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Castillos de arena

Castillos de arena

Me dieron ganas de construir castillos en la arena, le dijo, y él rió. Ya habían superado la tormenta del año anterior. Ella ya no oía voces, y él podía besarla en la boca. Parecía que se necesitaría un milagro para que ambas cosas sucedieran después de lo que habían pasado. Y quizá aquellos días en la playa fueron en realidad un acontecimiento de esa naturaleza, un desorden elemental más allá de todo lo que en la vida está destinado a salir mal, un giro desordenado, porque el orden natural de las cosas es el que nos lleva al sufrimiento, y, al fin y al cabo, eran felices contrariamente al orden natural de las cosas. Estaban de vacaciones por primera vez en veinte años. Habían pasado dos décadas queriendo ser personas normales, pero siempre terminaban sin hacer lo que hacía la gente normal. Ahora entendían la sabiduría ajena, la necesidad de parar, de descansar, y otras pequeñas y divertidas cosas, como llevar sillas a la playa para sentarse en la arena, cosas que ahora, tumbados a la sombra, les hacían reír de los niños que habían sido, en los días de pereza y quemaduras de sol, de alcohol y grandes proyectos. En la playa, él leía a Oscar Wilde, ella observaba a los niños jugando a la pelota, dibujando personajes, a los exhibicionistas atléticos burlándose de sus amigos obesos, a los pequeños que lloraban si no les pasaban la pelota, a los aún más pequeños desafiando la paciencia de sus padres. Parecía que se podía dibujar un pequeño contorno del mundo en el contorno de los juegos en la orilla del mar, pensó, hasta que se quitó las gafas y miró al horizonte, primero la luz deslumbrante de la cima iluminada de las olas y luego, con los ojos cerrados, el sol en la cara, escuchando a los grillos, a las voces a su alrededor, amortiguadas por el oleaje. Todo residía en ese deseo de querer construir castillos de arena cuando aún no tenía edad para hacerlo. Quería hacerlo. Sentarse en la arena, frente a la sombrilla, y entretenerse cogiendo agua de la orilla con un cubo, humedeciendo la arena y moldeándola, cavando un hoyo para que, en cierto punto, el agua apareciera en el fondo. Quizás tenía que ser así, quizás los deseos debían expresarse retrospectivamente, cuando ya había pasado el tiempo de su cumplimiento. No quería ser una niña, quería ser una mujer en la playa, construyendo un castillo de arena; quizás de eso se trataba la vida, todo el tiempo, lejos del pueblo donde ahora paseaban al atardecer, un pueblo que había conocido de niña y que ahora era un lugar transformado, habitado por gente que había venido de lejos a trabajar en el campo. Qué extraño sería, quizás, cumplir este deseo que parecía plausible cuando estaba en la playa y se volvía siniestro en cuanto lo escribía. Qué extraño si, de repente, entre libros y cigarrillos, la mujer adulta sacara un cubo y una pala y construyera castillos como hacen los niños. Y aun así, había pasado toda su vida deseando tener la edad que tenía hoy, pensó mientras veía a un grupo de adolescentes caminando por la calle fumando, tal como ella lo había hecho alguna vez. Por la noche, el yodo entraba en la casa, embriagándolos, y permanecían en silencio ante el sonido de las olas rompiendo contra el acantilado. Desde los bares de los alrededores, escuchaban la vida nocturna de los inmigrantes, la rítmica música nepalí e india que chicas de largas melenas negras cantaban a coro hasta altas horas de la noche.

Acostada en la cama, intentaba dormirse, le dolían las piernas, un gato maullaba en la puerta de la casa, esperando algo.

observador

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