organización política, el respeto y la garantía de los derechos y libertades fundamentales, y la separación e interdependencia de poderes (artículo 2).

Por lo tanto, independientemente del sano debate público y político, del derecho y el deber de examinar las decisiones judiciales y de la postura de cada persona respecto a una decisión específica del Tribunal Constitucional, lo cierto es que este tiene legitimidad legal y constitucionalmente garantizada para cumplir su función en todo momento. Las experiencias observadas en otros países, incluso en Europa, son peligrosas, ya que los retrocesos en el Estado de derecho comenzaron precisamente con ataques deliberados contra los tribunales o sus jueces. En un Estado de derecho, los tribunales no son meros sellos de goma para los demás poderes del Estado. Actúan con independencia y conforme a criterios de legalidad públicos, divulgados y escrutables.

En este sentido, es importante no perder de vista que la democracia no se basa únicamente en el sufragio, sino en un sistema de pesos y contrapesos, en el que ninguna rama del gobierno tiene poder absoluto. Y, independientemente de las posiciones e incluso convicciones de cada uno, es importante recordar que el respeto a las reglas del juego, cuando puedan sernos desfavorables, es la medida de la madurez democrática de un país. Dado que la realidad evoluciona, ya sea desde una perspectiva social, política, legislativa o jurisprudencial, lo más importante —tanto para quienes se sienten derrotados como para quienes se sienten victoriosos— es preservar los mecanismos para que mañana, en un escenario similar o diferente, el Estado de derecho siga estando protegido.

Desde esta perspectiva, es crucial salvaguardar la credibilidad de las instituciones que garantizan la arquitectura del Estado que hemos construido, pues esta credibilidad genera la confianza de la que la ciudadanía es acreedora. Y el respeto a las instituciones no se ve compensado en absoluto por la renuncia a la crítica. Más bien, es importante reconocer que la crítica legítima, objetiva y asertiva se encuentra en el polo opuesto de las peligrosas campañas de deslegitimación. En este sentido, ante una ley que permite diferentes lecturas constitucionales, cabe destacar que, tras una decisión compleja y, por lo tanto, saludablemente dividida, la polarización que propaga ideas de virtud para algunos y falta de humanismo para otros es tan negativa como la sugerencia de cambios que socaven la propia independencia judicial, sin la cual la Constitución se convertiría en letra muerta y, por lo tanto, incapaz de defender las libertades que tanto hemos trabajado por alcanzar.

Los textos de esta sección reflejan las opiniones personales de los autores. No representan a VISÃO ni reflejan su postura editorial.

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