Helga Flatland: familia, comunidad en miniatura

¿Cuánto hace que venimos vaticinando el fin de la familia, hablando de este asunto, poniéndole una fecha de defunción probable? Imposible contar cuántas familias han nacido y se han descompuesto bajo un mito ya cimentado, un concepto que agoniza y pesa como una losa de piedra sobre una tumba. La era de los sacrificios ha muerto, y tiene sentido: ¿por qué deberíamos desplazar el “yo” en pos de esa comunidad en miniatura llamada “familia”? “Mi tiempo vale”, se escucha por ahí, y suele ir unido a términos como preservarse.
Sin embargo, la agonía de la familia parece sospechosamente interminable, larguísima como la agonía de Francisco Franco o de Luis XIV. De este mito que goza aún de inusitada vigencia, y de su descomposición para una familia noruega con tres hijos adultos, trata Una familia moderna, de Helga Flatland. El argumento es simple: durante un viaje a Italia con motivo del cumpleaños número 70 del padre, padre y madre anuncian a sus hijos que se van a separar.
Es una decisión tomada en conjunto, sin estridencias (“hemos crecido en direcciones distintas”), pero que detona como una granada en los espíritus de Liv, Ellen y Hakon, moviendo los suelos sobre los que cada uno cree haber forjado las bases de una vida. La solidez de sus propias parejas, de sus propias familias, y sus creencias, se ponen en duda a lo largo de 300 páginas donde los hijos van tomando alternadamente la palabra, reconstruyendo la historia familiar y los puntos de vista como si de un prisma se tratara.
“La verdad no existe”, podría ser una de las premisas de la novela. Pero no es la única, porque lo que Flatland logra plantear con maestría, sin subrayados y señalamientos obvios, es la infantilización de una sociedad entera, una subversión de los términos que paradójicamente tiene que ver con la extensión de las esperanzas de vida: padres que a los 70 tienen la vida por delante, hijos con hijos que se sienten profundamente indefensos ante la idea del divorcio de sus padres, mujeres que retrasan la edad de maternidad para encontrarse con la desagradable sorpresa de que a los 40 años, a despecho de todo avance científico, sus cuerpos no difieren de los que tenían sus bisabuelas y ya no pueden concebir naturalmente.
Se vive más, ¿pero cómo se vive? ¿Es un alivio o una condena poder empezar de nuevo, en solitario, en una casa nueva, con 70 años recién cumplidos? Hoy, como señala Ellen, la hija que quiere quedar embarazada y no puede, “los cuarenta son los nuevos veinte”, pero, por lo demás, “ya nadie sentía que le correspondiera su propia edad, al menos no en relación con las ideas tradicionales sobre cómo tiene que ser una persona de cuarenta o de setenta años”.
¿Es real el supuesto abanico de infinitas posibilidades al que se enfrentan los personajes de este libro? Esta burguesía cómodamente instalada en casas bien amobladas, trabajos sólidos, seguros médicos, viajes por Europa, ¿se siente feliz? Demasiados mandatos siguen en pie y, cuando se intentan derribar, la cárcel sólo cambia de nombre, como le ocurre a Hakon, el hijo menor que predica el amor libre pero que termina reemplazando el mandato de la monogamia por una relación abierta.
Cabría preguntarse, como reflexión última sobre esta “familia moderna”, cuán universal es la pregunta por la filiación. Lezama Lima escribió que “la infancia de un hombre termina el día en que se muere su madre”. Hakon dice que “por muy reflexivo y maduro que pueda llegar a ser delante de mis amigos, novias o compañeros de trabajo, esa independencia se esfuma cuando estoy con mi familia. De repente me veo atrapado en el papel de hermano e hijo menor y cualquier intento de desmarcarme de ese papel se percibe como algo artificial y ridículo”. ¿Somos todos, en el fondo, siempre, hijos e hijas intentando complacer, enfrentar, llamar la atención de los padres? Si la respuesta es sí, probablemente el concepto de familia tenga por delante bastantes siglos más de desangre.
Una familia moderna, Helga Flatland. Trad. Ana Flecha Marco. Nórdica Libros, 294 págs.
Clarin