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Entre Bruttosuave y ChatGPT: lo absurdo se convierte en realidad.

Entre Bruttosuave y ChatGPT: lo absurdo se convierte en realidad.

En los vídeos de Bruttosuave, el futuro es un espejo distorsionado del presente: un retrato donde lo absurdo se funde con lo cotidiano hasta que la diferencia se vuelve imperceptible. Políticos que hablan con frases automatizadas, ciudadanos que siguen tendencias dictadas por algoritmos y una sociedad que se mueve al ritmo de las notificaciones. El humor sirve de advertencia: vivimos en la frontera entre la sátira y la realidad.

La inteligencia artificial, que hace tan solo unos años era un concepto lejano, ahora forma parte invisible de nuestra vida cotidiana. Está presente en el teléfono móvil que predice nuestras palabras, en el algoritmo que decide lo que vemos y en el sistema que evalúa si nuestro currículum merece ser leído. Lo que antes era ciencia ficción —o comedia digital— es ahora un silencioso mecanismo de poder.

Así como Bruttosuave exagera para hacernos reír, la IA amplifica para impulsarnos a actuar. En los videos, la exageración es voluntaria, un espejo que refleja nuestra ridiculez; en el mundo real, es el algoritmo el que amplifica las emociones, los conflictos y las controversias, moldeando percepciones y preferencias. El comediante crea caos para revelar conciencia; la IA crea patrones para garantizar el control. El resultado es similar: una sociedad adicta a la inmediatez, anestesiada por la constante personalización y distraída por la comodidad de la automatización.

El peligro, sin embargo, no reside en las máquinas, sino en nosotros. El riesgo no es ser reemplazados por robots, sino volvernos lo suficientemente predecibles como para que ese reemplazo sea posible. Cada vez que permitimos que un feed decida lo que vemos, que ChatGPT escriba lo que pensamos o que un asistente digital resuelva lo que sentimos, renunciamos a una parte de nuestra autonomía. Y es precisamente ahí donde la ficción de Bruttosuave se cruza con nuestro presente: nos reímos del absurdo, pero vivimos inmersos en él.

La inteligencia artificial posee, sin duda, un potencial extraordinario. Puede predecir enfermedades, combatir la desinformación, revolucionar la educación o acelerar la transición energética. Pero también puede distorsionar las elecciones, perpetuar prejuicios y reducir la privacidad a un mero recuerdo. Por ello, la Unión Europea busca ahora equilibrar la innovación con la responsabilidad mediante la Ley de Inteligencia Artificial (IA Act), una legislación pionera que establece límites éticos y prohíbe el mal uso. Se trata de un paso fundamental, pero insuficiente si no va acompañado de concienciación colectiva. Ninguna regulación sustituye al pensamiento crítico. Podemos limitar lo que hacen las máquinas, pero ¿quién limita cómo las usamos?

Lo irónico es que, mientras el humor de los vídeos de Bruttosuave nos despierta, la IA tiende a adormecernos. La tecnología nos prometió libertad, pero nos ofreció comodidad; y la comodidad, cuando no va acompañada de reflexión, se transforma en la forma más sutil de dependencia. Vivimos en una época en la que la creatividad corre el riesgo de predefinirse, en la que la espontaneidad se filtra mediante algoritmos y en la que el pensamiento original se sustituye por sugerencias automáticas.

En definitiva, la elección es sencilla: usar la inteligencia artificial como herramienta o como muleta. El futuro no lo escribirán las máquinas, sino quienes decidan cómo usarlas.

Quizás esa sea la lección oculta en el humor de Bruttosuave: recordarnos, en medio de la risa y el absurdo, que seguimos siendo humanos.

Porque si olvidamos esto, el futuro dejará de ser ficción y se convertirá simplemente en un error bien programado.

observador

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