Radiografía del Madrid actual: un equipo fuera de la realidad en el que Xabi va a tener que operar a corazón abierto
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Todo acabó con un 4-0. Ese ha sido el ruido de fondo de la temporada. Una fatalidad asumida sin drama ni miseria, como si el verdadero Real Madrid hubiera dejado de existir y lo suplantara una simulación venenosa, solo apta para los desfiles de moda y las proclamas antirracistas.
Barcelona, Arsenal y PSG. Estos son los tres equipos que han despojado al Madrid de los títulos. Y lo han hecho de forma expeditiva, abrupta, sin apenas misterio, ni agonía. Todo lo bueno, todo lo correcto, todo lo justo que Xabi había levantado en 15 días esperanzadores, se los llevó un mal golpe de mar. El boquete que ha abierto la semifinal contra el PSG en el club blanco, es importante. Por él entran los miedos, pero también la luz. Algo que Alonso reconoció en rueda de prensa. El PSG es el mejor equipo de Europa y es, por tanto, el último eslabón que hay que superar para volver a competir por la Champions. La goleada que se llevó el Madrid fue parecida a otras goleadas históricas, la del Milan contra la Quinta o la del Liverpool contra el Madrid de Raúl. Goleadas que no son fenómenos estivales, son bruscos encontronazos con la realidad; con un tipo de fútbol de un nivel tan superior que solo queda la rendición, la aceptación de la inferioridad y el frío glacial que eso supone en un club como el Madrid donde la narrativa oficial es la de no rendirse jamás.
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Esto no era un torneo de verano. Era la primera prueba de una nueva forma de entender la competición entre clubes. El paso previo a la globalización definitiva. El 4-0 ha resonado en medio mundo. Como tras el ocaso galáctico, las Champions del Madrid han sido borradas abruptamente. El equipo es joven, en algunos casos recién desembalado, pero tiene una arritmia en su interior que le hace imposible competir en la zona de las nieves perpetuas. Una parte del conjunto hace un juego que quiere ser moderno -dentro de los límites que marca el Madrid y que Ancelotti y Zidane conocían muy bien-, pero tres jugadores, Vinícius, Mbappé y Bellingham, parecen estrellas del cine mudo justo en el paso hacia el sonoro. Quietas, graves, decadentes, creyendo que el mundo pasa por sus pies como si la victoria fuera un acto de mera voluntad.
No hay un año en la historia del Madrid en el que se hayan encajado tantas goleadas en partidos importantes. Cuando la cámara hace un travelling por el banquillo en los últimos minutos de cada goleada, esos donde la inferioridad se ha asumido y el rival se burla de los blancos jugando a las cuatro esquinas, no se encuentra con rostros severos, ni feroces, ni siquiera tristes. Se encuentra con chicos que hacen guiños, se ríen o charlan con los compañeros para, después, dejar un mensaje de autosuperación en redes sociales. Es bonito eso, que no lo pasen mal. Han luchado mucho por estar en el Madrid. Al final, el fútbol no deja de ser un divertimento. Lo importante, lo trascendente, es la salud mental del deportista. No parece que Fernando Hierro sea de la misma opinión.
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Ni Pirri, ni Casemiro, ni Ramos, ni Cristiano, ni Raúl, ni Benzemá. Tampoco Benzemá, jugador con un orgullo sordo, que le dio la vuelta a cada goleada que recibió, pintando los campos de Europa con ese fútbol exquisito que representa el concepto mismo de la clase.
Pero estos jugadores parecen desconectados de la historia blanca. Como si los hubieran desenchufado repentinamente en el verano en el que Mbappé arribó al club.
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En el primer partido de la temporada, la Supercopa de 2024, el Madrid ganó 2-0 al Atalanta italiano. Fue una final digna del Real de Ancelotti. Primera parte en la que los rivales tienen el balón y se gustan mientras el Madrid mira, analiza y resiste. Segunda parte con una superioridad abrumadora blanca con goles donde las estrellas hacen del área visitante su sala de estar. Estaban los dos brasileños, Bellingham y Mbappé. Rodrygo andaba en una posición algo forzada de falso extremo derecho, pero con Carvajal ayudándole por dentro y por fuera, su vida era más fácil. En defensa, Militao dirigía las maniobras de demolición. Todo parecía funcionar. Vinícius y Mbappé se buscaban sin encontrarse demasiado, pero nunca se solaparon, amén de que su movilidad y precisión hacían que las ocasiones cayeran sin mucho drama.
Poco después se lesionó Carvajal, el líder del vestuario y Militao, el que sostenía el tinglado defensivo con su carisma y con su rabia. El Madrid ya no se encontró más sobre el césped. Hubo muchas idas y venidas pero los grandes actores se desconectaron de la obra. Bellingham volvió a su personaje de hombre cansado, con un peso sobre los hombros, siempre al límite de tropezarse con el balón. Lo contrario de lo que demanda su posición: facilidad y sencillez para pegar los trozos descosidos.
Rodrygo se fue diluyendo entre reivindicaciones sobre la importancia histórica de su figura. A ratos parecía un político de un régimen anterior intentando captar votos. Rodrygo siempre se diluye cuando la luz le da de pleno. Él es un genio de las segundas partes, un robaplanos. El que da la réplica ingeniosa y salva la escena. Una vez que se le regaló la titularidad por orden gubernativa, ya no podía volver a lo que es realmente su esencia. Y así terminó la temporada. Entre reproches, mohínes y borrándose de los últimos partidos. Pecado mortal en el Madrid y que le ha llevado al ostracismo definitivo y a la antipatía de la hinchada. Está fuera del club y lo sabe.
Pero la razón de la facilidad pasmosa de la goleada del PSG, no estuvo en Bellingham, ni por supuesto en Rodrygo, que no jugó. Estuvo en Mbappé y Vinícius. Dos puntas que hacen su vida como si fueran dos estrellas invitadas en Vacaciones en el Mar. Saludan a la afición, son coreados por los fans al entrar en escena, se menean lo justo y esperan en sus posiciones a que les llegue el balón para hacer su truco. Un truco que en tiempos fue infalible y ahora resulta redundante y algo acartonado. Mbappé y Vinícius no presionan. Tampoco defienden. Apenas estorban. Andan por ahí algo desnortados esperando a que les llegue el balón. Son como las mujeres que dibuja la literatura burguesa. Toda su vida es una tensa espera.
Ni siquiera están muy bien situados como Ronaldo Nazario, el santo patrón de los delanteros perezosos. Ni tienen su talento crepuscular para destruir una defensa con una carrera, un amague con la mirada y ese disparo que era como una caricia de alta tensión. Esa pareja mal avenida se pasó tres veces el balón en todo el partido. La impresión es que es imposible construir un equipo con ellos dos. Ancelotti, que es el mejor encajando estrellas de perfiles parecidos, no lo consiguió. Se odian sobre el campo. No se encuentran, no se complementan, se desafían. Se desconectan del juego general para competir entre ellos por las portadas. Mbappé es un destructor de equipos y Vini un hombre frágil desde que le arrebataron un Balón de Oro que él creía merecer.
El Madrid tiene un problema: ante la mayoría de equipos sí será posible ganar la partida con los dos ángeles negros desconectados y sus estadísticas serán muy buenas, haciendo crecer sus seguidores en Instagram mientras que sus mensajes en Twitter provocarán desmayos. Su marca personal estará a salvo. Pero ante el PSG, el Barça o el Liverpool, tener dos jugadores fuera de onda, significa superioridades rivales en el medio campo y un camino fácil y sencillo hacia la ocasión de gol. Y, por la misma razón, sacar el balón se convertirá en una aventura peligrosa y atacar será una pesadilla. Esa sensación de que ellos bajan en tobogán y nosotros ascendemos por la cara norte del K2.
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El fútbol europeo siempre juega tan rápido como se pueda en cada momento. Y los futbolistas que juegan para sí mismos nunca han podido con las trampas de la Copa de Europa, cruel con los excesos vanidosos.
Di Stéfano echó a Didí por vago. El mejor mediocentro del mundo, el mejor de la historia de Brasil, el director de juego de aquel equipo del 58. No llegó a jugar ni un partido de la Copa de Europa porque el argentino lo vetó. Su juego de balón al pie y nulo en defensa, iba contra los principios de Don Alfredo, que se fueron convirtiendo en los principios del Madrid.
El Madrid es una mezcla rara entre sudor, testosterona, resistencia y exquisitez. Ha habido grandes heterodoxos en la historia blanca, como Velázquez, Özil o Guti, que nacieron príncipes y sólo jugaban en los grandes salones llenos de espejos, pero sólo el primero llamó a las puertas de la gran dama. Y estaba rodeado de gente como Pirri o Amancio que hacía del carácter, un estilo de juego.
Ha habido otros que seleccionaban esfuerzos. Aquella banda de Roberto Carlos, Raúl, Hierro y Redondo. Jugaban cuando querían. En los partidos importantes y en los momentos trascendentes de los partidos importantes, dejaban jirones de su piel sobre el campo y le hacían saber al enemigo que, para ganar, deberían pagar un precio tan alto que no iba a valer la pena.
Pero Mbappé hace lo contrario. Presiona y marca tres goles en los encuentros sin trascendencia para cambiar su paso en el partido de la verdad, donde parece un cazador acechando una presa que nunca aparece. En aquel encuentro contra el Atalanta, Mbappé tampoco presionó pero dio igual. Vinícius y Belllingham sí lo hicieron y, cuando recuperaban, encontraban fácil al francés en posiciones de delantero centro, listo para ajusticiar.
Pero ese Vinícius también ha desaparecido. No es un bajón físico ni de ánimo. Es la compañía de Mbappé, al que quiere imitar en sus peores vicios. El francés tiene un estatus divino desde aquel Mundial de 2018 en que Francia entera se postró a sus pies. Todo le resbala. Parece ajeno a las pequeñas cuitas del fútbol. Solo desea que los humanos le dejen ofrendas a sus pies. Con su escasa movilidad y por el centro, se convierte en una pared para Viniícius y Bellingham, que se quedan sin espacios.
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Volvamos al 4-0. Al otro lado estaba el PSG de Luis Enrique. El asturiano ha llegado donde nunca pudo Guardiola. Ha dejado de controlar al equipo. Los jugadores interiorizaron unas pautas de juego y fueron creciendo desde ahí. Ahora son libres atendiendo grandes principios generales. Eso es lo que quiere Xabi que arraigue en este Madrid. Comenzó muy bien, pero colapsó cuando se enfrentó a los grandes terratenientes. Esa oligarquía que históricamente saca réditos de la decadencia.
A la plantilla le falta un medio pensante y un central titular. Rüdiger está extinto y Militao de vuelta del infierno. Es un grupo joven pero con unas jerarquías asumidas muy peligrosas. Falta liderazgo y falta pasión. No hay ferocidad ni malas caras. Los mejores equipos se construyen desde la alegría pero, para que nazca la alegría, el juego tiene que fluir libre de obstáculos por cauces que ahora están secos. Pensar en Güler como un interior o mediocentro que construya los puentes es un ejercicio de voluntarismo. Es bueno y bonito, pero todavía sigue siendo ese geniecillo liviano que maneja su zurda desde el pensamiento.
Y ante los grandes eso cuesta la batalla por el medio campo, que es la batalla por el partido. En palabras de Kojiro: el problema del turco no es solo físico, en el medio campo hay que tener otra mentalidad. Más consistencia, más fiabilidad. Ser hasta cierto punto aburrido para aburrir al rival. Y luego tener la calidad para poder acelerar o engañar cuando toca. Y, aparte, los zurdos no valen de centrocampistas salvo excepciones como Redondo. Son demasiado zurdos. Los ve venir y posicionarse todo el mundo. Lo que arriba es virtud, abajo es defecto.
El Madrid te pone constantemente en el filo. Es la zona de la tensión perpetua. Contra el PSG, Xabi Alonso pensó antes en el vestuario (o en las portadas del día siguiente) que en el equipo. Y puso a los dos figurines y Gonzalo, aunque los tres no mezclen en absoluto. Quizás lo imaginaba, pero necesitaba que el club se diera cuenta. De momento, ya se ha perdido un título y la temporada ni siquiera ha comenzado.
Ahora quedan 40 días. Un verano de yates y celebridades. Ahí sí que las estrellas del Madrid brillarán con luz propia.
El Confidencial