El nailon, la fibra sintética que nació para fabricar paracaídas en la Segunda Guerra Mundial

Imaginemos por un instante una época en la que la ciencia es un territorio casi salvaje, donde los laboratorios se parecen más a talleres de magos que a centros de investigación. Nos encontramos en la década de 1930 en Estados Unidos. Allí hay una empresa química (DuPont) que decide apostar a lo grande: crear una fibra sintética que reemplace a la seda, ese lujoso hilo oriental que viste a las damas y decora los hogares, pero cuya importación peligra por las tensiones políticas con Japón.
De esta forma tan novelesca comienza la historia del nailon, el primer polímero sintético que cambió para siempre la moda, la industria y, de alguna forma, nuestra vida cotidiana.
En 1928 la empresa DuPont reclutó a un joven químico brillante y algo atormentado llamado Wallace Hume Carothers parar liderar el laboratorio de química orgánica de la empresa. Su misión inicial no era inventar la próxima gran fibra textil, sino explorar el misterioso mundo de las «moléculas gigantes» -los polímeros-, que apenas comenzaban a ser comprendidos.
La verdad es que sobre el papel la idea era bastante sencilla: fabricar una molécula tan grande y compleja que superase todos los récords de la época. ¿El objetivo práctico? Ninguno en particular. Era pura ciencia básica, una apuesta a que «algo útil» saldría de ese terreno inexplorado.
El laboratorio de Carothers era un hervidero de ideas, tubos de ensayo y reactivos exóticos. Allí, un equipo de jóvenes científicos, entre ellos Julian Hill y Gerard Berchet, experimentaba con todo tipo de reacciones, mezclando ácidos, alcoholes y aminas en busca de nuevas estructuras moleculares.
En 1930, tras meses de pruebas, Hill logra crear un 'superpoliéster' con un peso molecular de más de 12.000. Era un material interesante, pero demasiado frágil y soluble en agua para tener aplicaciones prácticas. Sin embargo, el hallazgo enciende una chispa: si hemos llegado hasta aquí podemos seguir avanzando.

En paralelo, la dirección de DuPont, preocupada por la inestabilidad geopolítica, da una orden clara: «¡Queremos una fibra que reemplace a la seda!». La seda era esencial no solo para la moda, sino también para aplicaciones militares como los paracaídas. El reto era enorme: igualar la resistencia, elasticidad y brillo de la seda natural, pero fabricada en un laboratorio.
Carothers y su equipo se concentran entonces en las poliamidas, una familia de polímeros que, teóricamente, podrían formar fibras largas y resistentes. Tras cientos de experimentos, el 28 de febrero de 1935, Gerard Berchet produce por primera vez una pequeña cantidad de un polímero formado por la reacción de hexametilendiamina y ácido adípico: la poliamida 6-6, el futuro nylon.
El hallazgo fue accidental. El equipo estaba probando diferentes combinaciones de monómeros cuando, al retirar una varilla de vidrio de la mezcla fundida, observaron que se formaba un filamento largo, fuerte y flexible. «¡Parece seda!», exclamó uno de los investigadores. Nadie lo podía creer: habían creado una fibra sintética que, al enfriarse, mantenía su forma y resistencia.
El material era tan resistente que, según cuentan, los científicos se divertían haciendo pruebas de fuerza, estirando los filamentos hasta el límite. Había nacido el nailon, aunque aún no tenía nombre ni aplicación comercial.
A pesar del entusiasmo en el laboratorio, el camino hacia la producción industrial no fue sencillo. El nailon tenía un alto punto de fusión y era difícil de manejar, pero la promesa de una fibra sintética era demasiado tentadora para dejarla pasar. DuPont invirtió millones en perfeccionar el proceso y, en 1938, patentó oficialmente el nailon.
La primera gran prueba de fuego llegó en 1939, durante la Feria Mundial de Nueva York, donde se presentaron las primeras medias de nailon. El éxito fue inmediato y abrumador: las mujeres hacían colas interminables para conseguirlas y, en poco tiempo, el nailon se convirtió en sinónimo de modernidad y progreso.
El nailon no solo revolucionó la industria textil. Su resistencia y versatilidad permitieron su uso en cepillos de dientes, cuerdas, paracaídas, piezas automotrices y hasta aplicaciones médicas. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue vital para fabricar paracaídas, cuerdas y otros suministros militares, reemplazando a la escasa seda japonesa.
Pero el verdadero legado del nailon fue más allá de sus aplicaciones. Su invención marcó el inicio de la era de los polímeros sintéticos, abriendo la puerta a materiales como el poliéster, el acrílico y el spandex. La química de polímeros, una rama casi desconocida hasta entonces, se convirtió en una de las disciplinas más dinámicas y productivas del siglo XX.
Detrás de este hallazgo casual y revolucionario estaba Wallace Carothers, un hombre brillante pero perseguido por la depresión. A pesar de sus logros, Carothers nunca llegó a ver el éxito comercial del nailon. En 1937, tras la muerte de una hermana y sumido en una profunda tristeza, se suicidó en un hotel, dejando tras de sí un legado científico que cambiaría el mundo.
Para finalizar nos quedamos con una frase de Carothers que resume a la perfección su filosofía vital: «la ciencia es el arte de lo posible, y a veces, lo posible es mucho más sorprendente de lo que imaginamos».
ABC.es