Caroline Blackwood: Inglaterra me deshizo así

Dicen que la infancia es el jardín que nutre la imaginación de un artista. Quizá sea cierto, sólo que en las narraciones breves reunidas en Ni una palabra, de la escritora inglesa Caroline Blackwood, ese jardín aparece como un pantano lleno de una bruma tan amarga como envolvente. Blackwood nació en 1931 en Londres, dentro de la nobleza británica, y al mismo tiempo heredera del imperio cervecero de la familia irlandesa Guinness. A los 14 años, murió su padre Basil Hamilton-Temple-Blackwood, cuarto marqués de Dufferin y Ava, y la adolescente quedó a merced de su madre, una belleza deslumbrante que tenía como máxima aspiración jugar a las cartas y asistir a bailes de la realeza.
Los tres hermanos Blackwood quedaron a la deriva, ningún familiar estuvo dispuesto a hacerse cargo de ellos, y padecieron el trato tortuoso de niñeras sádicas. De hecho, Caroline narra una de estas experiencias en “Ni una palabra”, el texto que abre la antología. Sus frases son de una capacidad escalofriante para exponer la decrepitud del espíritu humano y la fragilidad de una infancia absolutamente expuesta a los males del mundo.
La salida de la infancia tampoco le trajo alivio. Durante la Segunda Guerra, Caroline ingresó al colegio más cercano, una institución masculina que encarna todos los horrores de una élite británica acostumbrada a un vacío emocional insondable. Aquí el origen de su vocación, ya que las vivencias la llevaron en esa época a escribir su primer relato, “Cochino”, en el que expone las pericias de una adolescente que enfrenta los abusos con estoicismo. El texto deja a la vista el nacimiento de una imaginación lúgubre, tan gótica como audaz. Algunos rasgos de estilo, como las repeticiones, la sintaxis dislocada y la atracción por el desprecio van a convertirse en un sello de su escritura más madura.
Hay un rotundo placer malicioso en los personajes de todas las historias de la selección. Esa insistencia que podría volver monótono el conjunto, provoca una cierta fascinación. Ya que de cuento a cuento se genera la expectativa de una maldad que, a pesar de anticiparse, va más allá de cualquier proporción. Se percibe con especial fuerza en la primera ficción, “La entrevista”. Aborda el diálogo entre la viuda de un artista célebre y un periodista, luego de asistir al estreno de la película biográfica del pintor. Resulta inevitable asociar el cuento con la biografía de la autora.
En una fiesta Blackwood conoció al pintor Lucian Freud, por entonces casi desconocido, y se fugaron a París. A pesar de la sistemática conspiración de su madre para destruir el vínculo, el romance prosperó. Se casaron y en los cinco años que estuvieron juntos hubo infidelidades, problemas económicos, tensiones por el ego maníaco de Freud. Aún así alimentaron la formación artística de la joven; se hizo amiga de Francis Bacon, descubrió el mundo de la bohemia londinense y el alcohol, que sería una de sus adicciones.
Recién quince años más tarde Blackwood empezaría a escribir. Entre tanto, abandonó a Freud; angustiada por la ruptura y abrumada con los intentos de él por volver, se refugió en la villa romana de una tía. Ahí se enamoró del guionista Ivan Moffat, al que después siguió hasta California para aventurarse en la interpretación. No tuvo el éxito que esperaba y se mudó a Nueva York. Tuvo un romance breve con el fotógrafo Walker Evans, y muy rápido se casó con el pianista Israel Citkowitz, músico prometedor que se consagró a cuidar a su esposa y a sus dos hijas.
El tercer matrimonio de Blackwood empezó con una pasión desbordada por el poeta Robert Lowell, que derivó muy pronto en un caos sentimental, ya que ambos padecían trastornos psicológicos (él era bipolar y ella sufría un alcoholismo crónico). El drama se agravó con el nacimiento del único hijo que tuvieron juntos. Y las desgracias se sucedieron en una cadena siniestra: la niñera llevó a los tres hijos de Carolina a pasear y un auto los chocó; la pareja salió en auto y sufrió un accidente; una de las nenas fue a la cocina a buscar galletitas y se le cayó una tetera llena de agua hirviendo en la cara.
En particular, este último suceso se muestra en el relato “Unidad de quemados”, que narra la experiencia de la escritora en el hospital mientras su hija permanecía internada. Y hay más aún, luego de siete años escabrosos, Lowell decidió volver con su anterior esposa, pero nunca llegó a destino: sufrió un ataque al corazón en el taxi que lo llevaba de vuelta a la casa de su exmujer en Nueva York, mientras llevaba en las manos un retrato Caroline pintado por Freud. Con tan sólo unos meses de diferencia también murió la hija mayor de Blackwood, por una sobredosis.
Más allá de la sucesión trágica, esa época contribuyó con la vocación de Blackwood como escritora. En los diez años que siguieron publicó cuatro novelas (alguna tenebrosa, como La hijastra, o bien la más gótica Great Granny Webster, inspirada en su familia), tres ensayos, dos compilaciones de textos breves y un libro de recetas.
Aún así, recién ahora se traduce a nuestra lengua una selección con sus relatos más destacados, que en su conjunto resultan un camino extraordinario para recorrer el territorio cautivantemente sombrío de su poética. De hecho, en sintonía con el lujo de los escenarios, el lenguaje es sofisticado; sus metáforas encuentran el modo de exhibir lo sórdido con una elegancia siniestra. Los hombres, las mujeres, incluso los niños que habitan las escenas miran a los otros desde la desconfianza, el resentimiento y actúan para dañarse mutuamente en una cadena sinfín. Las escenas consiguen captar la dimensión más abismal de la herida de la soledad y la capacidad de autoflagelación que sólo se serena cuando se lastima a otro.
Ni una palabra, Caroline Blackwood. Trad. Damián Tullio. Chai Editora, 212 págs.
Clarin