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La verdadera historia de la Fundació Miró

La verdadera historia de la Fundació Miró

La idea de crear una fundación no surgió por una simple decisión personal ni en una reunión ni tampoco en una fecha concreta, sino en la profundidad sentimental de Joan Miró y su funesta relación con Barcelona. No por ser ciudad natal sino por la acogida pésima que mereció su primera exposición. De ahí la voluntad de largarse a París.

El distanciamiento se mantuvo, pero el sentimental Miró me confesó que, en cuanto pasaba por Barcelona, siempre rendía visita a la calle Portaferrissa,18, el lugar donde aquel galerista Dalmau se atrevió a exponer su obra.

En su 50 aniversario conviene recordar las virtudes del edificio de Sert y las grandes exposiciones

De ahí que Miró, más sentimental que rencoroso, cambiara su relación con la Barcelona provinciana y la de su detestado padre a raíz de la formidable muestra retrospectiva que en 1968 le dedicó el Ayuntamiento en el Hospital de la Santa Creu.

Miró comenzó a reflexionar con su íntimo y confidente Joan Prats sobre la conveniencia de crear una fundación. La primera noticia pública me la brindó él en 1971 con motivo del mural del aeropuerto: me envió un folio manuscrito en rojo con la lista de sus donaciones a Barcelona: pavimento de la Rambla, mural aeroportuario, gran escultura del parque Cervantes y “CEAC-Joan Miró, com a porta oberta vers el futur, d’intercanvi cultural internacional…”. Se publicó en La Vanguardia mi reportaje sobre el gran mural: portada y dos páginas. Sus consejeros del momento, ya fallecido Prats, se molestaron por haberse comprometido sin consultarles. Doné el manuscrito a la Fundació.

Llegada a Barcelona del cuadro La masia, de Joan Miró, propiedad de la viuda de Ernest Hemingway, en 1983

KIKE PÉREZ DE ROZAS / EFE

El proyectado deseo cuajó y la primera exposición se inauguró el 20 de noviembre de 1975, sin que la muerte de Franco supusiera el menor contratiempo, tal como declaró Francesc Vicens, su director: “Això no ens afecta”. El compromiso era un signo político que seguiría vigente. Como también la voluntad de Miró, que me había detallado así: “Vull que el CEAC sigui com un bloc i jo només ompliré la primera pàgina”.

El arquitecto Sert, su gran amigo, proyectó gratis el edificio, luego de haber rechazado como sede la calle Montcada, al razonar que el Picasso era un museo y la fundación, un CEAC (Centre d’Estudis d’Art Contemporani). Tan magnifica y espectacular obra ha sido una de las claves de su éxito: favorece lo expuesto, al revés del Guggenheim neoyorquino, tal como reconoció Chillida tras el fracaso allí de su exposición y proclamar que la de la Fundació Miró era la mejor que había realizado en el mundo.

Que en plena fachada se colgara el Chillida que expulsó Madrid y que luego se plantara un Calder evidenciaba que no todo había de ser mironiano.

El edificio de Sert es tan acertado que ha permitido ampliaciones que se han revelado enriquecedoras y nada traumáticas, como acoger el Espai 10 para muestras de arte joven, que luego forzara merecer el Espai 13 y para incorporar la fabulosa colección mironiana de Katsuta. Siguiendo esta línea debe ser interpretada la ampliación exterior para el sugestivo Jardí d’Escultures.

Si en algo se ha distinguido la fundación no ha sido en la monotonía de la uniformidad, sino en el valiente cultivo de la diversidad. Las grandes exposiciones temporales han supuesto un desfile de calidad excepcional y de nombres de primera línea ya fueran locales, españoles o internacionales y desde la primera hora obtuvo numerosos premios como el otorgado ya en 1976 por el Consejo de Europa. En alguna ocasión el deseo de captar asistencia algo más popular incitó a programar un “Tintín a Barcelona”, lo cual desató algún temor de pretender bajar el nivel, pero se reveló infundado. Las muestras relacionadas con Miró han logrado profundizar en aspectos inexplorados. Tanto el artista como la familia reafirmaban a menudo su generosidad con donaciones, lo que ha supuesto que el fondo Miró adquiera un volumen enorme e insospechable al principio, enriquecido también con aportaciones de otro signo como las obras regaladas por una serie de artistas de primera línea histórica y mundial.

Pronto se confirmó el aumento constante de visitantes y también el de la Associació d’Amics de la Fundació. Es esta una relación que ponía de manifiesto el interés de cultivar el acercamiento de la ciudadanía y de ahí una serie de ofertas y actividades de signo muy variado como conciertos y ciclos musicales, espectáculos al aire libre, actuaciones vanguardistas, magia y demás, a menudo sorprendentes e inesperadas.

Importa hacer hincapié en que casi todo lo relatado se llevó a cabo en la época de Rosa Maria Malet, la directora desde un temprano 1980, a renglón seguido de la apertura bajo la autoridad de Francesc Vicens, hasta que ella se jubiló en 2017. Malet tuvo el logro de trenzar con Miró una relación de excepcional e incluso una confianza personal mutua basada en una profesionalidad intachable y ejemplar. Tan estrecha sintonía permitió alcanzar ciertos logros jamás ambicionados.

Tiempos difíciles fueron los años de pandemia, agravados por falta de ayudas oficiales exigibles y encima enturbiadas por la pretensión de favorecer la arribada de un Hermitage carente de interés artístico y en búsqueda de réditos económicos empresariales privados. Semejante aventura de signo provinciano quedó en agua de borrajas.

Las recientes exposiciones que en Barcelona confrontaron obras de Picasso y de Matisse con las de Miró han puesto de manifiesto que el siglo XXI es sin la menor duda el de Miró.

Feliz cincuentenario y que las subvenciones local y central brinden a la Fundació Miró cuanto merece, que no es precisamente poco.

lavanguardia

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