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Veronés, el dramaturgo del gran teatro del mundo

Veronés, el dramaturgo del gran teatro del mundo

Tiene sentido ingresar en la exposición del Prado con la misma ingenuidad sensorial que predispone la sala de espejos de una feria. Sabemos que no vamos a encontrar el mundo, sino su reflejo mejorado. Una versión ideal. O mejor dicho: una mentira tan bella que acaba pareciendo cierta.

Y es ahí donde empieza la trampa —y la grandeza— del maestro veneciano. Paolo Caliari, llamado Veronés (1528-1588), no fue el más profundo de los pintores del Renacimiento, ni el más atormentado, ni el más moralista. Veronés fue otra cosa: un escenógrafo del esplendor, un coreógrafo de los cuerpos, un director de arte antes de que siquiera el cine existiera.

La exposición del Prado —la primera monográfica del pintor en España y una de las más ambiciosas de Europa en décadas— no pretende desmontar el mito, sino recrearlo. Y ahí reside la inteligencia del acontecimiento: no se trata de denunciar el trampantojo, sino de habitarlo. El visitante no es un espectador, sino un figurante en la gran mascarada de la pintura.

Están, por supuesto, las grandes composiciones bíblicas disfrazadas de saraos venecianos. Las bodas de Caná que parecen un cóctel en el palacio de los Dandolo; las cenas de Cristo, convertidas en óperas barrocas donde el Mesías comparece con la petulancia de un invitado más. Porque Veronés no pinta la trascendencia, la borda. La disuelve en brocados, columnas corintias y perros que bostezan en el primer plano del lienzo.

Foto: 'La traviata' estará en el Teatro Real entre el 24 de junio y 23 de julio. (De Nationale Opera/Hans van den Bogaard)

El Prado ha reunido préstamos imposibles —París, Viena, Londres— para articular un relato que no es cronológico, ni temático, sino teatral. Y la teatralidad no es superficialidad, como creen los apóstoles del academicismo gris. Es la verdad por otros medios. Una verdad que se manifiesta mejor en el gesto de una cortesana que en el martirio de un santo. O en la mirada distraída de un criado que en la unción de los elegidos.

Veronés no miente. Embellece. No engaña. Seduce. Y esa es su herejía y su redención. La Inquisición lo llamó a capítulo en 1573 por travestir La última cena con soldados alemanes, bufones y animales exóticos. Él respondió que si le molestaba a la Iglesia, podía cambiar el título. Que en vez de La última cena se llamaría Una cena en casa de Leví. La doctrina tembló, pero el cuadro quedó. Y con él, se homologó una forma de entender el arte: no como fidelidad al dogma, sino como exaltación del artificio.

Veronés no miente. Embellece. No engaña. Seduce. Y esa es su herejía y su redención

Al salir, uno no sabe si ha visitado una exposición o ha asistido a un baile de máscaras. Pero se sale del Prado distinto y embriagado. No más sabio, sino más dispuesto a creer en la belleza como forma de resistencia.

No es casualidad que la exposición se organice como una puesta en escena. Ni que los comisarios —Miguel Falomir, director del Prado, y Enrico Maria dal Pozzolo (Universidad de Verona)— hayan optado por tratar al pintor como si fuera un dramaturgo. Veronés era un escenógrafo del alma barroca antes de que el barroco mismo naciera. Su pintura no imita la vida. La estiliza. La eleva. La convierte en un simulacro tan perfecto que trasciende.

Basta con mirar La familia de Darío ante Alejandro, cuyo relato histórico se representa con tantos mármoles como emociones. El dramatismo lo pone el espectador en el umbral mismo del teatro. La pintura de Veronés no impone una interpretación. La sugiere. Y en ese margen —en esa libertad de mirar— está también su legado más contemporáneo. El de un arte que no nos dice qué pensar, sino que nos invita a mirar como quien se asoma a un balcón florentino a espiar una fiesta a la que no ha sido invitado.

placeholder 'La familia de Darío ante Alejandro'.
'La familia de Darío ante Alejandro'.

La exposición —el hito— permanecerá abierta hasta el 29 de septiembre. Un verano entero para dejarse engañar con la complicidad del Prado, que no organiza aquí una retrospectiva al uso, sino una suerte de cortejo barroco a mayor gloria de Veronés, que no fue barroco ni cortejante, pero entendía mejor que nadie el arte de la seducción.

Se exhiben —del verbo exhibir— más de un centenar de obras, procedentes de colecciones tan ilustres como la Galería Uffizi, el Louvre, la National Gallery de Londres, el Kunsthistorisches de Viena, la Royal Collection británica y, por supuesto, el propio Prado, cuyas salas alojan desde hace siglos algunas de las pinturas más sensuales del pintor veronés —como la Venus y Adonis o el Emperador Constantino del ciclo de la Vera Cruz—, aunque por pudor o por esnobismo nunca se le había rendido un homenaje a la altura de su teatralidad.

No hay culpa en su pintura. Ni pudor. Ni tragedia. Hay teatralidad, hay lujo, hay cortesanía, hay erotismo disfrazado de decoro. Si Tiziano pintaba con la sangre de los cuerpos, Veronés lo hacía con su perfume. Y eso es lo que huele en las salas del Prado: un aroma a incienso pagano, a seda mojada, a frutas maduras en la promiscuidad del verano.

El Confidencial

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