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La casa al final de la curva: la locura a la vuelta de la esquina (***)

La casa al final de la curva: la locura a la vuelta de la esquina (***)

Desde que Cronenberg se aliara con J. G. Ballard para componer Crash y, de paso, cortocircuitar la pantalla (y el propio cine, así en general) con un vómito ácido que hablaba de la crisis masculina, de la paranoia tecnológica y de la deriva de la humanidad hacia un abismo tóxico de asfalto y chapa cromada; desde entonces, decíamos, mirar un accidente de coche da calambre. La fascinación que tantas caravanas provoca por culpa de los mirones camina al lado de la repulsión o, más gráfico, del simple asco. Se diría que La casa al final de la curva, de Jason Buxton, comparte con la mítica película de 1996 la misma pasión bizarra por las carrocerías retorcidas y las cicatrices tanto las evidentes como las del alma, pero lo hace, y ahí la novedad, desde la asunción casi feliz de la más evidente normalidad. Ahora, todo lo oscuro y lo tremendo que imaginara el canadiense Cronenberg se encuentra bien a la vista y a plena luz del día en la propuesta, igual de perturbadora, del también canadiense Buxton.

La casa al final de la curva cuenta la historia de un accidente, y de cómo ese accidente se convierte en obsesión, y de cómo esa obsesión se transforma en pesadilla, y de cómo esa pesadilla descarrila hasta la simple locura. El problema, y la gracia, es que no está claro cuál sea ese accidente originario que deriva en tan desmadrado caos. Una familia (padre, madre e hijo) se instala en una flamante casa nueva sin advertir que la peligrosa curva que tiene delante a modo de paisaje inevitable es, en verdad, el preludio de todo lo malo. Fuente inagotable de infortunios, el trazado sinsentido de la calzada pasa a ocupar los días y a las noches del padre desde el momento preciso en que el primer coche se estampa contra la fachada de la vivienda. ¿Cuál es el accidente en verdad? ¿El vehículo que derrapa, la elección equivocada de la casa, el ilógico trazado de la carretera, la absurda y aparentemente tranquila vida familiar o todo junto? ¿Se trata de un simple accidente o del más aparatoso desastre en cadena del que es capaz la existencia que nos hemos dado? Y así.

Buxton (al que, pese a no ser un director joven, solo se le conoce una película anterior, Blackbird) se las arregla con la ayuda de un perfecto y muy perturbador Ben Foster para convertir un accidente de apariencia anodina —desagradable, pero hasta cierto punto intrascendente por demasiado común— en un thriller psicológico tan entretenido como inquietante, revelador y teñido de un aquilatado humor negro que divierte en la misma medida que hace daño. El personaje de Foster desciende al borde mismo de todos los abismos, pero su bajada a los infiernos, en verdad, no es más que una manera de desnudar la locura cotidiana de todos nosotros (más de nosotros que de nosotras). Y aquí, sin duda, el acierto, la oportunidad y la desazón. Bien es cierto que el argumento es tan mínimo y el trazo de la narración tan diminuto que algunos de los episodios que jalonan el viaje del protagonista parecen surgir ad hoc con el único propósito de alargar la agonía por criterios estrictamente comerciales. Pero, pese a todo, queda el inconfundible regusto ácido del abismo tóxico de asfalto y chapa cromada que tanto y tan bien nos enfermara desde Cronenberg y J.G. Ballard. Y ahí seguimos.

Dirección: Jason Buxton. Intérpretes: Ben Foster, Cobie Smulders, Gavin Drea, William Kosovic. Duración: 110 minutos. Nacionalidad: Canadá.

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