Cada herida es una abertura

Lídia Jorge y Brian Wilson entran a un bar. Nadie nota nada.
—Es innegable que los portugueses estuvieron involucrados en un nuevo, largo y doloroso proceso de esclavización, dice Lídia levantando su copa y su culpa.
Brian Wilson, con esa mirada de quien está hablando con Dios y fue interrumpido, responde.
—Lo que necesitas es una guitarra, una batería y un bajo.
Más o menos, esto es lo que sucedió en el discurso del 10 de junio. En medio de algunas cosas ciertamente acertadas, otras ciertamente inspiradoras y otras del tipo «Digo esto, pero es como si no lo dijera», Lídia Jorge volvió a caer en el punto ciego que todos caen. El remordimiento. La tesis de la herencia de la culpa, que tanto ha entretenido a nuestras mejores mentes. Se ha convertido en una cuestión de respetabilidad.
«Sí, señor, sí, señor» o «Difícil, pero cierto», reflexionaban los invitados con tono perentorio. No nos bastaba con que Portugal ya hubiera nacido disculpándose; también necesitábamos añadir a la letanía nacional lo que ya se había resuelto hacía 200 años.
Pero entonces murió Brian Wilson. Y quedé en esa sombra que se siente cuando uno recuerda las bandas que amaba, pensando en los Beach Boys.
Pensé en ser un niño y sentirme justificado en esas armonías provenientes de una California imposible. Esas voces me hicieron bien. De una manera efebo, jovial, casi divina. Porque incluso entonces lo presentía, había algo más. Una pieza torcida en los arreglos. Una melancolía oblicua en las progresiones. Una infelicidad enterrada en los acordes. El dolor de un ángel del skate y el trauma.
El laberinto de los Beach Boys —que es el laberinto de Brian Wilson—, como todos los laberintos que se precien, no tiene salida. Se construyó sobre el sufrimiento de un alma tímida, frágil y atormentada. Un espíritu conmocionado. El padre de Brian Wilson, por ejemplo, fue un padre difícil. Quizás el más difícil. Hoy, probablemente lo acusarían de algo grave. Pero ese no es el punto. El punto es el sufrimiento.
Y aquí viene la tesis: en lugar de centrarnos en lo sucedido como un depósito de resentimiento, quizá deberíamos verlo como una herida. Viva, abierta, luminosa. Toda herida tiene su grieta. Cada grieta es un portal. Una entrada y una salida; casi siempre a un nuevo lugar. Casi siempre una cuna.
Pero no. Tenemos esta dificultad para lidiar con el sufrimiento. Deseamos que no existiera. Huimos de él. No entendemos su significado; ni siquiera lo intentamos. ¿Cómo puede ser útil el sufrimiento?, podría preguntarse el lector. Tengo un par de ideas al respecto. Pero esa es una hermenéutica que no me corresponde. Es para teólogos, místicos y santos. Nos bastaría con aceptarlo como un regalo. Como lluvia. Como gracia.
Esto es lo que quería decirle a Lídia Jorge si me la encontrara en ese bar, con su suelo pegajoso y olor a altramuz. Mira a Brian Wilson, Lídia. La vida le dolió, pero no hizo manifiestos. Escribió música. Surf, árboles y porches. Pequeños lugares contra el colapso. Mira a Portugal. Con sus defectos. Con sus victorias. Nada extraordinario. Piensa: si no fuera por eso, seríamos otra cosa. Y entonces insistiría: todo sufrimiento es una oportunidad para abrirse.
¿Qué tiene la música que nos llega y nos aporta de maneras que no esperamos, pero que nos resultan familiares, como si supiera de nosotros lo que nosotros ni siquiera sabemos?
Gente que ha sufrido. Eso es lo que hay en las canciones. Gente que las escribió porque era inevitable. Gente que va por la vida pateando latas, intentando encontrarle sentido a lo que nos ha sido dado. Y con eso escriben música. ¿No es increíble? No se quejan. No se castigan a sí mismos (ni a nosotros). Ni siquiera se dejan abrumar por las expectativas.
Hablaba de laberintos sin salida. Bueno, tengo una teoría. En "Wouldn't It Be Nice", cuando Wilson canta eso de la vejez, lo que dice es: "¿No sería agradable morir?", y así resolverlo todo de una vez por todas. Es la gran brecha. La apertura final. Pues bien, el viejo surfista místico se ha hecho realidad. Portugal, que ni muere ni se va, aún está por realizarse. Le faltan los gestos. Y las canciones.
Manuel Fúria es músico y vive en Lisboa. Manuel Barbosa de Matos es su verdadero nombre.
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