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Filipe Guerra. Un traductor siempre atento.

Filipe Guerra. Un traductor siempre atento.

Sabemos poco sobre la historia interna, la transformación de las formas de conciencia de una civilización. Pero es sin duda en este sedimento que permanece en el lenguaje, en la forma en que diferentes culturas y épocas lo exploran de forma distinta, donde podemos vislumbrar indicios de las relaciones establecidas entre palabra y objeto, el significado y la profundidad con que esto permanece, como una piedra blanca en el fondo de un pozo, impregnando nuestra conciencia del mundo y nuestro lugar en él. Entre el vaivén clásico de la frase y su mundana conveniencia, es como si la literatura permaneciera en el suelo, sosteniéndola con retazos, migajas que finalmente se siembran, echan raíces y nos devuelven formas extrañas en los caminos más o menos entrecruzados. Así, la muerte de Filipe Guerra no extingue un nombre: desarticula un sistema de escucha. Fue deshecho por el cáncer, con la labor mimética de un traductor. La muerte culminó la obra el pasado domingo, 6 de julio, en una cama del Hospital García de Orta de Almada.

Lo que se pierde con él, además de una erudición abrumadora, reunida tan a menudo según las necesidades de investigación que le impusieron las obras monumentales que tradujo, es una colaboración que, a lo largo de tres décadas, dio lugar a una de las metodologías de traducción más fiables jamás establecidas en nuestro mundo literario. Él y su esposa, Nina Guerra, tradujeron conjuntamente unas 70 obras directamente del ruso, desde los gigantes de la tradición novelística, como Tolstói, Dostoievski y Turguéniev, hasta el maestro absoluto de la forma breve, Chéjov, y de vuelta a los románticos, como Alexander Pushkin y Mijaíl Lérmontov, que marcaron el amanecer de la modernidad rusa. Y también Gógol, Iván Bunin, Andréi Beli, Bulgákov y Stanislavski, entre otros. Y merece especial atención las antologías de poetas como Ósip Mandelstam, Anna Ajmátova y Marina Tsvetáeva. Todo esto nos transmitió fragmentos de un mapa clamoroso de ese país-continente, cuya inmensa extensión en el globo terráqueo encuentra su expresión plena en los contrastes radicales de su literatura, con esas figuras pétreas cuya blancura y peso definen los puntos de articulación de esa región, infinita a través de los múltiples pliegues y extremos que su historia interior nos ofrece. «La escritura arde negra como la sangre», dice el poeta y traductor húngaro István Bella, en un poema dedicado a Mandelstam, y en el que asume su voz: «No toco la lira, sino la cadena; / Como cadenas vibran mis cuerdas vocales, / o como las estrellas en lo alto, / mundos férreos gravitando, / tierras encadenadas, / como mi corazón. (…) Y enseño nuevas palabras / y árboles cantores al habla humana, / enseño pájaros al cielo…».

Filipe António Guerra nació en 1948 en Vila Pouca de Aguiar. Se licenció en Filología Románica en la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa y continuó sus estudios de Lingüística en la Universidad París VIII (Vincennes). En 1975, se incorporó a la junta directiva de la Cooperativa Livreira Esteiros y, entre 1979 y 1982, concibió y produjo programas de radio sobre libros para RDP1 y Antena 2. Colaboró regularmente con periódicos y revistas literarias, a menudo bajo seudónimo. Entre 1986 y 1989, trabajó como corrector y traductor literario en la Editorial Progresso de Moscú. Allí conoció a Nina, con quien forjaría una de las colaboraciones más importantes en la traducción literaria al portugués. De regreso a Portugal, trabajó hasta 1991 en la Editorial Caminho, donde ocupó puestos editoriales, de corrección y de traducción. A partir de 1994 se dedicó exclusivamente a la traducción literaria del ruso y, aunque fue autor de unos cuarenta títulos individualmente, e incluso en otros idiomas como el francés, el español y el italiano, es el legado conjunto del matrimonio el que dejará una huella duradera en la recepción de la literatura rusa en portugués.

Lo que hicieron juntos no puede reducirse a la eficiencia ni a la precisión léxica. Tradujeron como si ensamblaran un dispositivo crítico: Nina trajo el texto ruso a la página en blanco, con meticulosa literalidad; Filipe desmanteló lo intransferible y buscó formas equivalentes en portugués, no por transposición, sino por apremio. Se turnaron. Volvieron al principio. Enlace tras enlace, frase tras frase, con el original siempre presente, no como un fetiche, sino como testigo. El resultado: Dostoievski sin refinamientos ni excesos folclóricos, Tolstói sin demasiado perfume, Chéjov después de haber eliminado lo anecdótico.

Por su parte, y con más discreción, Filipe Guerra también escribió cuentos, dejando algunos dispersos. Según su amigo Rui Manuel Amaral, al momento de su muerte, estaba compilando una antología. Uno de estos cuentos, escrito hace unos veinte años, contenía esta nota: «Me moría. Morir es incómodo, incluso desagradable. Graban nuestros nombres en una zona intermedia (entre Praia das Maçãs y Cassiopeia Bar), bien visibles, rodeados de luces, pero ¿quién los lee? Creo que solo los muertos. / Otra noche, resucitaría. No es agradable. Regresamos, abrimos los brazos, desayunamos en la panadería, queremos hablar, pero nuestras voces no nos salen de la garganta, como en sueños. Pasamos desapercibidos».

Jornal Sol

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