¡Procida no olvida! 31 años después de la masacre de Lucina, una herida aún abierta


Dicen que el tiempo es el mejor médico. Pero hay heridas que ni siquiera el tiempo puede sanar. Hay dolores que, aunque se alivian, nunca desaparecen. Y hay misterios que, aunque sepultados bajo años de silencio y medias verdades, siguen pesando como piedras en la memoria colectiva. Este es el caso de la masacre del mercante Lucina, ocurrida la noche del 6 al 7 de julio de 1994, y que aún hoy, 31 años después, representa una profunda cicatriz para la isla y para toda la comunidad marítima del Golfo de Nápoles.
Siete hombres fueron brutalmente asesinados a bordo del barco: masacrados en sus literas, sorprendidos mientras dormían, sin posibilidad de defensa. Solo uno de ellos, quizá despertando repentinamente, fue encontrado cerca, en un pasillo. No hubo supervivientes ni testigos. Entre las víctimas también se encontraba un hijo de Procida: Gerardo Esposito, un marinero experto, un hombre de mar y de silencio, arrancado de su familia y su tierra de una forma que aún hoy resulta inexplicable.
El Lucina, un buque mercante de bandera italiana, propiedad de la compañía Sagittario di Monte di Procida, había zarpado de Cagliari con un cargamento declarado de dos mil toneladas de sémola, destinadas a la producción de cuscús en el norte de África. Sin embargo, en el momento de la masacre, el barco llevaba 27 días varado en el puerto argelino de Djendjen, sin que se ofreciera ninguna explicación oficial sobre tan larga y anómala espera.
El primer misterio se centra precisamente en esta larga escala: ¿por qué un barco comercial, con carga perecedera y sin reportes de problemas técnicos, permaneció varado durante casi un mes en un puerto extranjero? Y, sobre todo, ¿qué pasó con las 600 toneladas de carga que faltaban a su llegada? Preguntas que no tuvieron respuesta entonces y que siguen sin tenerla hoy. La versión oficial, apoyada por las autoridades argelinas y posteriormente refrendada por un juicio relámpago que duró apenas dos días, habla de un ataque terrorista perpetrado por extremistas islámicos. Una teoría que, desde el principio, ha dejado perplejos a investigadores, observadores y familiares de las víctimas. Demasiados elementos no cuadran.
Demasiados detalles parecen escapar a una lógica lineal. Para hacer el escenario aún más inquietante, hay dos figuras que permanecieron en tierra en Cagliari, por pura casualidad o quizás no. El primero es Domenico Aniello Barone, también de Monte di Procida, quien por razones nunca del todo aclaradas no subió al Lucina. Una decisión que, en retrospectiva, le salvó la vida. Con él, otro hombre también renunció a subir: Gaetano Giacomina, originario de Oristano. Un nombre que en su momento pasó desapercibido, pero que años después se descubrió que era todo menos común.
Giacomina, de hecho, era un agente operativo de la estructura secreta Gladio, nombre clave G-65, con una larga experiencia de infiltración en Argelia, uno de los países más inestables y violentos de la década de 1990. Su presencia —o mejor dicho, su ausencia— a bordo del Lucina ha alimentado con el tiempo hipótesis mucho más complejas que un simple atentado terrorista. En 1998, Giacomina murió en circunstancias misteriosas en la isla de Fogo, en el archipiélago de Cabo Verde. Se dijo que fue un accidente. Pero su cuerpo nunca fue identificado con certeza. Otra pieza oscura en una historia que parece escrita con la tinta de los servicios secretos y las operaciones encubiertas.
Y no acaba ahí. Hace ocho años, otro nombre volvió a ser el centro de atención: Domenico Aniello Barone, el marinero que escapó de la masacre, murió en un astillero de Pozzuoli, de nuevo en circunstancias que nunca se han esclarecido del todo. Las causas de la muerte siguen sin determinarse, pero para la comunidad de Monte di Procida y Procida, esa desaparición reabrió una herida que nunca ha sanado. Porque demasiadas coincidencias, en esta historia, parecen ser algo más que simples fatalidades. Hay quienes, a lo largo de los años, han planteado la hipótesis de que esas 600 toneladas de sémola desaparecidas no eran sémola en absoluto. Hay quienes han hablado de armas destinadas a grupos paramilitares, de residuos radiactivos destinados a ser eliminados ilegalmente, o incluso de material sensible vinculado a operaciones encubiertas entre Italia, Argelia y otros países mediterráneos. Hipótesis, por supuesto. Pero ninguna ha sido desmentida de forma convincente.
El juicio en Argel fue una oportunidad perdida para aclarar las cosas. Apenas dos días, una sentencia que muchos calificaron de «política», con pocas pruebas y sin un culpable real. Un veredicto que parecía más interesado en cerrar el caso que en resolverlo. Desde entonces, silencio. Y, sin embargo, el recuerdo sigue vivo. Porque Gerardo Esposito, como los otros seis marineros del Lucina, no es solo una víctima: es el símbolo de una verdad negada, de una justicia que nunca llegó, de un Estado que, una vez más, ha abandonado a sus hombres en alta mar.
Hoy, treinta y un años después, el recuerdo no se desvanece. Procida sigue pidiendo respuestas. Seguirá haciéndolo mientras haya alguien que recuerde. Porque la verdad, aunque inoportuna, merece ser dicha. Y porque la justicia, aunque tardía, es un deber hacia quienes ya no pueden hablar.
Il Dispari