La lección de Sacristán

-Ah, con Mario, ¿sí? ¿Vos sos un machista, además? –suelta indignada Ana ante la respuesta sesgada y masculina del invitado.
–Primate –Hans sube la apuesta–. La guerra la ganaron los primates. La fuerza de la especie contra Cristo, Marx, Bakunin. La vuelta triunfal a la noche de los tiempos. Cada uno a su árbol y a luchar. Libertad, fraternidad… ¡leches!
El crudo y rasposo diálogo pertenece a Un lugar en el mundo (1992), película dirigida por Adolfo Aristarain y protagonizada por Federico Luppi, Cecilia Roth y el español José Sacristán, quien interpreta a Hans, un geólogo “gallego” –pero descendiente de alemanes– que ha mutado del idealismo anarquista al realismo capitalista. Si antes dejaba la piel por la revolución, hoy se limita a estudiar el suelo puntano para engordar las arcas del siniestro intendente Andrada y de distintas multinacionales.
Un pragmatismo parecido –aunque más maduro y saludable– ha mostrado recientemente Sacristán en la vida real. Frente al caso de corrupción que zarandea al gobierno socialista de Pedro Sánchez en España, el actor, a pesar de sus convicciones socialdemócratas y su histórica simpatía por el partido de la rosa, fue tajante: “Esto es sencillamente impresentable. Y la solución tiene que ser terminante”.
Aunque Sacristán no fue el único del cosmos progresista que levantó la voz. El País, a quien nadie puede sospechar de ser un diario reaccionario al servicio de los intereses del opositor Partido Popular, publicó un editorial titulado “Credibilidad rota”. En él sostiene que la imagen del mandatario socialista está seriamente dañada y le exige acciones contundentes para probar la transparencia del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Por carriles discursivos similares transitaron el expresidente Felipe González, dirigentes de la formación roja, intelectuales y artistas cercanos a la constelación izquierdista. Una autocrítica centrífuga, que se desprende del sesgo partidista y separa lo contingente (los líderes) de lo esencial (las convicciones).
Como es harto sabido, la corrupción también contamina la Argentina. Hace varios días, la Corte Suprema confirmó la condena a seis años de cárcel de Cristina Fernández. Y uno podría animarse a trazar paralelismos con la madre patria, pero el problema reside en que en nuestra nación la atmósfera es muy distinta. Mientras en España las evidencias han cerrado la brecha de percepción social (la derecha y gran parte de la izquierda coinciden en la gravedad de los hechos), en la Argentina la han profundizado y, además, han operado como demarcadores de identidad: si creés en las pruebas, sos un “gorila”; de lo contrario, sos un “mandril” (sí, sí, los argentinos tenemos una tara con el maridaje zoología-política). En fin, el accionar judicial ha coagulado a las dos almas sociopolíticas del país.
En la Argentina, el debate público –o lo que queda de él– ha sido cooptado por el razonamiento motivado: procesamos la información recibida de manera tal que nos permita llegar a la conclusión que anhelamos. Ajustamos los datos a las necesidades de nuestra causa. Y cerramos el grifo de la información crítica; si el amigo “kuka” manda estadísticas por WhatsApp o la tía “facha” nos muestra un reel contra Cristina Kirchner desechamos el material –sin ni siquiera mirarlo– solo por quién es el emisor; poco y nada importa el mensaje.
El país ha ingresado en una especie de racionalidad seca. El pensamiento deliberativo ha sucumbido ante el pensamiento heurístico. Los atajos mentales, calibrados por la identidad partidista o la lealtad hacia una persona, conducen nuestros análisis y, por supuesto, algo que subestimamos bastante: nuestras relaciones, como con quién nos casamos, compartimos un asado o nos vamos de viaje. Cada vez nos vinculamos más con los que piensan y sienten igual. Así, la insularidad política deriva en homofilia.
A su vez, el absolutismo moral está corroyendo la conversación política. Como en un régimen teocrático, cada tema o política pública rebana el escenario en santos y demonios. Las díadas ideológicas pierden fuerza en el lenguaje popular: Estado vs. mercado, distribución de la riqueza vs. propiedad privada, laicismo vs. confesionalismo, cosmopolitismo vs. nacionalismo. Ahora se trata de levantar el dedito y, de acuerdo con la narrativa que esgrime el otro, sentenciar: “buena o mala persona”. Punto. Que pase el siguiente hereje. ß
Director del Máster en Comunicación Política y Empresarial y del Laboratorio Digital de Narrativas Políticas de la Universidad Camilo José Cela

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