'F1®: la película': muchos coches, mucha testosterona y muchas marcas registradas
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Probablemente sea la primera película que en su título exhiba el símbolo de la marca registrada (®), por si a algún despistado se le olvida de lo que venimos a hablar. Después de llevar la historia de la muñeca Barbie, de las zapatillas Air Jordan y de los Cheetos picantes, ahora le toca a la propiedad intelectual de la Fórmula1® contarse a sí misma, revertir la preconcepción de un deporte de muchimillonarios que conducen coches ultracaros y que circuito tras circuito despliega sus cilindradas rodeadas de lujo desde la vieja Europa hasta las petrodictaduras. Lo contrario de aquella comedia épica del equipo jamaicano de bobsleigh, Elegidos para el triunfo (1993), vamos. Entre logos de Mercedes y de Pirelli y de Ferrari, F1®: la película sabe que necesita un protagonista antagónico y descreído de todo aquello que caracteriza el negocio, es decir, un piloto fracasado que no corre por el dinero ni por la fama ni por la competitividad, sino por la necesidad de encontrar el instante decisivo, un momento místico en el que se sienta levitar, un momento de contacto espiritual con aquel padre que fue un mecánico y que inculcó la pasión a su hijo por el bello arte de conducir coches. O alguna excusa pretendidamente profunda así.
Y en toda su justificación política, moral y emocional, retorcida en su mera concepción como vehículo de diversificación comercial de una marca registrada, F1®: la película funciona en su manipulación. Es entretenidísima, es emocionante, es espectacular y hasta te hace olvidar que aquí lo que buscan es ampliar el mercado a un Estados Unidos sin demasiada tradición. "No hace mucho, el futuro de este deporte en Estados Unidos parecía sombrío; incluso una carrera al año parecía demasiado para un mercado que la F1 había intentado conquistar repetidamente y no había logrado", resumía The New York Times en un reportaje de 2024. Y en China. Ahora que a la publicidad, como en una distopía a lo Futurama, tan sólo le queda infiltrarse en nuestros sueños (no hay que desperdiciar ninguna plataforma de consumo), la frontera entre el anuncio publicitario y el drama deportivo ya es invisible.
Y una, la que escribe, que jamás ha visto una carrera de F1®, que desdeña todos los valores alrededor de esa industria del exceso, se siente sucia. Porque todo funciona, porque no puede despegar los ojos de la pantalla, porque aun siendo consciente de lo manipulador de sus artes, aun anticipando cada uno de sus pasos, aun cuestionando lo sincero de las motivaciones, la película absorbe como un rollo de papel Scottex®.
Tras Top Gun: Maverick, el director Joseph Kosinski vuelve a recurrir a la figura del veterano renegado para reivindicar, de nuevo, las segundas oportunidades, el valor de la experiencia y del compañerismo en un momento en el que el individualismo parece arrasarlo todo. Si Tom Cruise sigue corriendo y volando contra el tiempo, el otro gran sex symbol del cine noventero, Brad Pitt, también quiere su película de sesentón que todavía tiene mucho que esprintar. Si en Top Gun: Maverick Cruise interpreta a un piloto de aviones de combate temerario ya de vuelta de todo, en F1®: la película, Pitt da vida a un piloto de Fórmula 1® temerario y vuelta de todo, un tipo que empezó su carrera en los noventa, con un futuro prometedor truncado por las malas decisiones y el exceso de riesgo, que vuelve a la competición para salvar la escudería de su amigo y antiguo compañero, Rubén Cervantes (Javier Bardem), que necesita que su escudería gane al menos una carrera para evitar la venta del equipo.
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Cervantes, un carismático y entregado Bardem, recurre a Sonny Hayes -así se llama el personaje de Pitt-, como acto desesperado, encomendándose al milagro cuando ya no queda nada. Nunca Pitt ha desplegado tanto magnetismo en eso que tan bien sabe hacer él, actuar como si todo importase nada, mascando chicle con la boca abierta, camisa desabotonada, el cowboy solitario que vuelve para una última misión. Casi hace olvidar las denuncias por "maltrato físico" que interpuso su ex pareja, Angelina Jolie, Allí se debe enfrentar a la rivalidad de su compañero de equipo, Joshua Pierce (Damson Idris), un piloto joven que pertenece a esa generación de presunción, tik toks y reservados con chicas. Imagino que siempre fue así pero de una manera más púdica. En su equipo también se encuentra a Kate McKenna (Kerry Condon), la directora técnica de la escudería que, mujer en un mundo de hombres, necesita demostrar que es la mejor diseñadora de coches de F1®, incluso a aquel profesor de Físicas que le dijo en la universidad que jamás llegaría hasta allí.
F1®, la película, es un melodrama con mucha testosterona, con hombres no blandengues y con deudas con las figuras paternas. Es un melodrama en la que los hombres aprietan el puño en señal de victoria, en la que los hombres aprietan los párpados como viejos cowboys, en la que los hombres se divierten haciendo añicos vehículos carísimos. Y se agradece que, más allá del personaje de la madre de Joshua Pierce, Bernardette (Sarah Niles), que tiene un momento de divertido arrobamiento con el competidor decano al que su hijo define como "un anciano", el otro personaje femenino con algo de presencia, el de McKenna, está construido acorde a un tiempo que ya no tolera el personaje de la chica florero utilitaria para la trama amorosa.
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La película de Kosinski y el guión de Ehren Kruger (escritor de la saga Transformers) está confeccionado al milímetro para sentir la épica del desastre. Para emocionar con las historias de amor y de celos de siempre, pero envueltas en un papel de regalo nuevo. Con sus dosis de comedia y de obstáculos imposibles y gracias a un protagonista obstinado en dejarse llevar por la adrenalina, aunque le cueste la salud, F1®: la película quiere ser una oda anticapitalista enmarcada en un contexto turbocapitalista, nunca mejor dicho, con un personaje que se rebela a ser domado y comprado, un marginado con sus propias reglas, que acepta jugar al juego, pero a su manera. También es una película deportiva sobre el trabajo en equipo y contra el individualismo rampante del modelo de hombre de éxito hecho a sí mismo.
La dirección de Kosinski y el montaje de Stephen Mirrioni son prodigiosos en su nivel de espectáculo visual. ¿Quién no ha querido pilotar un coche de F1®, aunque sea a través de los ojos de otro, como si participase en una carrera del Gran Turismo? Y la música electrónica de Hans Zimmer, con un pulso adrenalínico, acompaña este parque de atracciones en el que hasta el mayor de los detractores de la F1® pasará un buen rato. Nunca el interior de un coche dio para tanta aventura. Al fin y al cabo, si en el cine de acción siempre han funcionado las persecuciones motorizadas, ¿por qué no hacer una película a base de carreras de coches? Y aquí, obstáculo tras obstáculo y palomitas en la mano, en una película conservadora que reivindica los valores vintage, vuelve a ser consciente una del poder mangoneador del cine. Y una se siente sucia, muy sucia, pero sigue sin poder apartar la mirada, agarrada a la butaca si como en ello le fuera la vida.
El Confidencial