Apollinaire. El dios de nuestra juventud.

Con el sello de Antítese, una pequeña e intermitente editorial cuya señal estalla sobre las aguas en reflexiones puntuales y decisivas, nos llega una traducción aislada de Álcoois (1913), obra precursora de tantos de los movimientos que definieron las vanguardias de hace un siglo, y que establecieron a Apollinaire en el centro de la constelación vital centrada en París.
Si un comienzo vale algo, tan repentino, más que el estallido de un disparo, ese ruido que anuncia una estampida aterradora, pocos libros de versos, incluso entre los que inauguraron el modernismo con tan fabulosa fanfarria, nos habrán ofrecido un comienzo tan trascendental como el que nos ofreció Guillaume Apollinaire en Álcoois: «Al final estás cansada de este mundo antiguo// Pastora, oh Torre Eiffel, el rebaño de puentes bala esta mañana// Estás cansada de vivir en la antigüedad griega y romana// Incluso aquí los automóviles parecen antiguos// Solo la religión ha permanecido nueva, la religión/ Ha permanecido simple como los hangares de Port-Aviation// En Europa eres el único que no es antiguo, oh Cristianismo// El europeo más moderno eres tú, Papa Pío X// Y a ti que vigilas las ventanas, la vergüenza te impide// Entrar en una iglesia y confesarte allí esta mañana// Lees los folletos, los catálogos, los carteles que cantan en voz alta// Aquí hay poesía esta mañana, y para la prosa están los Periódicos/ Hay ejemplares de 25 centavos llenos de historias de detectives/ retratos de hombres importantes y miles de titulares diferentes"... Hay lo que más se asemeja al tañido de una campana que de repente resquebraja la torre y se derrumba, precipitándose hacia las calles, esa campana irascible que, al oído del poeta, en lugar de tañir, suena más como un ladrido. En lugar de imágenes suntuosas, de un anuncio magnífico, estamos "en la decadencia de la belleza", pero por todas partes se siente el latido de una nueva vida, llena de fervor desenfrenado, sin necesidad de puntuación, vibrando con ritmos y motivos indecorosos, una ola que lo absorbe todo y sobrevive en el insomnio y la angustia, irradiando su extraña sonrisa en un "cuadro colgado en un museo oscuro" que el poeta visita para contemplarlo de cerca, con una fascinación que no puede librarse de cierta dosis de recriminación. Con todo ese ímpetu, Apollinaire elaboró un poema desde el que se podía ver pasar el mundo, como señaló Llansol. Fiel al inicio, el ritmo se abre, llevando la diástole al límite, y desde allí, captura síncopas inesperadas. Esto es difícil de transmitir en portugués si nos aferramos al significado literal, más frágil, sin buscar la inestabilidad de sus variaciones, ecos de la noche, que imitan la misma impotencia de una época de grandes éxodos en Europa... «Observas con ojos llenos de lágrimas a estos pobres emigrantes / Creen en Dios, rezan, las mujeres amamantan a sus hijos / Llenan el atrio de la estación de Saint-Lazare con su olor». Hay una conciencia forzada de enfrentarse a las características flagrantes de existencias tan expuestas y delicadas. Atravesaría el simbolismo que dejó huella en sus primeros poemas, que hoy rezuman anticuarismo. Pero más tarde se jactaría de ser un heraldo de lo nuevo, como señaló Roger Allard. Preservó su alma de anticuario y coleccionista. Si tantos de sus versos aún resultan frescos hoy, se debe a esta inusual combinación de elementos tan dispares: una música audaz, una mirada que se detiene en todo aquello que lo desgarraba, pero sin dejar de buscar en lo nuevo un recuerdo del pasado, disfrutando de sus concordancias distantes, sus rimas inesperadas y difusas. En opinión de Allard, no era dado a la moda, ni le cautivaban los objetos verdaderamente modernos, pero esas analogías elegantes y barrocas revelan cómo, con tanta precisión, captó los aspectos anacrónicos de las cosas y los seres. Cómo todo se transforma, pero la vida nunca se libera del todo de sus vicios. Este gusto por la divagación literaria y estética fue a menudo criticado. En realidad, supo ennoblecerlo y armonizarlo con la nostalgia, esencia de su lirismo. Nostalgia del pasado y del futuro, nostalgia de paisajes desaparecidos o ignorados; los versos más bellos de Alcools nacieron de esta doble angustia: la de los exiliados, la de los emigrantes, la de todos los exiliados, la de todos los desarraigados del tiempo y del espacio», añade el crítico de arte.
Este libro, publicado en 1913, nos sumerge en la atmósfera de los años previos a la Primera Guerra Mundial, en las mistificaciones de una juventud exaltada, entonces presa de una audacia artística que le permitió romper con las convenciones, explorar la forma y buscar inspiración en los avances experimentales de la pintura y otros campos. Así, nos encontramos con este poeta que celebró en sus versos la fusión de la ciencia y la metafísica; que, en sus Caligramas , encontró imágenes para una nueva poesía en los aviones, los cables submarinos, las bombas, el teléfono y el fonógrafo; que superpuso imágenes en yuxtaposiciones repentinas e ilógicas, produciendo así ese efecto de "simultaneidad", capturando el flujo real y confuso de las percepciones sensoriales. Tras su muerte en 1918, André Breton lo vio como el "reinventor" de la poesía y vio en el aparente desorden de sus textos el rasgo definitorio de la poesía moderna en Francia. Fue él quien acuñó el término «surrealista», al que le dio un significado distinto del que posteriormente adoptaría la jauría de cazadores inconscientes liderada por Breton. Para Apollinaire, «surrealista» es la forma que alcanza la verdad esencial de las cosas, expresable solo trascendiendo el naturalismo y la ilusión óptica con la que este envuelve la realidad. Como recuerda Llansol, se preguntó «cómo hacer de la belleza un combatiente», emerger de ella con vida, romper con un discurso unidireccional, ordenar las voces, el debate, la emoción, la duda, dando cuenta de esos relieves y ángulos que solo pueden sugerirse. Esto es para que el poema se convierta en un proceso de indagación, con su movimiento de pasaje, y el poeta se convierta en ese ser que aprende el tono más apropiado para vivir su vida. En esencia, un lector excepcional. Le correspondió librarse de lo sublime no solo mediante la transfusión de savia nueva que se materializaría en una estética que desafiaba el gusto, sino también abandonando los rigores métricos, impulsando una red circulatoria más amplia, hasta el punto de que los poemas de Álcoois sonaban crudos, desenfrenados, ofendiendo al oído que entonces necesitaba las cadencias y el ritmo de ese lirismo recto del siglo XIX. Incluso algunos de sus amigos no lo perdonaron, y esa poesía fue destrozada sin piedad, como señala Aníbal Fernandes, «interpretada como prosa banal cortada en versos por Paul Léautaud y Georges Duhamel». Pero incluso entonces, otros se sintieron impactados por esta indignación. Además de Breton, Cendrars, Cocteau, Reverdy, Aragon y Soupault vieron cómo esto prometía una abundancia de géneros, liberando la sintaxis y la cadencia entre los pasos, dando al verso espacio para explorar la irregularidad, dándole la oportunidad de alcanzar a la prosa, que entonces dominaba todos los asaltos, a la vez que se sacudía de una vez por todas el letargo del simbolismo y las cenizas de la decadencia. Habría que remontarse a los griegos y a los romanos, a esa antigüedad que, sin imaginar cómo sería diseccionada, extrajo de ella los modelos y medidas para los siglos posteriores, o incluso a un criminal como François Villon, para encontrar ejemplos que diluyeran la intrepidez y el nivel de indignación que ofrecía Apollinaire. Incluso Léuataud, que al principio se había sentido exasperado por ese registro, habló más tarde maravillas de esta poesía extraña y musical, «a la vez bárbara y refinada, equívoca y penetrante como el canto de los bohemios nostálgicos, y que también hace pensar en esas voces de mujer que una ligera ruptura de tono hace aún más encantadoras».
Sirvamos entonces algunos versos que justifiquen este entusiasmo: “Vía Láctea, oh hermana luminosa/ De los blancos arroyos de Canaán/ Y de los blancos cuerpos de los amantes/ Nadadores muertos seguiremos con afán/ Tu rumbo hacia otras nebulosas// Los demonios del azar, según/ El canto del firmamento, nos conducen/ Con los sonidos apagados de sus violines/ Hacen bailar a nuestra raza humana/ En la pendiente regresiva// Destinos impenetrables, destinos/ Reyes sacudidos por la locura/ Y esas estrellas temblorosas/ De mujeres falsas en sus lechos/ En los desiertos que la historia oprime (…)”
En este caso, si bien las ediciones de su obra no son escasas, con dos antologías poéticas publicadas, faltaba una edición independiente de este libro, ya que se trata de su primera colección y la que reúne los poemas con los que pretendía llevar la poesía francesa "a las fronteras de lo ilimitado y el futuro". La traducción de Diogo Paiva es especialmente cuidadosa al transmitir vigor semántico, capturando plenamente la brillantez de las imágenes, conmovedoras, vívidas e inesperadas. Si bien el portugués castiga la sonoridad y el ritmo, y hay tantos versos medio borrados, en ocasiones percibimos el efecto de un largo collar de piedras arrancadas de las profundidades de los sueños. Es bien sabido que Apollinaire cuidó con sumo cuidado la sonoridad de los versos, logrando superar la resistencia que provocaban leyéndolos con sencillez, "con una voz sin ornamentación pero que hechizaba cada verso, cada palabra", como recuerda Louise Faure-Favier en Souvenirs sur Apollinaire. Y fue una nueva armonía la que empezó sorprendiéndonos y luego se fijó en nuestra memoria. En este sentido, Llansol ofreció una traducción rítmicamente más exuberante en «Mais Novembro do que Setembro», mientras que Jorge Sousa Braga, en «O Século das Nuvens», se defendió con una selección bastante limitada de aquellos poemas que menos sufren la transferencia de un idioma a otro. Diogo Paiva pule el arsenal para preservar la imaginería, y si prosódicamente el resultado no siempre es estimulante, al menos el lenguaje parece erizado; hay una voluptuosidad en la elección de los términos, un vigor seco en la dicción que lo hace todo cristalino, como si se reflejara en el agua. «A la orilla de un lago/ Nos divertíamos rebotando/ Con piedras lisas/ En el agua que apenas bailaba// Se ataban barcas/ A un pontón/ Las desatábamos/ Tras lo cual la compañía se embarcó/ Y algunos de los muertos remaban/ Con tanto vigor como los vivos.»
Esta última imagen sirve para retenernos en ese asombro que debe provocar la poesía, pues obliga a los vivos a reanudar la conversación, a buscar en la memoria de los muertos esos raros vicios que aportan al lenguaje otros niveles de sentido, una tensión tan fuerte como esas cadenas invisibles que nos dejan cautivos, luchando por no perder pie. La vida se cruzó con esta poeta, le sucedieron los episodios más insólitos, murió de gripe española, en 1918, con tan solo 38 años, esto después de que durante la guerra – en la que se alistó como voluntario, siendo enviado al frente, en 1915, ascendiendo de brigadier en poco tiempo a sargento segundo –, hubiera sido alcanzada por la metralla de una granada alemana en la cabeza, en un momento en que quería sentarse entre los árboles de un bosque de Berry-au-Bac a leer el último número del Mercure de France, y después de ser trepanada y regresar a Montmartre, y a su trabajo de escritora, todavía se vio obligada a regresar al hospital de Villa Molière, esta vez para ser tratada por una congestión pulmonar. Y es este poeta quien, incapaz de llevar la vida de un hombre común, se hizo bohemio a su costa y sufrió mucho, viviendo en buhardillas de techo bajo en ese barrio parisino, alguien que, a pesar de su apetito prodigioso, dado a comidas pantagruélicas, pasaba largas temporadas mal alimentado por el trabajo de periodista, de escritor "negro" para otros faltos de talento para iluminar su prosa, como señala Aníbal Fernandes. Este poeta acumuló amores ruinosos, y estos no fueron trágicos solo porque poseía un instinto que lo llevaba a curar cada locura con alguna nueva desgracia, teniendo luego el talento de transfigurarlas por la escritura, sin olvidar nunca que solo crearía algo memorable si supiera estar a la altura de un mundo que ahora se imponía de tal manera que en adelante el arte no sería más que algo que se desmoronaría si no pudiera contener su movimiento: "Un día / Un día me esperaba / Pensé, Guillaume, es hora de que vengas / Para que finalmente sepas quién soy / Yo que conozco a los otros / Los conozco por los cinco sentidos y algunos más / Me basta ver sus pies para poder rehacer a estas personas por miles / Ver sus pies asustados, un solo cabello en su cabeza / Ver sus lenguas cuando tengo ganas de jugar al médico / O sus hijos cuando tengo ganas de jugar al profeta / Los barcos de los armadores, la pluma de mis hermanos / La moneda de los ciegos, las manos de los mudos / O aún por la vocabulario y no la escritura/ Carta escrita para los que tienen más de veinte/ Me basta oler sus iglesias/ El olor de la risa en sus ciudades/ El perfume de las flores en los jardines públicos (…) Pasó la procesión y en ella busqué mi cuerpo/ Todos los que vinieron y no eran yo/ Se llevaron uno a uno los pedazos de mí/ Me construyeron poco a poco como se construye una torre/ Se amontonó la gente y aparecí yo mismo/ Formado por todos los cuerpos y todas las cosas humanas/ Tiempos pasados Difuntos Los dioses que me formaron/ Vivo sólo de paso como pasaste tú/ y desviando la vista de ese vacío futuro/ Dentro de mí veo el pasado aumentarlo todo”.
Fue este poeta quien, dos años antes de publicar este libro, justo cuando su reputación literaria comenzaba a consolidarse, se vio repentinamente envuelto en un escándalo de proporciones absurdas, llegando incluso a acabar en prisión, supuestamente por haber robado la Mona Lisa de Leonardo da Vinci del Louvre. Y varios poemas de esta colección narran el terror de aquellos cinco días de encarcelamiento en la Santé, tras ser considerado cómplice de Géry Piéret, un delincuente al que Apollinaire acogió en su casa y al que había convertido en su secretario intermitente. Se sintió atraído por su lado mitómano amoral, llegando incluso a usarlo como modelo para uno de los personajes de la colección de cuentos *El Heresiarca y Cía.*. Allí encontramos al barón D'Ormesan, una especie de aventurero, cuando Piéret, a pesar de la gratificante compañía, no era más que un ladrón que tuvo el impulso de esconder unas estatuillas fenicias bajo su abrigo en el Louvre antes de ir a charlar con el guardia de seguridad que se suponía que las custodiaba. Y, si lo consiguió, logró cierta tranquilidad, dirigiéndose directamente a casa de Apollinaire. Desafortunadamente, este robo coincidió con otro que convertiría una de las pinturas de Da Vinci en la primera obra de arte que viene a la mente cuando uno piensa en arte. Cuando le describieron la escena, Apollinaire se echó a reír, pero pronto comprendió el aprieto en el que se encontraban y colmó de insultos a Piéret. Piéret huyó a Marsella, y el poeta se quedó con las estatuillas, intentando encontrar una manera de enmendar el daño. El 23 de agosto de 1911, el Paris-Journal reveló que la Mona Lisa había sido robada del Louvre. Se ofreció una recompensa por la devolución del cuadro. Poco después, el periódico recibió una carta de un joven que proponía devolver, no la Mona Lisa, sino las estatuillas fenicias que había robado del museo. Otro titular decía: «Una historia edificante: nuestro museo, un almacén de botín para individuos sin escrúpulos». Se descubrió que el ladrón era el secretario de Apollinaire. Es más, ya había robado otras dos estatuillas en una ocasión anterior. Apollinaire las había recibido y se las había regalado a Picasso, quien aún las conservaba. (Y lo cierto es que, si analizamos «Las señoritas de Avignon» , veremos que las orejas de las dos figuras centrales están inspiradas en las de estas estatuillas robadas). Amenazados con la exposición pública, Picasso y Apollinaire consideraron arrojarlas al Sena, pero acabaron depositándolas en las oficinas del Paris-Journal. Apollinaire fue arrestado. Llevado ante el juez, no pudo disipar las apariencias incriminatorias y solo fue liberado más tarde tras un testimonio escrito de Piéret, que lo eximía de toda responsabilidad, y una petición firmada por varios intelectuales, muchos de los cuales fueron a conocerlo y aclamarlo como un héroe a su partida. Lo cierto es que todo el episodio le pesó mucho: su fotografía, esposado, había sido publicada en los periódicos. Aún peor fue la traición de Picasso. Llamado a la prisión para confrontarlo, Picasso negó conocerlo. Esta vez en prisión daría lugar a una serie de seis poemas. Aquí está el primero: "Antes de entrar en mi celda / Me obligaron a desnudarme / Y qué voz siniestra aúlla / Guillaume, ¿en qué te has convertido? / Lázaro entrando en la tumba / En lugar de irse como lo hizo / Adiós, adiós, cantando alrededor / Oh mis años, oh niñas".
Según algunos, fueron sus dudosos orígenes los que lo llevaron a realizar esfuerzos intermitentes por alcanzar un perfil respetable. Nacido en Roma el 26 de agosto de 1880, Guillermo Alejandro de Kostrowitzky fue registrado por su madre como hijo de padre desconocido, al igual que su hermano Alberto, dos años menor. Eran hijos de un oficial italiano, como confesó posteriormente Madame de Kostrowitzky al juez de instrucción durante el famoso caso de la Mona Lisa. Con el respetable nombre de Francesco Luigi d'Aspromont, este hombre enamorado, según se dice, intercambió la conquista polaca por otras, liberándose de las obligaciones familiares. Guillermo y su hermano se matricularon en el Colegio de San Carlos de Mónaco, donde fueron educados por monjas. Allí, desarrolló un gusto por la literatura, pues su ambición en aquel momento era escribir una novela al estilo de Julio Verne. En 1891, ganó siete premios y cinco menciones honoríficas en la ceremonia de entrega de premios presidida por el obispo de Mónaco. La escuela cerró entonces, y comenzaron a viajar diariamente en tren por la Costa Azul hasta la escuela Stanislas de Cannes. En febrero de 1897, Guillaume se trasladó al liceo de Niza. Para entonces, ya había empezado a leer a poetas como Henri de Régnier y Mallarmé, y la prosa de Rémy de Gourmont. Acumuló un repertorio de anécdotas extrañas y se adentró en textos oscuros, cultivando un interés por lo esotérico, conociendo de memoria episodios de la mitología gótica, con los que impresionaba a sus compañeros. También comenzó a compilar un bestiario de criaturas fabulosas que más tarde poblarían sus poemas, además de recopilar detalles técnicos sobre aviones y submarinos. Tras mudarse a París en 1899, su madre lo obligó a ganarse la vida. Vagó un tiempo, pasando por Stavelot, Bélgica, y Londres antes de regresar a París. Se abrió camino en la escala literaria y, bajo el seudónimo de Guillaume Apollinaire, debutó en la Grande Revue con dos poemas y algunos artículos. Frecuentó círculos literarios, colaboró en la Revue Blanche e incluso hizo realidad el sueño de la mayoría de los escritores jóvenes al crear su propia revista literaria, Le Feast of Esope. En 1907, incluso antes de debutar como poeta, se le animó a escribir dos novelas anónimas, una erótica y la otra pornográfica: Las aventuras de un joven Don Juan y Los once mil Verges . Si la primera fue descrita como «límpidamente perversa, perfumada con efluvios adolescentes», la segunda fue descrita por Francis Steegmuller como una «ingeniosa parodia de un holocausto al estilo del Marqués de Sade»... Picasso incluso la proclamó la obra maestra de Apollinaire. Durante estos años, además de poesía y ficción, mantuvo una labor regular como crítico de arte, escribiendo sobre exposiciones y pintores en la revista L'Intransigeant . Aunque estaba lejos de ser un crítico inspirado, esto lo llevó a zigzaguear por los estudios de Montmartre, presentando artistas entre sí, escribiendo manifiestos, y esto en un momento de intensa polinización cruzada entre las artes, con pintores insistiendo en que fue la pintura la que influyó decisivamente en la poesía, no al revés. Así, nos enfrentamos a los versos «Con hiedra, vides vírgenes y rosales/ El viento del Rin agita las vides en la orilla/ Y los juncos parlantes y las flores desnudas de las vides», y el poeta parece engullido por la noche y el mar, los ojos de tiburones… «Hasta el amanecer espiamos ansiosamente desde lejos/ Cadáveres de días corroídos por las estrellas/ Entre el ruido de las olas y los juramentos finales». En otro poema, Apollinaire proclama: «La luz es mi madre, oh luz sangrienta/ Las nubes fluían como un flujo menstrual». Y así nos encontramos con el grito de esa banda que se reunió en los bares frente a la Gare Saint-Lazare… “¿Recuerdan el largo orfanato de las estaciones/ Cruzamos ciudades que funcionaban todo el día/ Y por la noche vomitábamos el sol de los días/ Oh marineros, oh mujeres sombrías, y ustedes, mis compañeros/ Recuerden.” Y en otro poema: “Nos encontramos en un sótano maldito/ En los días de nuestra juventud/ Ambos fumando y pobremente vestidos, esperando el amanecer/ Enamorados, enamorados de las mismas palabras cuyo significado tendrá que ser alterado/ Engañados, engañados, pobres cosas, y aún sin saber reír/ La mesa y los dos vasos se convirtieron en un moribundo que nos dio la última mirada de Orfeo/ Los vasos cayeron y se rompieron/ Y aprendimos a reír/ Entonces partimos, peregrinos de perdición/ Por las calles, por las regiones, por la razón.” Y fue aquí donde vimos pasar a los grandes aguadores, donde nos picó “ese insecto parlanchín, oh poeta bárbaro”, nacido en estas páginas el ímpetu de los que se fueron, de los que se alejaron, en busca de la Rosa del Mundo. Aquí emergió este frenético equilibrio existencial, esta deliciosa y ávida percepción del mundo y su diversidad. La poesía se abrió a la compleja y fascinante red narrativa, permitiendo que los versos, como en una novela, tomaran forma, como un murmullo, donde las voces de los personajes convergen, unidas y distintas, como en un coro. Fue un momento en el que, consumida por avances y retrocesos, en una mímesis de la fluctuación de la vida, abarcando una buena dosis de paréntesis fabulosos, trabajando desde sensaciones repentinas o la condensación de tiempos diversos, dando fuerza a esta dimensión opaca, a veces casi oscurecida e irreal, la poesía se permitió una percepción intensa y aguda de la realidad, de sus múltiples capas, sin ser restringida. Fue un fluir impredecible que, en lugar de una sensación de coherencia, prefirió explorar la sensualidad de lo absoluto. Y así, en un momento en que se repliega y se deja impregnar por una melancólica concisión, Apollinaire lamenta la pérdida de toda esa emoción, ese encanto arrebatador, y se pregunta: "¿Dónde están esas cabezas que tenía? ¿Dónde está el Dios de mi juventud?".
Jornal Sol