Cocina sin fuego / El Condimentario

Hace poco, Juan Roig, dueño de Mercadona –una de las mayores cadenas de supermercados de España– dijo que “en 2050 las cocinas desaparecerán porque la gente dejará de cocinar en casa”. Es un futuro posible, y triste, sobre todo en países donde ya muchos se acostumbraron a no encender los fogones, mientras que generaciones enteras se vuelven cada vez más facilistas y perezosas, dejando todo en manos de la tecnología o los domicilios. Pero si la cocina se apaga, ¿qué parte de nosotros se apaga también?
Ser humanos no es solo existir: es hacer, es pensar. Es imaginar. Es transformar la materia y los pensamientos con las manos, la mente y el corazón. Es inventar lo que no está y convertirlo en alimento, en relato, en idea. Es equivocarse, dudar, volver a intentar. Es crear vínculos que permanecen, conectan y sostienen.
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Cocinar es estar vivos. No hace falta ser chef ni tener utensilios sofisticados: basta una olla, un cuchillo, unas manos, fuego y tiempo. Es un gesto simple y profundo: cortar, mezclar, condimentar, probar, rectificar. Es cuidarse y cuidar. Es decir: “estoy aquí, contigo o conmigo, y me tomo y valoro este tiempo”.
Pensar y escribir también nos humaniza. Porque al hacerlo ejercemos la conciencia, la memoria, la imaginación, la duda y la emoción. La inteligencia artificial puede unir palabras, pero no sabe soñar ni inventar sabores que conmuevan. Le pregunté a ChatGPT a qué sabe un puchero bogotano y respondió: ‘nube caliente en día frío’. Poema ambientador: aroma falso sin alma.
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En De animales a dioses, Harari dice que lo que nos hizo humanos fue la revolución cognitiva: imaginar, contarnos historias y creerlas juntos. Si dejamos que las máquinas simulen pensar, leer, cocinar y escribir por nosotros, apagamos esa llama. Es como comer un ajiaco congelado: parece casero, pero nunca tuvo fuego, cuchara de palo, ni una abuela que lo cuidara. Perdemos identidad y humanidad mientras un robot prepara un plato sin corazón o pone palabras en nuestra boca. Así se nos va el disfrute, la esencia y, sobre todo, el privilegio de pensar. Una vida sin fuego es una vida sin hogar.
Amar es humano. Es crear y desear. Es resistir la prisa. Es artesanal: se imagina, se amasa, se acaricia, se besa, se huele, se saborea y se siente una y otra vez, como un pan que solo crece si le damos tiempo. Cocinar es eso: es amar.
Si dejamos de pensar, de escribir, de amar, de imaginar y, por supuesto, de cocinar, y dependemos de la industria y la tecnología, ¿qué queda? Si somos lo que comemos, solo seremos consumidores autómatas, controlados por la comodidad. Nada permanece, nada emociona, nada conecta.
Quizás lo que nos hace humanos sea, precisamente, no rendirse a eso. Resistir es encender el fuego de la hornilla, escribir una carta a mano, invitar a alguien a comer lo que cocinaste. Amar cuando todo se desecha. Pensar, crear, fallar, entender y volver a empezar.
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